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Contrastes:

Son las 6.30 de un domingo de primeros de julio. Después de una breve ducha y un ligero desayuno me atuendo con una camiseta, un pantalón corto bien nutrido de bolsillos, la chaqueta de un chándal, una gorra y unas zapatillas deportivas. Me avituallo con una botellita de agua y un pinchín que meto en una bolsita con correa que cruzo sobre mi torso. Salgo a la calle a caminar, con el propósito de acercarme hasta el Berrón  y continuar hasta Oviedo siguiendo la ruta del Camino de Santiago. Mi objetivo es llegar hasta la catedral. Lo he hecho varias veces y más o menos tengo calculado el tiempo, El paisaje me resulta tan familiar que apenas reparo en él. No tengo prisa,  pero si me gusta marcar un paso constante y continuado. Esta vez he descartado llevarme mi fiel radio como acompañante. No quiero oir música ni las noticias. Esta mañana  quiero escuchar otras cosas. El día promete. El sol se asoma bostezando, estirando sus rayos perezosamente de un extremo al otro del horizonte. Me hace feliz verlo así, tan dispuesto a abrazarnos con su calor maternal desde el primer instante. Alcanzo a un par de peregrinos, que ya debieron de salir desde La Pola de Siero antes  del amanecer. Van despacito, charlando y observando todo cuanto les rodea. Me alegro de verlos y de sentirme  partícipe de su entusiasmo y su odisea… Los saludo, les deseo buen camino, me corresponden, los sobrepaso y me voy alejando sin buscarlo. Según voy avanzando mi buen ánimo se va acrecentando. Me gusta caminar a esas horas , un domingo temprano, donde apenas hay tráfico, gente y ruído. Solo el buen humor de una brisa cantarina y los susurros y monólogos de aves e insectos y , cómo no, los ladridos enérgicos e intimidadores  de los perros defendiendo su patrimonio y su salario, rasgan el silencio. Son esas horas que no les pertenece ni a los trasnochadores ni a los que aún permanecen encerrados en sus casas, entre sábanas o humedeciendo las legañas. Son horas para respirar el aire limpio recién destilado, para absorber los aromas naturales de una tierra recién aseada, para observar los colores primitivos de un paisaje que se pasea desnudo…Son horas para el sosiego. Llego a la ciudad de Oviedo al cabo de dos horas. Me recibe en su lecho, con un ojo abierto y refunfuñando; no descansa lo que debiera,  pienso yo. Me niega el saludo pero no el paso,  y se da la vuelta.  Ya la espabilarán sus muchos moradores. Sigo mi camino por Ventanielles, La Tenderina…  asciendo las últimas rampas de un puerto no catalogado  y me planto a las puertas de la catedral. Nunca la había visto tan sola ni tan taciturna. Me acerco al pórtico, acaricio una de sus columnas y siento el ritmo lento de sus latidos. Aún duerme. No quiero  molestarla  y me alejo lentamente, no sin antes ladear la cabeza varias veces hasta contemplarla en toda su magnificencia.  Y cual es mi sorpresa  al oír la voz de una dama petrificada sobre una peana de bronce dándome los buenos días. Sin  tiempo para pensar, le contesto buenos dias , Doña Ana.  Antes de abandonar perplejo la plaza, observo  como un joven clérigo sale de una estrecha bocacalle, se acerca a la dama y, muy efusivamente, la abraza. Aturdido por tan extraña visión, con muchas dudas sobre si es realidad o es sueño, decido acercarme a la estación y dar por concluido mi periplo.
La ví en el centro del vestíbulo superior de la estación. Llevaba una enorme mochila, muy cargada, que le doblaba ligeramente la espalda, en la que perfectamente embutido se hacinaba todo su equipaje. Era joven, en torno a los treinta años, pelo rubio rizado , recogido en un improvisado moño. Unos centímetros más alta que yo y con algo más de embergadura. Unas gafas  con un discreto armazón metálico le confería un aire académico que no ocultaban un rostro pecoso , redondeado, de un blanco pálido, y unos ojos pequeños de un azul muy claro. Vestía una camiseta azul con un dibujo que reproducía la cara de alguien que no reconocí y unos pantalones  vaqueros cortos. Observé cómo miraba inquieta para todos los paneles, rótulos e indicadores buscando algún elemento identificativo y aclaratorio que la orientase. Se movía con movimientos tensos, rápidos e inseguros, sin concederse un segundo de sosiego.  Estaba seguro de que se trataba de una peregrina , no me cabía duda. Me acerqué a ella y le dije en un tono de voz alto:
