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Camino Primitivo II:


                     EL CAMINO PRIMITIVO II

La lluvia, fiel acompañante desde el primer minuto de la peregrinación, se alejó durante la noche, dejando tras de sí un cielo pulcramente estrellado. El campamento amaneció circundado por una fina alfombra blanca rociada por gotitas de agua iluminada, que se iban evaporando según recibían el abrazo de un sol que volvía de un largo viaje.   El frío era demasiado intenso para esa época del año. Los centinelas permanecían en sus posiciones, ateridos y adormilados, custodiando un campamento en el que ya se oían los primeros estornudos, algunos bostezos y muchísimos lamentos. A un ritmo frenético se pasó del descanso al movimiento, del silencio al estruendo y de los sueños a la realidad de un día, que por lo acontecido, no prometía ni tranquilidad ni mucho menos  placeres ni significativos avances. Del rey solo se sabía lo que su médico comentaba en círculos muy privados, en los que a Agustino y al Leonés ya no se les permitía participar, desde el desgraciado incidente en que Victoriano, por su indomable atrevimiento, acabó confinado e incomunicado en un carro. Afortunadamente, para algunos casos, siempre hay un voluntario que a cambio de algo que considera de valor,  suelta  por su boca lo que por sus orejas entró con la condición de no ser divulgado. El Leonés, paciente conversador y de un gran espíritu conciliador, además de valerse de encantadoras palabras,  hizo uso de unas buenas lonchas de jamón para engatusar al famélico siervo personal del médico real. Según sus palabras, el rey seguía con sus delirios, creyéndose  elegido por el mismo Dios como un enviado divino para el histórico cometido de usurpar a los infieles sus tierras y sus bienes. Cuando el agotamiento lo dejaba sin fuerzas se quedaba de tal modo dormido que ni las más atronadoras tempestades eran capaces de despertarle. Pero se cree que su vida ya no corre peligro, aunque ahora lo que preocupa es saber que secuelas puedan quedarle. La Diva, compañera del Leones, mujer de mucho carácter  y de voz educada en la misma aula en la que practican los mismos coros celestiales, quiso iniciar la marcha acompañada por su amigo Josema,  armero de profesión y excelente cantor. Ambos levantaron la voz al unísono para recitar unos versos  y cantarlos luego.  Ángelo y Tita, esposa de mauro, maestro en una prestigiosa academia de Oviedo, se unieron al coro, animando por primera vez un cortejo que necesitaba de aires más placenteros para solventar una marcha abonada exclusivamente a los contratiempos y a las predicciones más agoreras. .  Los más cercanos a ellos empezaron a mover sus cuerpos al compás de unas voces que hacían vibrar al más petrificado  de los hombres.  La presencia del sol y la llegada del  calor animaron  a un cortejo necesitado de una suerte que se les negaba de manera sistemática. El decaimiento y el pesimismo fueron apartados, no se sabe por cuánto tiempo, dando la bienvenida a un ligero  optimismo y una moderada euforia. Incluso los soldados, que tenían órdenes de vigilar al grupo con riguroso celo, ante el temor de que se repitiese un acto de insumisión y rebeldía como el acontecido, se mostraban mucho más distendidos, llegando alguno de ellos a mover ligeramente sus caderas y sus pies al ritmo de las pegadizas melodías.


