Desde ese observatorio desde el que la luna nos observa las
noches en el que el cielo se desprende de su velo, este narrador vio como las
escasas calles de Valdesalas, habitualmente desiertas, se poblaban de gentes
vestidas de gala para festejar la visita del más ilustre y venerado habitante del reino, su monarca, Don Alfonso
II El Casto. Pocos quedaron en sus casas, solo aquellos que antes de que la
madrugada aparezca tras sus ventanas han de estar aseados, desayunados y
vestidos para comenzar una jornada de luna a luna de duro y mísero trabajo. Aún
así más de uno de estos afanosos campesinos renunció a su sueño y se mezcló con
los más disolutos vecinos buscando unas horas de alegría y olvido. Entre unos y
otros vistieron las sombras de colores y
con sus voces silenciaron las nanas que cada noche despierta los bostezos de
quien las escucha cada vez más lejanas. Un buen número de lugareños y gentes
venidas de las aldeas más cercanas, se agolpó en la plaza en la que se ubicaban
las estancias en donde pernoctaba el rey y sus más allegados colaboradores. El
edificio se hallaba rodeado por una guarnición de soldados adecuadamente
pertrechados en posición intimidatoria para que ningún espabilado o exaltado
osara acercarse. Nadie que representase al monarca se dignó a salir, saludar y
explicarle a la muchedumbre que esperaba por qué el rey
desde su llegada permanece oculto sin dar señales de vida, contrariando
a un pueblo que confiaba en su afamada cortesía. Transcurrido un tiempo, que se
hizo excesivamente largo y finalmente estéril,
la plaza fue paulatinamente desalojándose hasta quedar dormida, solo
velada por algún incondicional que aún mantenía la lejana esperanza de ver al
monarca.
En la posada de Pachu no cabía un alma más. De pequeñas
dimensiones como era, hubo que acondicionar un cuarto que solo se usaba en contados días del
año, para dar cobijo a tantos vecinos
que, como en los mejores días de fiesta, atiborraban el local y las calles de
Valdesalas. Las barricas se vaciaban más
deprisa que se llenaban. Los cánticos y las conversaciones se cruzaban en un
espacio en vías de explosionar si no se amortiguaban las ganas de alejar en una
noche todos los endiablados fantasmas que surcan habitualmente la vida de las
gentes sencillas. Algunos, beodos como estaban, gritaban y empujaban sin
importarles las molestias que causaban. Pachu y su hijo, por mucho que lo
sintiesen, se vieron obligados a echar sin contemplaciones a más de uno que
llegó a las manos para argumentar sus razones en debates acalorados y de singular transcendencia. Sin embargo la noche estaba
transcurriendo dentro de los cauces normales, no hay que alarmarse, a los que
estaban habituados el posadero y los vecinos en las noches de algarabía,
precedidas normalmente por días de competiciones o recitales de trovadores, en
los que recibían la visita de forasteros provenientes de todos los rincones de
las tierras conocidas. En un momento en el que tanto el posadero como su hijo
se vieron desbordados y superados por un sinfín de pedidos, entraron una docena
de soldados con sus espadas envainadas y sus cascos en las manos, vociferando
que tenían la sed de quien se ha pasado una condena sin beber y las mismas ganas de juerga de quien ha batallado en cien
guerras sin tregua. Con modales bruscos e intimidatorios abrieron un pasillo de
holgadas dimensiones hasta la misma barra de la posada, desalojando sin
miramientos a quienes se resistían a perder su ubicación o a quienes se
atravesaban sin más, movidos por la presión de una multitud agolpada y por el
vino que fluía danzante por sus vasos sanguíneos…Muchos lugareños fueron
arrastrados hasta la calle y otros amenazados si no se marchaban pacífica y
voluntariamente. Los parientes y amigos de Miguel, aguardaban en una esquina,
manteniéndose prudentemente ajenos a los episodios vandálicos capitaneados por
la soberbia de unos soldados que se sentían fuertes por ser muchos y estar muy
bien equipados. Si el plan previsto fallaba, acudirían a sus más elementales
armas, la fuerza de sus brazos y su coraje, para noquear a los soldados.