-¿Eres peregrina?
No me contestó, ni siquiera ladeó su cara en mi dirección. Seguía a lo suyo, mirando con evidente ansiedad para todas partes,  sin precisar ni siquiera unos segundos un objetivo, menos en la que yo me encontraba. No sé si me ignoraba a propósito. Insistí:
-Por favor, ¿eres peregrina?
 Por fín se dignó, aunque creo que se vió obligada al cruzarme en su campo de visión, a mirarme. Le volví a preguntar por tercera vez:
-¿Peregrina?
Sin acercarse un milímetro, y, escrutándome con ojos amedrentados,  me contestó con una voz sin impulso y un español chapurreado que no hablaba nada nuestro idioma.
-¿ Camino Primitivo?- le pregunté para facilitarle una respuesta.
Inesperadamente cambió radicalmente el volumen de su voz , y todo el aire reprimido  se soltó en forma de grito:
-Primitivo, San Salvador, primitivo…Oviedo…
Acudí al lenguaje internacional de señas para hacerme entender  y darle a entender  que quería orientarla.  No sé que coño fue lo que dedujo de mi expresión, de mis gestos  y mis palabras, porque cuando emprendí la marcha hacia las escaleras y la indiqué que me siguiera, hace ademán de seguirme, de pronto se para en seco, se da media vuelta  y sale disparada hacia las escaleras de enfrente mascullando ofendida no sé qué. Reaccioné como un pobre imbécil cogido in fraganti en plena faena delictiva. Miré en torno mio,  con un repentino subidón de pulsaciones  y con la cara color tomate, para comprobar si alguien había presenciado la escena y estaba pendiente de mi. Si se hacían cargo del mal entendido o  no. En estos casos uno , no sé por qué maldita razón, siempre se teme que prevalezcan los más siniestros juicios populares: que te  acusen con el desprecio, o peor aún, que acudan a métodos lo suficientemente  expeditivos para inmovilizarte ( ya habrá tiempo para preguntar), por considerar que has ultrajado la inocencia o no sé qué de tan inofensiva muchacha . No ví a nadie interpretando ese papel, y los escasos viandantes  que circulaban por las inmediaciones se les veía muy centrados en sus particulares destinos y muy ajenos a mi omnipresencia. Sí me percaté de una cámara cercana situada en el ángulo superior de una columna. Cerré instintivamente los ojos en  un acto más de mi ridículo proceder, me dí la vuelta , encaucé los primeros peldaños de la escalera metalica y las bajé de dos en dos. No me sentí a salvo de mis miedos hasta que no me distancié, a paso veloz,  unos  trescientos metros de la estación. Por nada en el mundo en ese momento, ni en los que restaban del día, estaba dispuesto  a ofrecer mi ayuda a nadie, y menos aún, a nadie con una mochila a la espalda  y con cara de despistada.








6 comentarios :

  1. Lindismo relato, me ha encantado.
    Saludos!

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    Respuestas
    1. Anónimo17.7.16

      Muchísimas gracias. Con provocar una sonrisa o una agradable sensación me doy por satisfecho. Un abrazo

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  2. Respuestas
    1. Anónimo17.7.16

      Como siempre, GRACIAS, Berta. Espero que este blog no deje de caminar.Besos.

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  3. Caray Joaquin, que suerte tienes: Encontrarte en Oviedo, en plena calle con Ana Ozores y el Magistral. Al que madruga .... Como siempre muy bueno.

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  4. Me encantó Joaquín, y lo intuyo real. La desconfianza acecha el camino

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