La subida  a San Juan De Aldeadespeñada se hizo larga y muy tortuosa.  El camino era en algunos tramos senderos donde solo se podía avanzar en fila de a uno, por lo que había que buscar caminos alternativos para que los carros pudieran avanzar. No siempre la avanzadilla, compuesta por miembros del grupo y por soldados, conseguía encontrarlos, por lo que había que tirar del ingenio para solventar semejantes contratiempos. Algunos tramos eran ensanchados,  retirando piedras y arbustos, incluso se acudía a la pólvora cuando los lindes rocosos así lo exigían. Emiliano Y Ballesteros, ganadero que presumía  de vender la mejor leche del reino, aprovechando el parón provocado por las voladuras, se rezagaron, simulando una supuesta torcedura en un tobillo de Emiliano, y fueron en busca del segundo grupo, que los seguía a una distancia prudencialmente establecida. No tardaron en dar con ellos. Habían acampado en una pradera recorrida por un reguero al amparo de una pequeña colina. El grupo había disminuido considerablemente el número de sus miembros. Israel informó a los enlaces que el desánimo los había fraccionado. Unos cuantos, entre los que se encontraban ex mensajeros del reino expulsados del cuerpo por difundir noticias falsas sobre el ardor guerrero del rey en los campos de batalla y sobre  sus supuestas noches de lujuria que nada tenían que ver con su reconocida castidad, y  que gracias al amparo de Calón, defensor de causas perdidas y penados a muerte, además de miembro del grupo caminamos, les fue conmutada la pena capital por un destierro a perpetuidad en la ciudad  portuaria de Girón,  eterna enemiga de Oviedo, desde los tiempos en que ambas rivalizaban por tener los mejores arqueros del reino. Nunca se supo y quizás nunca se sabrá de qué artimañas y argucias se dotó Calón para que el tribunal accediera a aceptarle su petición de perdón.  Los encausados se libraron de la horca pero no de la deuda impagable que desde ese momento los vinculó con su persuasivo  defensor… Como decíamos, unos cuantos, en concreto siete: El Mierense, Xuacu, Delvina , Malena, Gene, Pepín y Tere, por su cuenta y riesgo, desesperados por tanta espera, desatendiendo e ignorando los experimentados y sabios consejos que tanto Israel como su esposa, la dulce Raquel, les dieron  al respecto, decidieron marcharse, bordeando los senderos, para no tropezar con el cortejo real, ni con rufianes ni con cruentos caballeros,  camino de Compostela. En el grupo  solo quedaban una quincena de personas. La mitad de las cuales deseaban retornar a sus casas y continuar con sus negocios y con la tranquilidad de su vida diaria. Sus previsiones sobre el peregrinaje se habían visto frenadas por unas circunstancias imposibles de controlar y corregir. Además no estaban dispuestos a subyugarse a los lentos avances  y los interminables parones de la comitiva real. Para evitar que la desbandada afectase a más componentes del grupo,  Israel propuso que se reuniesen todos en asamblea, que cada cual expusiese sus puntos de vista y se elaborase un plan a seguir, con la condición de que fuera respetado y seguido por todos. Menos tres de los presentes, que habían adoptado la firme decisión de regresar, el resto, con desigual confianza y criterio, acataron la propuesta. Emiliano y Ballesteros partieron con el compromiso de volver al día siguiente  y conocer las decisiones tomadas. Con paso firme, sin exhibiciones atléticas, por el bien de Ballesteros, se alejaron cuesta arriba en busca de la polvareda que la pólvora siempre deja como estela. Cuando llegaron les sorprendió ver el tumulto que se había formado en torno a la carreta en la que Victoriano se hallaba confinado. Unos cuantos soldados rastreaban los alrededores airadamente en busca de algo o de alguien. Agustino y el resto de los miembros del grupo que aún permanecían en la comitiva, se encontraban rodeados por un círculo de soldados con sus respectivas espadas en posición de ataque apuntando hacia el corazón de cada uno de ellos. Emiliano y Ballesteros recelosos por tan insólita escena se ocultaron tras unas rocas. Indudableme algo grave había ocurrido y,  por lo que estaban observando, tenía que ver con sus compañeros y amigos que evidentemente estaban en serio peligro. Consideraron que lo más prudente era  permanecer sin moverse a la espera de que algún indicio, ya que la distancia les impedía oír sus voces, les aclarase o les orientase sobre lo que estaba sucediendo. Unas horas más tarde, al ponerse el cortejo en marcha, Agustino y su grupo, iban cerrando la comitiva, perceptiblemente abatidos, descendiendo por un sendero que por el ánimo que reinaba daba la impresión que conducía al mismo infierno. Pero fue a la ribera de un rio a donde en realidad conducía el camino. Entre pinos y robles, a la vera de unas aguas que recorrían inquietas su propia senda, bajo la mirada eterna de unas ramas vestidas con verdes prendas y con la cabeza inclinada en señal de reverencia, acamparon, cuando el sol ya se disponía a despedirse de un día marcado por la misteriosa desaparición de Victoriano, Ballesteros y Emiliano.


El ruido atronador de unas aguas que descendían con prisas, acompañó durante toda la noche a una comitiva entregada sin reservas a un sueño que la arropó solo muy brevemente. Los truenos  acentuaron  su frecuencia y la aparición de agua brava descargada desde un cielo con las compuertas abiertas, escoltada por un viento que arrastraba todo cuanto se encontraba,  inundó un campamento que se mecía sin control entre fantasmales árboles, que si bien frenaban el ímpetu con la que los objetos salían disparados, también los destrozaba con una violencia inusitada. La tormenta no se alargó mucho tiempo. El agua había arrastrado enseres, ropa y provisiones. El panorama no podía ser más desalentador. Esperaron en silencio a que las horas pasaran  mientras  recogían lo poco que se podía embalar y guardar en sus empapados macutos y sus enfangadas  carretas. Al amanecer, pudieron observar el verdadero alcance de la riada. El lodo lo cubría todo. Las carretas, incluida la que transportaba al monarca, tenían las ruedas medio hundidas.  Los caballos parecían estatuas de barro y  los hombres y mujeres personajes infernales de la endiablada comedia de Dante. Apenas sin comer y sin beber, estuvieron toda una jornada retirando el fango hasta que por fin consiguieron perfilar un camino que les sacara de aquel barrizal. Cruzaron un puente de gruesos y sólidos maderos y se adentraron en una pequeña aldea que, después de vivir aquel endemoniado episodio, jamás olvidarían su nombre. Orellana. Las pérdidas sustanciales forzaron a los responsables del séquito a reunir a los pocos campesinos del lugar para obligarles a que les aprovisionasen con los víveres y  los utensilios  necesarios para proseguir la marcha. Así se procedería en todas las aldeas que se cruzasen por el camino hasta el encuentro del santo sepulcro, destino ineludible fueran cual fuesen las circunstancias.