Rezaban para que el vino les eximiese de tan heroica proeza. Miguel, en la
trastienda, terminaba de apilar las barricas de vino adulteradas con polvos
sedantes en una carretilla. Aparecieron nuevos soldados, con idénticos modales,
por una puerta que no le quedaba otra que permanecer abierta. Los soldados
reclamaban vino a raudales con gritos y risas y manotazos que astillaban la endeble superficie de una vetusta barra
engordada por los años y por los litros de líquido absorbidos. Miguel, el
posadero y su hijo, fueron colocando las barricas al alcance de los sedientos
soldados, que ávidos recogían su contenido introduciendo sus vasos con una fuerza
proporcional a la de sus musculosos brazos, sin importarles que la mayor parte
de vino se derramara por el camino. La posada se fue despojando de lugareños,
solo quedaban un nutrido grupo de soldados y unos cuantos paisanos que
charlaban discretamente entre ellos. Según se iban vaciando las barricas se iba
amortiguando la euforia. Los soldados fueron aplacando sus modales y la fuerza
de sus cánticos. Fueron cayendo uno a uno sobre un suelo encharcado, turbio y
maloliente. Los paisanos que aún quedaban y que presenciaron el derrumbe incruento de los
adiestrados guerreros en el arte de la fanfarronería con el regocijo propio de
quien ve vengada su herida, los cogieron y arrastraron hasta un barrizal a la
ribera del rio. Allí se quedarían, arropados por el frío, por el cántico monótono del agua que
arrullaba sus oídos y por los embriagados sueños que recorren sus cabezas
empapados por un buen y somnífero vino.
La noche, con sus oscuros brazos, acunaba un campamento que
yacía adormilado. Con un ojo abierto y otro cerrado la mayor parte de sus
integrantes combatían unas horas que se desplazaban muy lentamente. Agustino se
levantó varias veces. Generalmente dormía muy poco y en las actuales circunstancias,
se acurrucaba al abrigo del siempre atento insomnio. En su último desvelo se percató
de que solo tres soldados hacían la guardia. Nadie custodiaba las tiendas en
donde su grupo descansaba. Cosa rara. Se arriesgó a dar una vuelta
parapetándose tras los árboles y sus sospechas quedaron contrastadas. Cuando
iba a dar la vuelta, oyó un ruido. Se lanzó sobre la hierba humedecida. Se
arrastró hasta conseguir ver qué sucedía.
Dos soldados yacían inconscientes y un tercero corría despavorido en
busca de ayuda clamando insultos contra los miembros del grupo caminamos,
perseguido por tres personas con capucha. Unos minutos después Agustino, que
había vuelto amilanado a su tienda, y sus compañeros, que alertados por él se
habían puesto rápidamente en pié, recibieron la visita de El Mierense, Ismael y
Miguel. Estos, exhaustos y nerviosos, les pusieron al tanto de cuanto había
ocurrido y de que Ismael había sido reconocido por el soldado que consiguió
escapar. He aquí un claro ejemplo de cómo en un minuto todo un castillo puede
derrumbarse y como una vida variar el rumbo de su destino. Agustino les miró
con una cara que auguraba la llegada de un seísmo. Se enfrentó a ellos,
acusándoles de haberlo estropeado todo. Ahora sí que estaban perdidos, las
pocas esperanzas que aún mantenían vivas que el rey se mostrara indulgente se
habían ido literalmente al traste. El tiempo apremiaba. Urgía que se dieran
prisa en recoger sus cosas. Debían marcharse y alejarse. Tenían muy poco tiempo
de margen para consumar la huida, cada minuto era muy importante. No les
quedaba más alternativa que huir de por vida. Echó por aquella boca tal cantidad
de palabrotas que El Leones Y Moisés lo tuvieron que agarrar y tapar la boca.