Emiliano y Ballesteros, asustados y hambrientos como estaban, volvieron sobre sus pasos para encontrarse de nuevo con el grupo rezagado. No tardaron en dar con él. Se hallaban acampados bajo el saliente de unas rocas, en donde se habían resguardado para protegerse del diluvio nocturno. Enseguida fueron informados de la situación que afectaba a sus compañeros, pero evidentemente no pudieron explicar el motivo. Las novedades los dividieron aún más. Aquellos que seguían manteniendo serias dudas sobre la conveniencia de seguir el camino,  se sirvieron de ellas para insistir en la necesidad de volver. Argumentaban que todos ellos eran conocidos como miembros del grupo caminamos. Si algún soldado los viese, serían inmediatamente arrestados. Israel aludió a los valores que desde su fundación habían inspirado al grupo. Debían contactar con los compañeros apresados, informarse de por qué estaban detenidos como si fueran rufianes y, cómo no,  intentar ayudarlos como su única misión con todos los medios a su alcance. Ya no les quedaba comida,  ni agua potable, ni fuerzas  ni ganas para seguir un camino que solo les estaba reportando dificultades y desgracias. Pero a pesar de que las circunstancias no podían ser más adversas, convinieron, por el alto sentido del compañerismo que siempre había presidido a cada componente del grupo, seguir hacia adelante  y liberar a sus amigos. Decisión refrendada por todos, incluso por los más escépticos. Cuando se hallaban inmersos en el debate sobre cómo debían de proceder, se oyeron las voces de un grupo que se acercaba. Ágilmente se ocultaron tras unos matos creyendo que podían ser soldados. Cuando el miedo estaba a punto de paralizarles piernas y brazos, reconocieron las voces inconfundibles de la cuadrilla de ex mensajeros que se había largado unos días antes. Cabizbajo y arrepentido el grupo sedicioso asumió que no había obrado como se esperaba de ellos y reconocieron, que después de verse acosados por una banda de salteadores de caminos que les habían sustraído todo lo que de valor llevaban, decidieron volver a Oviedo. Creían que el grupo se hallaba mucho más avanzado, que les extrañaba que apenas se hubieran movido del lugar desde el que se habían marchado. Israel les hizo participes de lo que sucedía y de las determinaciones que el grupo había adoptado.  Quisieron reconciliarse no metiendo la pata por segunda vez, aceptando seguir y acatar las decisiones tomadas, y en el caso de que se necesitase voluntarios para emprender alguna acción arriesgada se  contase con ellos. Israel les hizo saber que necesitaban urgentemente hacerse con ropas y comida. Hasta dar con un mercado, recurrirían a la generosidad de las gentes sencillas. Pobre gente, que por obligación o generosidad, no le queda otra que dar o compartir lo poco que tiene… Se acercaron al puente por el que se accede a Orellana, aprovechando la negrura de una noche sin luna. El Mierense y Ballesteros rastrearon el lugar buscando el lugar más adecuado para descansar. Una destartalada cabaña de pescadores fue lo único decente que encontraron. En ella se cobijaron y ultimaron un plan para contactar con alguno de sus amigos apresados, o bien con alguien del séquito dispuesto a dejarse seducir o comprar por unas monedas. Juzgaron que la segunda opción era la más plausible. Delvina, Malena y Gene  fueron las elegidas. Tenían que conseguir entrar en el campamento haciéndose pasar por campesinas, en edad de ofrecer, y sacarle información a cualquiera de los soldados. Debían actuar con la máxima cautela, abordarles individualmente  e interrogarles solo cuando se hallasen bajo el flujo cautivador de la dama. No hizo falta que se acicalaran con esmero, rezumaban belleza por donde se las mirara. Ataviadas con pañuelos perfumados que les cubrían el rostro y la cabeza, atravesaron la aldea buscando el resplandor de las antorchas. Avistado el campamento,  se acercaron  las tres juntas al soldado que hacía la guardia  a la entrada. Les dio el alto y las intimidó con su espada. Gene descubrió su rostro y con un guiño de ojo perfectamente modelado sacudió el fornido cuerpo del soldado. Este le sonrió apartando la espada. Le preguntó quiénes eran y qué querían. Gene le contestó que por aquellas tierras era muy difícil ver mozos con tan buena planta. El soldado no daba crédito a su buena suerte. Le dijo que  no podía dejar su puesto, que debía hacer guardia hasta el amanecer. Gene se insinuó más osadamente mostrando sus hombros. El soldado a pesar del intenso frío que reinaba sudaba visiblemente. Gene levantó muy lentamente el faldón hasta la altura de la rodilla. El soldado balbuceó más con gestos que con palabras, la cogió por la espalda y se la llevó en volandas a un rincón más allá de la claridad provocada por las llamas. Malena Y Delvina, perplejas y desconfiadas, retrocedieron silenciosamente buscando un lugar donde poder esperar ocultas a Gene. Cuando se estaban acomodando para sobrellevar la espera con paciencia, aparece sonriente una Gene pletórica que sin pararse les dice que ya tiene la información que necesitaban. Malena y Delvina se miraban incrédulas preguntándose cómo era posible si no había transcurrido más que unos minutos. La siguieron sin mediar palabras. Gene se reía mientras las guiaba a un lugar seguro en donde pudiese explicarles con qué arte le había sonsacado al pobre soldado la información requerida. A la orilla del rio, entre árboles que aleteaban sus brazos, se sentaron, una,  con la mirada picara de quien oculta pero está ansiosa de soltar un cotilleo de faldas, las otras dos, expectantes e impacientes por conocer de que  arte seductivo se había servido para que consiguiera en tan breve tiempo tan enorme cosecha. Gene por fin se decidió a hablar. El soldado la lanzó con una mano bruscamente sobre la hierba mientras con la otra se bajaba, trastabillándose, las mallas y los calzones. Ya en el suelo, con las piernas aprisionadas y con los brazos buscando un punto de apoyo para recobrar la posición y el resuello, sin poder gritar para no delatarse, me suplicó que le echase una mano. Yo me levanté  y se la eché. Pero se la eché a la entrepierna, retorciéndole con todas mis fuerzas a su señor y a sus dos escuderos, tapándole la boca con un trozo de madera. Nunca vi un tomate tan rojo como su rostro. Le obligué a que enlazara sus brazos bajo su cabeza para que quedaran inmovilizados.  Le aflojé las tuercas y le quité la madera conminándolo a que no gritara. Posó sus ojos coléricos sobre los míos y me susurró que qué quería. Le pregunté por qué se encontraban detenidos los miembros del grupo caminamos. Me contestó que no lo sabía. Le retorcí levemente el menguado señor que llevaba alojado y de su boca salió cuanto deseaba oír. Los acusaban de haber planeado la fuga del arrestado Victoriano. Que habían desaparecido dos miembros del grupo, a los que se creían ser los ejecutores del plan. Le pregunté, siempre con mi mano sobre su señorío, por si las moscas, que qué pensaban hacer con ellos. Me contestó que dependía de lo que el rey considerase cuando llegaran a su destino, a no ser que Victoriano y sus compinches se entregaran voluntariamente. En ese caso, se reconsiderarían los hechos. Satisfecha mi curiosidad, le volví a meter la astilla de madera en su boca y le retorcí con ganas el bultito que apenas asomaba sobre su bajo vientre. Le advertí que mucho cuidado con denunciarla o vengarse con los arrestados. Le dejé bien claro que él era el primer interesado en silenciar cuanto allí había pasado. Le desbloqueé la boca, le liberé los brazos y dejé que su señor y su séquito recuperasen el decoro. Las carcajadas  se apoderaron de sus dos oyentes. La abrazaron y la felicitaron por su valentía y arrestos. Se rieron hasta que el viento quiso llevarse las risas hacia otros senderos, vetados para los que carecen de bondades y sueños… Nadie en la cabaña pudo reprimir las risas, a pesar de las adversas condiciones en las que se hallaban, al oír la prodigiosa narración de cuanto había sucedido. Conocidas las causas del cautiverio encubierto de sus compañeros, estaba claro que tanto Emiliano como Ballesteros, mientras no se supiera el paradero de Victoriano, debían de tener el máximo cuidado de no dejarse apresar por los soldados. Estaban cansados, el sueño les vencía. Era preciso descansar para estar bien despejado y pensar con claridad. Sorteados los turnos de guardia, los afortunados se echaron sobre el blando suelo esperando que nada les desvelase e interrumpiese su huida hacia caminos más placenteros…


Con un cielo azul recortado por caprichosas nubes blancas que modificaban sus formas al compás de una supuesta melodía  entonada por cantores que las habitan, se encontró Victoriano, al despertarse, en un descampado de un pinar encaramado en la ladera de un monte. Las estuvo mirando un largo rato. Quiso desperezarse,  pero sus  brazos y sus piernas no respondían. Quiso serenarse y esperó a que a sus miembros entumecidos les llegase  la sangre. Un leve hormigueo que se iba extendiendo lentamente por sus extremidades se las fue activando hasta que por fin  estuvo en condiciones de incorporarse. Le costó mil blasfemias y mucho esfuerzo. Tardó en coordinar sus movimientos y su pensamiento. No tenía ni idea de en dónde se  encontraba. Desde que El Leonés lo había liberado no había dejado de correr y trepar. Cuando sus fuerzas le abandonaron, deambuló como un cadáver en pos de su sepultura, hasta encontrar el  protegido pinar, en donde pudo por fin descansar. Exploró sus alrededores en busca de algún sendero que le indicara un camino a seguir, pero solo encontró una hermandad de pinos cuyos troncos se ocultaban tras una abundante y elevada maleza. De pronto se tensó al oír el ruido de unas pisadas cercanas. Pensó que posiblemente fuera un animal salvaje que se hubiese percatado de su presencia a través de su desarrollado olfato. Reculó con un movimiento brusco buscando una posición ventajosa por si era atacado, tropezando con una piedra escondida tras unos arbustos. Se desequilibró de tal manera que su cabeza y su espalda  fueron a parar de lleno sobre un tronco que agonizaba sin esperanza .Y allí se quedó nuestro antihéroe, desprotegido e inconsciente, preparado y servido para ser devorado por el primer animal que se acercase a saludarlo.