Cuando dejó de revoletear le soltaron con cautela, temerosos de que un nuevo
ataque de cólera le encendiera nuevas y airadas protestas. Más calmado y
comedido, pero resignado y visiblemente decaído, les dijo que agarraran sus
cosas, que espabilaran, que solo Dios
sabe lo que les espera, con unos ojos inflamados y humedecidos por unas
lágrimas que se deslizaban sin obstáculos y sin prisas por sus enrojecidas
mejillas. Llaca lo atrajo hacia ella y lo abrazó con todas sus fuerzas. Los
insectos, de sensible cuerpo y sentimientos, enmudecieron como señal de
respeto. Salieron en silencio, perdiéndose por un camino sin retorno que
conducía hacia un doloroso y forzoso
destierro…
A media mañana Abban despertó a Victoriano que, enroscado y
cubierto por una fina manta, le miró contrariado. El bello sueño que le
acompañó durante toda la noche se desvaneció de repente, y con él la hermosa
dama que desesperadamente le reclamaba ser amada. Quiso retenerlo y depositarlo
en su memoria y en sus entrañas, pero fue diluyéndose como el agua en la boca
de un sediento. La realidad es así de desconsiderada Por fin tomó conciencia de que quien le miraba
era Abban y que se hallaba en la casa de Don Manrique, y por ende recordó que
la dama de sus sueños era la joven que la noche anterior le había acercado una
bandeja con agua y comida. Se puso de pie de un salto, saludo muy efusivamente
a Abban, que le respondió con sus acostumbrados besos, y le insinuó que su estómago le pedía a
gritos un buen desayuno. Abban le sonrió y le condujo a la estancia principal
de la casa. En la mesa esperaba un cuenco rebosante de leche, un buen trozo de
queso y media hogaza de pan. Victoriano, que ardía en deseos de conocer el
paradero y la identidad de quien había sido la musa de sus sueños, le preguntó
por la hermosa muchacha. Abban tardó en contestarle, quería ver en su mirada
hasta qué punto se había prendado de su hermana. Cuando creyó saber lo que
buscaba, le contestó que estaba dando clases de baile a las dos hijas de un
acaudalado señor, médico de profesión, vecino de Casarraposina. Victoriano iba
a seguir con su interrogatorio, cuando de pronto Don Manrique abre la puerta, los mira con ojos
serios, se sienta con el rostro cansado y les pone al tanto de cuanto había
oído. Parece ser, empezó su perorata, que el rey se encuentra alojado en
Valdesalas. Nadie lo ha visto, pero según aseguran, su séquito privado así lo
atestigua, está alojado en las dependencias anexas a la biblioteca. También se
comenta que la noche fue extremadamente bulliciosa y belicosa. En la posada de
Pachu, un buen número de soldados fueron seducidos y abatidos por el aroma
embriagador de un excelente vino. Esta mañana han aparecido plantados sobre un
barrizal a la orilla del rio, más dormidos que las momias del antiguo Egipto.
Tardaran en abrir los ojos, si antes la helada nocturna y el fango que los
embadurna no se han encargado de enviarlos al otro mundo como regalo para el
ávido e insaciable diablo. Ante las sospechas fundadas de que tanto Pachu como
su hijo y un amigo, de nombre Miguel, que curiosamente fue el encargado de
rellenar las barricas de vino, están involucrados en este asunto, el capitán de
la guarnición real, conocido por Alaalegre, dio la orden, ya cumplida, de
incendiar la posada y la casa. A Pachu lo han detenido y torturado. Ahora mismo
lo exhiben, crucificado pero aún vivo, en el centro de la plaza para el
escarnio público. Su hijo y su amigo en paradero desconocido. Están interrogando
a todo el mundo, registrando todas las casas, rastreando los alrededores. El
revuelo es de enormes proporciones. El consejero real está reclutando por falta
de efectivos, bajo amenaza de muerte, a todos aquellos jóvenes que se
encuentran en buenas condiciones para proteger al rey y protegerse así mismo.