El relinche de los caballos, el traqueteo de las carretas y las voces imperativas que se cruzaban, anunciaban que el séquito  se despedía de Orellana. Ni un solo lugareño se acercó para desearles buen viaje. La visita solo les obsequió más miseria y hambre. Un monte con más rocas que hierva les recibió un  poco más allá de un lugar en el que un buen número de piedras de cantera se apilaban en formación de montículos de tez blanca, quizás con la idea de levantar en un futuro, ni siquiera imaginado,  un monasterio , convento  u otra obra  que le diera renombre a la zona. Nuevas voladuras polvorearon la transparente atmósfera,  enturbiando un paisaje que se había despertado dispuesto a desplegar su impresionante abanico de colores y su fascinante gama  de voces  susurradas  o exclamadas por un sinfín  de aves  parlanchinas y cantoras. Las maltrechas carretas ascendían a golpe de látigo. Los caballos relinchaban con cada golpe recibido, expandiendo la onda de  dolor por cada rincón del valle, mancillando la mañana, mancillando la vida. La servidumbre, agotada por los continuos esfuerzos a los que se veía sometida y  con evidentes visos de malnutrición, apenas podía ejecutar las órdenes. Algunos, exhaustos y rendidos, sin importarles  o resignados a las correspondientes e ineludibles represalias, intentaban escapar o bien se sentaban o se echaban  sin más. A más de uno  no hizo falta espabilarlo  ni con zarandeos, ni con voces, ni con látigos. Una triste y maternal fosa  los alojaría para su eterno descanso. Los más fuertes empujaban las carretas que una y otra vez se trastabillaban o perdían alguna de sus desgastadas ruedas y recogían los trozos de roca que las voladuras iban diseminando por el camino. Agustino y los suyos,  rebajados de cualquier obligación cuando los trabajos alcanzaban un grado de esfuerzo abusivo,  porque así lo decidió el consejo real, no ocultaban su desprecio hacia cualquier práctica inhumana ejercida sobre cualquier hombre, sea cual fuera su estatus y condición. El menor descuido de la guardia que los custodiaba se aprovechaba para ayudar, proveyéndoles de agua y alimento y ánimos, a los más accesibles y necesitados, recibiendo alguna amonestación o algún golpe cuando eran descubiertos. Carmela fue amenazada con ser incomunicada en una de las carretas  si seguía socorriendo a la servidumbre. El Leonés fue golpeado en repetidas veces, hasta el punto de ser amenazado de muerte por un capitán sin escrúpulos. Josema les lanzaba llamaradas de insultos que los soldados recibían con aplomo pero con rostros coléricos. La Diva les cantaba coplas satíricas sobre la dudosa procedencia de cada uno de ellos. Ángelo hacía chistes sobre la afamada reputación de los eunucos del ejército. Todos de un modo u otro expresaban su descontento, su repulsa, al cúmulo de despropósitos que estaba minando el solemne objetivo que les había hecho partir de la ciudad de Oviedo. Agustino era un mar de nervios. Representaba al grupo y tenía que velar porque las buenas maneras se impusieran. Pero entendía que la situación rallaba lo inhumanamente grotesco, por lo que comprendía y toleraba de mala gana  las réplicas más o menos comedidas de sus compañeros, aún así  les suplicaba moderación y prudencia. Los recursos del grupo caminamos eran muy escasos, pero al estar eximidos de cualquier labor, excepto la de asumir su condición de arrestados, necesitaban poco como sustento. No entendían por qué se tenía aquella deferencia hacia ellos, con qué propósito el consejo les inculpaba pero a la par los protegía. Si el Rey seguía convaleciente y al margen de cuanto sucedía, no era decisión suya. ¿O les estaban ocultando la verdad, y el rey, muy mejorado, estaba   más pendiente de la realidad que de sus sueños?  Las  incertidumbres que apremiaban al grupo exigían una rápida respuesta. Agustino solicitó una audiencia privada con el consejero real o con el mismo rey, si este se hallaba en situación de atenderlo. El mensajero le contestó que no estaban en disposición de exigir nada, que no obstante trasladaría su petición al consejo.  La comitiva se puso en marcha. Alcanzada la cima, un miembro del clero, consejero espiritual del monarca, ordenó que se clavase una gran cruz que conmemorase tan señalada fecha, en la que se esculpiese la leyenda: “Por esta cumbre  de inigualable belleza, el primer peregrino, Don Alfonso II, descalzo y de rodillas, pasó camino de Compostela, al encuentro del sepulcro de Santiago  Apóstol “. No se sabe el tiempo que permaneció en pié dicha cruz, pero si hay constancia que siglos después, sobre ese mismo lugar, se levantó un santuario dedicado a La virgen Del fresno. 


El grupo rezagado  había contactado con vecinos de Orellana en una posada de nombre La Grana. Les compraron unas pocas prendas muy usadas, unos cuantos víveres, lo justo para calmar el hambre, y unos pellejos de vino. Israel detectó el resentimiento que albergaban. Los campesinos les informaron del expolio del que habían sido víctimas. El invierno se acercaba y sus recursos, los pocos que tenían almacenados, se los habían llevado los soldados. Israel les hizo participes de su situación y la de sus amigos. Algunos de los más jóvenes lugareños se ofrecieron a llevarles hasta donde la comitiva real se hallase por un camino alternativo desde el que podrían acecharles sin ser vistos. El grupo se entretuvo un buen tiempo conociendo el lugar, fraternizando con unas sencillas gentes dedicadas a su trabajo desde el amanecer hasta que el sol cierra sus ojos y se duerme.


Victoriano se despertó cuando ya no le quedaban fuerzas para seguir con los ojos cerrados. Ese mismo cielo, pulcro y materno, que  lo acunó cuando agotado se echó sobre el verde y suave descampado, fue el que apareció para espabilarle cuando sus ojos se adaptaron a regaña dientes a la brillante luz que iluminaba el rostro de un infiel que lo miraba sin pestañear enfrente. Se levantó de un salto y su primera reacción fue la de echar a correr monte abajo, pero ni sus fuerzas ni sus piernas estaban para carreras, y menos entre árboles y piedras. Su cabeza y su espalda doloridas como estaban, reclamaban a gritos que de nuevo se echara y descansara, pero el horno no estaba para bollos. Ambos se retaron con la mirada, hasta que el infiel de tez morena lo saludó con un gesto de manos. Victoriano, impertérrito, como tallo apresado, no respondió a la invitación, permaneciendo callado y esperando vaya a saber uno qué milagro. El infiel le sonrió y, mientras le hablaba en un lenguaje del que no entendía nada, se iba acercando muy lentamente. Victoriano no retrocedió. Balbuceó y resopló, queriendo articular algunas palabras que por lo visto se habían quedado ancladas en su garganta. El infiel, ya sobre él, le abrazó  y le besó en ambas mejillas. Victoriano, poseído por la fuerza de mil salsones, de un empujón lo derrumbó, y de su boca salieron disparadas un millón de palabrotas que se caían al suelo por falta de viento que las mantuviera vivas un tiempo. El infiel, desde el suelo, se dirigió de nuevo a él en un lenguaje que Victoriano entendió desde el primer momento. Era el suyo.  Mi nombre es Abban. No soy ningún guerrero, ni ladrón, ni pretendo molestarte. Fui  maestro en un territorio muy al sur del que nos encontramos. Fui apresado por un caballero templario, que al cabo de un tiempo se convirtió en alumno mío. Mis enseñanzas le hicieron ver la vida de un modo muy distinto a como él la veía. Ahora vive como un campesino más muy cerca de aquí, en un lugar llamado Casarraposina. Yo le ayudo como un hombre libre en sus tareas e imparto clases a todos aquellos que tienen la curiosidad de saber. Abban le hablaba muy despacio y con mucha calma, intentando apaciguar el  espíritu volcánico de aquel hombre que seguía mirándole con los ojos asustados de quien no conoce y teme. Yo me llamo Victoriano, le contestó sin creérselo nuestro hombre. No sé si es verdad lo que me dices, pero voy a confiar en ti. Aunque más que un seguro de vida eres un seguro de muerte.  Si alguien me descubre a tu lado, ambos seremos apresados y ahorcados. Necesito saber en dónde estoy. Mira que trazas llevo. Necesito ropa, calzado y alimento. No te preocupes, le dijo Abban, por aquí todo el mundo me conoce. Ven conmigo. Te alojaremos en la casa de mi amigo y hermano Don Manrique. Allí podrás estar el tiempo que necesites para que puedas proseguir con fuerzas tu camino. Victoriano, con la desconfianza como bandera, le siguió a su pesar, abandonándose al azar y a las intenciones de Abban, fueran las que fueran.


El descenso de las carretas por aquel tramo tan prolongado y tan pronunciadamente caído fue una labor muy laboriosa. A los caballos había que sujetarlos para que no se desbocaran sobre aquel suelo agrietado por multitud de regueros que descendían bravamente hacia uno de los muchos recodos que aún restaban hasta nivelarse el camino. El carro que transportaba al monarca, situado en el centro de la comitiva, al igual que el carro que le precedía como el que le seguía, ambos alojados por los altos dignatarios de la corte que por deseo de Don Alfonso habrían de ser testigos de su peregrinaje, eran los únicos que aún mantenían su fuselaje en perfecto estado. Sus ocupantes, protegidos por unas lonas de faustuosas telas impermeables estampadas con símbolos alusivos al reino de Asturias, siempre que la adversidad  lo aconsejaba, se encerraban  a cal y canto. El resto de la caravana  era como ciudad asediada, con edificios sufriendo heridas de desigual alcance. Al final de la tarde,  con el sol lanzando sus postreros rayos, el camino amansó sus tramos. A la vera de un riachuelo que tranquilamente seguía su sendero, la comitiva, exhausta de tanto guerrear con una naturaleza que se resistía a ser domada, buscó un más que merecido descanso.