Algunos, alertados por los vecinos, se han ido con los calzones medio puestos a
refugiarse en los bosques más lejanos; otros, sorprendidos en sus casas o en
sus trabajos, por no poner en peligro su vida y la de sus familias, se han
visto obligados a enfundarse casco, coraza, calzones y malla. Los menos, se
resistieron con la gallardía y la grandeza de quien defiende su dignidad sin
flaquezas. Algunos han muerto, a otros se les puede ver encadenados de manos y
pies en torno a una torre, a la que solo se recurre, como sabéis, hasta este
fatídico día, para agasajar a personajes que por su altruismo y nobleza
merecían el más popular de los honores. También me han llegado noticias de la
estampida de unos cuantos ciudadanos que se hallaban arrestados en el
campamento en el que pernocta la servidumbre y los soldados que acompañan al
rey en su itinerario. Parece ser que los pocos soldados que los custodiaban
fueron prendidos y golpeados por unos encapuchados, salvo uno, que consiguió
huir y dar la voz de alarma. Se cree que todo guarda relación y que obedece a
un plan urdido por tus amigos. Si se confirmase, y todo parece indicar que así
es, todo el grupo caminamos está en serio peligro. Victoriano, que no daba
crédito a lo que escuchaba, se levantó de la mesa alterado. Se maldecía por no
prever lo que su fuga podía suponer para sus compañeros, sus ansias de libertad
lo habían cegado. Aunque no tenía noticias, su anfitrión no había hecho
referencia alguna al respecto, intuía que en él estaba el origen de cuanto
estaba sucediendo. Invadido por un estado de avanzado nerviosismo daba vueltas
por la estancia lamentándose de ser un egoísta y un desagradecido. Abban, se
interpuso en su mareante recorrido, lo asió
por los hombros, le obligó a que lo mirase a los ojos y le dijo, con una
voz que invitaba a la calma y a la reflexión, que no se martirizase por haber
hecho lo que para cualquier preso es su
deber: rebelarse y escaparse si es preciso, si se considera víctima de un
injusto castigo con la muerte del reo como su más inmediato destino. Los
acontecimientos subsiguientes son solo responsabilidad de aquellos que los han
originado y protagonizado… Victoriano lo miraba pero no lo escuchaba. Su cabeza
era un mar de dudas y su corazón le instaba a que saliera corriendo, los
buscara y los socorriera. Abban se calló cuando vio entrar a su hermana. Un
fino velo le cubría su cabellera dorada y su rostro de morena piel. Pasó de
largo hacia su habitación, ladeando su cara hacia el huésped antes de
desaparecer. Victoriano volvió a quedarse boquiabierto mientras la seguía con
sus ojos. Algo que arrancaba desde lo más profundo de sus entrañas le sacudió
el cuerpo entero, sin llegar a noquearlo, más bien aligeró el peso de su
cerebro, elevándolo hacia una dimensión de febril sosiego. Tras unos minutos de
silencio, recuperado el peso y la zozobra, se dirigió a Abban y le hizo saber
que tenía que marcharse y buscar a sus
compañeros y amigos. El Leonés lo había ayudado sin importarle el riesgo que
corría, porque para él la injusticia que se estaba cometiendo era más
importante que su vida. Burló al guardián con sus tretas de orador,
convenciéndole de que el consejero real le había encargado que hablase con él y
le persuadiese de su conveniencia de que se retractase de sus injurias. Yo,
como narrador y perfecto conocedor de los hechos, debo señalar que más que la
credibilidad del discurso, al guardián le
convenció las monedas que descaradamente El Leonés le introdujo en el
bolsillo de la casaca. Lo que no sabía el ingenuo soldado es que dichas monedas
era el precio a pagar por la fuga del confinado. Cuando se percató del fatídico
desenlace, el burlado tuvo que huir como alma perseguida por el diablo. Abban,
que comprendía las razones que su amigo iba desentrañando y que justificaban
sobremanera su firme decisión, se ofreció a acompañarle y ayudarle en su cometido. Victoriano rehusó
el ofrecimiento, pero al decirle Abban que a su hermana le vendría muy bien
salir y conocer más profundamente el reino de Asturias y, por qué no, el camino que conduce al sepulcro
del apóstol Santiago, si por suerte la huída de los amigos de Victoriano, a
pesar del peligro, se encamina hacia ese destino, provocó que cambiara ipso
facto de opinión y de ánimo. Informado Don Manrique, el campesino, decidieron
madrugar y emprender la ciega búsqueda. Deberían andar con sumo cuidado: él y
su hermana por su condición de musulmanes y Victoriano por ser el cristiano más
perseguido y reclamado, hasta hace un día, de todo el territorio gobernado por
Don Alfonso II El Casto. Ahora ese privilegio se lo reparte todo un grupo de
amigos que por paradojas de la vida, que en un minuto te sonríe y al siguiente
te pone al borde del precipicio, se ve avocado a ingeniárselas para resolver
un entuerto que ni siquiera el diablo
habría podido urdirlo en sus peores días.