El mismo mensajero que había recibido el encargo de hacerle llegar al consejero real la petición de Agustino, se acercó a él cuando estaban a punto de echarse a dormir. Le habló a solas, comunicándole que por el momento no habría audiencia ni explicaciones. Que cuando el rey se restableciera del todo, él mismo se encargaría de aventurarles el futuro que les espera. Finalizó su comunicado recordándoles, que si voluntariamente delataban al responsable o responsables de la fuga del detenido, el resto quedaría libre de acusación alguna. Esas habían sido las palabras textuales  del consejero real. Acto seguido, sin darle opción a que Agustino pudiera decir algo, se marchó con paso firme. El grupo fue informado. Moisés, antiguo recaudador de impuestos y actualmente un acaudalado comerciante, que se distinguía entre otras gracias por sus elegantes vestimentas, sugirió que era menester escaparse. Manifestó su creencia de que el rey y sus acólitos iban a infringirles un castigo ejemplar. Victoriano se había reído públicamente del monarca, había puesto en entredicho su afamada castidad y su caprichoso modo de obrar y condicionar el trayecto a Compostela. Es un hombre muerto si lo apresan. Aunque llegase a sus oídos que la suerte del grupo depende de su voluntad, dudo sinceramente que ponga en más valor nuestra vida que la suya. El Leonés,  que lo escuchaba sin pestañear, le respondió que él no dudaba de la respuesta de Victoriano. En el Grupo Caminamos el conjunto está por encima del individuo, y todos los que lo conformamos nos hemos comprometido a acatarlo.  Pero no se trata de valorar cuál de nuestras vidas vale más, sino de protegerlas y salvarlas todas, por lo que coincidió con Moisés en la necesidad de buscar la manera de escapar. Llaca, hermana de Calón,  modelo de pintores y musa de trovadores, que suspiraba con cada mirada de Moisés, se sumó encarecidamente a la propuesta de su amado. Todos opinaron. La inmensa mayoría coincidían con Moisés. Casi nadie se sentía esperanzado con que todo aquel periplo acabase con un buen desenlace. Agustino, que los había escuchado uno a uno sosegada y pacientemente, les invitó a que reflexionaran sobre las consecuencias de una huida individual o colectiva. Tendrían que abandonar de por vida su ciudad, sus negocios y a sus familias. Irse lejos para no regresar jamás;  y con el temor, mientras vivieran, a ser reconocidos y delatados, o perseguidos por mercenarios o por soldados. El rey no nos perdonaría  jamás semejante humillación. Emplearía todos sus medíos y acudiría a todos sus aliados  para no darnos tregua ni descanso. ¿Os habéis preguntado qué pasaría con nuestras familias?  Probablemente  las maltratarían en el mejor de los casos, utilizándolas como moneda de cambio, o las convertirían en servidumbre para los trabajos de mayor fatiga,  o las condenarían  a purgar sus supuestos pecados de por vida en la mazmorras del reino. Incluso no descartar que el propio rey o alguno de sus consejeros, decida torturarlos  públicamente o ahorcarlos  sin más. Ya sé que pesa sobre nosotros una acusación que nos puede acarrear la muerte.  Pero no podemos asegurarlo. Caben otras opciones y el tiempo juega a nuestro favor. La peregrinación avanza, afortunadamente,  muy lentamente. Tenemos que actuar con mucha astucia, paciencia  e inteligencia. El enemigo está ahí afuera. Que nunca encuentre un aliado aquí dentro. Pensemos en todo esto, pero antes descansemos. Todos asintieron. Tiempo habría para retomar el asunto e ir decidiendo…


El grupo de Israel observaba, desde la cima de una loma bien parapetada por ramas con hojas de gran tamaño, el movimiento de los soldados que vigilaban los alrededores y el interior del campamento. Todavía no tenían ningún plan elaborado, pero cualquier plan pasaba por conocer los hábitos de la guardia en su tarea de vigilancia.  Un mozo que les acompañaba desde Orellana, de nombre Miguel,  y con el sobrenombre El Campanu, conocido por su gran valor y por su maestría en el arte de la pesca, les recomendó que no hicieran nada hasta que llegaran  a Valdesalas, una aldea cercana,  en donde  los más afamados trovadores y cantores del reino se citan todos los años en torno al perímetro de una elevada y noble  torre. Hay dos posadas que están abiertas hasta bien entrada la noche. No sería de extrañar que una buena parte de la guarnición acabase bajo los efectos sedantes del vino. Una inmejorable oportunidad. Yo tengo un amigo que es hijo de uno de los posaderos. Me ofreceré a echarles una mano. Ya me encargaré de que beban todo el vino que sus panzas sean capaces de contener. Israel, que por su condición de trovador ya conocía la aldea, ya que en ella durante varios años narró las gestas más memorables de caballeros legendarios, consideró viable la propuesta del perspicaz joven. Se fueron a dormir unas pocas horas. Con las primeras luces del alba emprenderían su marcha hacia Valdesalas.


Don Manrique, un hospitalario campesino, que renunció a su fortuna,  pero no a su Don por ser un matrimonio indisoluble, recibió a Abban  y al desconocido que lo acompañaba, con sincera satisfacción. Se acercó,  después de las presentaciones, a Victoriano, abriendo sus amplios brazos, abrazándolo y besándolo tal como Abban lo había saludado en su momento. En esta ocasión Victoriano no reaccionó. Se mantuvo impasible; se dejó besar y acaramelar por áquel sujeto de cuerpo fornido, estatura elevada y semblante guerrero. Victoriano chapurreó lo que parecía un saludo  y pidió permiso para sentarse. Estás en tu casa, le contestó el campesino, puedes disponer de ella como quieras. Victoriano agradecido se sentó, y sin esperar a que le preguntase quién era, empezó a soltar por aquella boca los hechos más relevantes de su reciente historia, sincerándose, sin saber por qué, con aquellas dos extrañas personas. Al acabar el relato, Abban se dirigió a una estancia adosada y se oyó como cuchicheaba. Una hermosa mujer vestida con una inmaculada túnica blanca, salió de la estancia portando una bandeja con comida y agua. Se acercó a Victoriano, posó la bandeja sobre una mesa y se marchó sin pronunciar palabra. Victoriano se sintió sacudido por una fuerza mayor a la de cien mil volcanes juntos en época de erupción. Ni comió ni bebió. Don Manrique Y Abban, sonriendo, le animaron a que repusiese sus fuerzas; falta le harían si quería conquistar territorios solo posibles de alcanzar con la fuerza de un cuerpo sano y un noble corazón. Victoriano devoró hasta la última miga, rogándoles que la hermosa dama le trajera una segunda bandeja para calmar del todo su insaciable apetito. Las sonrisas se convirtieron en carcajadas, a las que hasta ahora un tímido Victoriano se sumó con descaro…