Cerca de la cima de un poderoso monte que se alza sobre la
aldea de Valdesalas, resguardándola de funestos vientos y hostiles miradas,
Agustino y sus compañeros, después de una hora de esforzado ascenso por un
sendero que conducía al mismo cielo, descansan desperdigados sobre el lecho
mullido de un circular descampado destinado a aquellos que perdida la confianza
buscan el sosiego como antesala de la tempestad esperada. Miguel y el hijo del
posadero, les guiaron hasta ese paraje solo conocido por unos pocos lugareños,
enfrentándose a una noche negra de piel y oscura de esperanza. Desde ese parador
natural, cerca del depredador enemigo y lejos de ser aprehendidos, observan,
con el silencio como coraza y la fatiga como compañera, como el llamear de unas
antorchas que recorren con desconcierto las calles de Valdesalas, avivan el
ajetreo de una guarnición que busca alocadamente el paradero de los prófugos
que les han puesto en ridículo. El sueño les va venciendo, acallando los malos
augurios, como un beso acalla y vence soledades, adormeciendo los temores y
despertando esperanzas. A la mañana siguiente descenderán por la vertiente
contraria por senderos que tendrán que ir construyendo con la fuerza de sus
manos y las huellas de sus pies, guiados
por las ansias de conservar la vida y de conocer el sepulcro donde se supone se
hallan los restos de un apóstol que,
predicando una doctrina en la que ciegamente creía, construyó caminos por donde
solo la fe y el alma transitan.
El rey se despertó entre sudores. La fiebre era alta. Sus
ojos enrojecidos luchaban por abrirse y
discernir a quién pertenecía cada uno de los rostros que lo observaban
impasibles, como si de estatuas se tratasen, a pie de cama. Distinguió a su
médico personal y a su consejero más próximo. Quiso incorporar su cabeza sobre
su hundida almohada pero tuvo que desistir al instante. El grueso de sus
fuerzas lo habían abandonado, no se sabe si para siempre o con la intención de
regresar, y las que se habían quedado, se cree que por fidelidad a la corona,
bastante tenían con mantenerlo vivo y despierto. El médico le hizo un ademán
con la mano invitándolo a que no se moviera. El rey, a pesar de su delicado,
por no decir desastroso, estado, intentó de nuevo incorporarse, logrando a duras penas levantar una cabeza que se
resistía a quedarse quieta. Cuando le acomodaron la almohada, les indicó con un
leve movimiento de mano que se acercaran. El monarca se dispuso a hablar, pero
de su boca solo salía una espesa flema, que como la lava, descendía perezosa
mandíbula abajo. Recuperado el orgullo y el aliento, consiguió articular de
manera pausada una frase tras otra,
completando párrafos inteligibles para oídos despejados y pacientes, llegando a
elaborar un discurso breve y con un
mensaje claro. El rey era perfectamente consciente de todo cuanto le había
sucedido y del estado tan deplorable en que se hallaba, pero no renunciaba a
seguir su camino. Se sentía tan ilusionado como el primer día. Confiaba en
recuperar sus fuerzas y su entereza. Con esas dos armas podría luchar contra
todos los males del mundo y llegar hasta el último confín de la tierra. El
médico le confesó que no creía que su vida corriese peligro, pero que no era
conveniente moverlo mientras no diera claras muestras de mejoría. El consejero,
que hasta ese momento había permanecido mudo y atento, se acercó al monarca y
le habló al oído. Acto seguido les pidió a los presentes, incluido al médico,
que lo dejaran a solas con el rey… Gervasio, un médico huido de la ciudad por
su amor al campo, y su hermana Deva,
aparecieron escoltados a las
puertas de la habitación que alojaba a Don Alfonso. Ambos fueron conducidos
hasta el mismo lecho donde reposaba el cuerpo endeble del hasta ahora
desconocido para ellos, la primera autoridad del reino. Con la vigilante
presencia del consejero y del capitán Alaalegre, atendieron durante un tiempo
que para el médico real, que esperaba malhumorado en una cercana estancia, se
hizo eterno. Muy avanzada la mañana del
día siguiente el monarca, con la ayuda de Deva, que había estado toda la noche pendiente de las reacciones del
enfermo, se incorporó de la cama sin apenas esfuerzo, llamó a la servidumbre y
les ordenó que le preparasen su atuendo de peregrino y su carruaje. Reclamó la
presencia de sus consejeros y capitanes y la de su amigo Agustino. Su consejero
personal le informó sobre las novedades
que afectaban a Agustino y sus amigos.