A una hora de camino, la comitiva hacía su entrada por una concurrida calle de la aldea de Valdesalas. El bibliotecario, un joven de lengua espabilada  y gran conocedor de la historia de los antepasados del monarca y del clero del reino, se erigió en representante de la élite local, agasajando a los ilustres visitantes con vítores coreados por campesinos, manufactureros y comerciantes. El grueso del cortejo acampó a la orilla de río Naya, en un recinto amurallado en donde habitualmente se disputaban competiciones a caballo. El rey y sus más cercanos colaboradores fueron alojados en los aposentos anexos a la biblioteca. El monarca fue conducido hacia su habitación sin que ningún miembro reseñable de la aldea pudiera verle. El consejero real se excusó alegando su débil estado y la urgente necesidad de reposo. Mientras tanto, en la posada de Pachu se ultimaban los preparativos para una noche que se presumía iba a ser larga y festiva. Miguel se encargó de rellenar algunas de las  barricas con un buen vino, al que le añadió unos polvos, con la complicidad del posadero y su hijo. Ballesteros, que conocía perfectamente la aldea y sus alrededores, en ella había nacido, se había criado y casado (con una joven galana dedicada a la enseñanza de las ciencias exactas), contactó, caracterizado como un monje huraño con la mente descarriada, con primos y amigos de sus lejanas correrías. Quedaron en verse en la posada de Pachu una hora más tarde.


 Los componentes del grupo, que se hallaban bajo la vigilancia de un reducido número de soldados, cenaban, cabizbajos, un pan con salpicaduras mohosas y unas lonchas de jamón añejo. La Diva canturreaba una triste cancioncilla de amores entre dos jóvenes de familias enfrentadas. Josema, no quiso acompañarla. Prefirió observar la onírica fisonomía de un sinfín de estrellas que acampaban libres y centelleantes, alojadas en un cielo que oscurecía  su fondo para realzarlas en su infinita y delirante belleza. El Leonés, ensimismado, se sentía responsable  del confinamiento al que se veían aventurados y se preguntaba si no se equivocó al ayudar a Victoriano a escapar. Aunque, él lo sabía, la respuesta a su duda estaba escrita en su corazón desde el principio de su vida. Agustino, añoraba los tiempos en los que, acompañado por su querida Consuelo y su amiga Petra, hacía sus pinitos como explorador de caminos, abriendo rutas hasta entonces desconocidas. Carmela maldecía para sus adentros la mala suerte con el que el azar les había obsequiado. Miraba a Ángelo, buscando una respuesta a su desánimo. Con su don natural para sacarle una sonrisa a la vida cuando a esta le da por clavarnos espinas, se acercó a ella, le habló al oído, y algo muy gracioso tuvo que contarle, porque ella no pudo reprimir una sonora carcajada, que rompió el silencio y las circunspectas reflexiones.


Victoriano, resoplaba suavemente, sobre un lecho de seca paja, mientras soñaba con una dama de menudas proporciones y ojos de verde mirada… 






7 comentarios :

  1. Fenomenal, Joaquín. El "Leones" está encantado con esta fantástica e imaginaria historia. Gracias

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  2. Joaquin, seguimos con interés esta saga del rey Alfonso camino de Santiago. A mi me pareció verlo con su séquito, oculto entre la niebla, en las dos etapas que hasta ahora hemos hecho el grupo Caminamos. ¿Viaja de nuevo acompañando a nuestro grupo y utiliza la niebla para ocultarse?

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  3. Joaquín me encanta tu forma de describir a los protagonistas,son un auténtico retrato. También el poder que tienes de trasladarme al medievo.

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  4. ¡Estupendo Novechento! Estoy segura que esas maravillosas voces de la Diva y Josema sacarán a este grupo de mas de un apuro.Eres tan bueno presentándonos a los personajes que los identifico rapidísimo,bueno el de Mieres no sé quien es ,quizás yo no le conozca.Sigue así campeón.

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  5. Hola Joaquín,estoy comprobando que no se ha quedado grabado todo lo que he escrito sobre tus poesías y sobre tu relato,pero he de decir que me han conmovido y entretenido.Ya te lo comentaré el sábado.

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    1. Si se grabó,pero cuando borré los duplicados,lo eliminè yo, lo siento.Te quería comentar que lo repitieras pero te has adelantado,gracias

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  6. Anónimo16.11.16

    Gracias por vuestros comentarios. Pretende ser un relato doméstico, de andar por casa. Si despierta alguna sonrisa y promueve alguna reflexión, merece la pena continuar.

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