Informado, el rey ordenó a uno de sus capitanes que los buscasen y que no volviesen hasta que no les
encontrasen. Que se limitaran a prenderlos. Que no osaran en hacerles daño
ninguno, aunque ellos se mostraran reacios a ser apresados. Decirles que no
teman, nada malo les pasará si mantienen una actitud de sumisión y respeto a la
corona, y recuérdales que siempre he sido receptivo y muy generoso con sus
peticiones y caprichos. Llamó a Gervasio
y le propuso que tanto él como su hermana le acompañaran. Gervasio, por
miedo a posibles represalias aceptó con mala cara. Se acabó la paz y el
silencio. Sus investigaciones suponían un avance notorio en la medicina, pero
solo él y sus amigos del grupo caminamos eran conscientes de su alcance y
transcendencia, y, sorprendentemente, algunos miembros de la casa real. Deva,
esposa de Josema, llevaba varias semanas en la casa que su hermano y su cuñada,
Cecilia, tenían en Casarraposina. De vez en cuando pasaba una breve temporada a
petición de su hermano para que lo ayudara en sus tareas profesionales. A ella,
al igual que su hermano, no le quedó más opción que someterse a la voluntad del
monarca… Este narrador, acudiendo a su libertad de expresar los interrogantes
que considera apropiados intercalar, se pregunta por qué el ser humano se pasa tres cuartas partes de su
vida complaciendo voluntades ajenas y la cuarta restante creyéndose dueño y
señor de su propia voluntad.
Ya en aquellos tiempos, las noticias andaban, corrían y
volaban. En los centros de debate y en las plazas más concurridas se conocían
las vicisitudes que afectaban a la caravana real. Era el tema de conversación
en todas las tertulias públicas y privadas. Se manifestaban opiniones de toda
naturaleza. Atrevidos trovadores recitaban sátiras al respecto que provocaban
la hilaridad de algunos y la indignación de otros. El caos informativo era
notorio, se prodigaban noticias de todo tipo. Cada cual creía lo que más le
convenía y se defendía en muchos casos, como ciertos, rumores lejos de ser
contrastados y verificados. Los miembros del grupo caminamos que permanecían en
la ciudad, se reunieron para comentar y analizar las habladurías que sobre sus
compañeros les habían llegado. Herido su orgullo y profundamente Indignados no
daban crédito a la multitud de patrañas que se oían por doquier
sobre la integridad y el honor del grupo. Necesitaban saber la
verdad y si realmente estaban en
peligro. Con el ánimo encendido y la sangre
golpeando violentamente sus arterias, decidieron poner tierra por medio,
lanzarse a la aventura y encontrar a sus amigos…
Abban, su hermana y Victoriano, salen de la casa y le dan
los buenos días a una luna que los mira soñolienta. Sus ojos se van cerrando
sobre su plegado rostro. Y poco a poco las puertas de una fantasmal alcoba se
van abriendo, atrayéndola hacia dentro. La luna los mira de nuevo, les sonríe,
les lanza un beso y se vuelve, arrastrando soledades, camino de su lecho y de
sus sueños. Victoriano la ve alejarse, difuminarse y perderse. La mañana clarea
y los colores se van asomando tímidamente, pero ninguno fulgura como el verde de sus ojos…
Tiemble Arturo Pérez Reverte
ResponderEliminarYa está temblando.
ResponderEliminarPrecioso.
Me cuesta hasta seguir la trama. ¡Qué máquina!
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