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Camino Primitivo III.Primera parte:


El rey, allá  en donde se entierran los sueños que ya nacen muertos o aquellos que perecen o languidecen mientras peregrinan por senderos que desaparecen  al ser sepultados  por la maleza o devorados por el inexorable tiempo, abandonó por su propia voluntad  su promesa  de llegar hasta el santo sepulcro a pié y descalzo. Consciente a medias de los sufrimientos que había padecido y consciente del largo camino que quedaba por hacer, prefirió acudir a la cordura y dejarse de proezas y heroísmos. Estaba vivo gracias a los prodigios de una ciencia que se negaba a regalarle un plus en su irracional proceder. Se trataba de cumplir con el aspecto esencial de su compromiso, llegar a Compostela. El cómo, el camino ya se encargaría de dictárselo. Su biógrafo ya maquillaría unas crónicas que no desmentirían  ni su sacrificado peregrinar ni su voluntad de hierro, ni mucho menos su capacidad para dar las órdenes oportunas en cada momento. En su defensa hay que constatar que tanto los esporádicos  brotes de enajenación mental como su estado de permanente debilidad le eximían de su supuesta responsabilidad en las  decisiones tan poco juiciosas y tan demoledoras en sus consecuencias  a las que eran tan proclives sus consejeros y capitanes, pero no nos olvidemos que quizás el devenir de los acontecimientos hubiera sido otro si no se hubiese encaprichado en salir en tan precarias condiciones. El monarca, según mi crónica (quizás usted podría objetar que qué garantías podría ofrecerles yo  de que no esté retocada y adornada o peor aún, sustancialmente tergiversada; pues ninguna, les contestaría. Quédese cada cual con las versión que más le plazca y sosiegue su conciencia sobre los hechos y conductas del proceder humano a lo largo de este relato), se subió a su carroza y ordenó proseguir la marcha, dejando a Valdesalas  con un rastro de macabras sombras y viles asesinatos, que solo los lugareños, cronistas de su propia historia, no olvidaran,  por mucho que las malas lenguas y los estómagos agradecidos  se complazcan en transmitir lo contrario. El séquito no había decrecido en el número de efectivos. Los jóvenes reclutados como soldados superaban a los que habían iniciado el camino. El resentimiento y el odio que albergaban los convertían a los ojos de sus jefes en muy peligrosos, por lo que se les encomendaban exclusivamente labores  de acondicionamiento y vigilancia de los caminos, bajo la supervisión de los soldados más rudos y leales de la guarnición. La subida a Perdices no supuso ninguna dificultad. No hubo que acudir a la dinamita para los ensanches, no había rocas que triturar, se talaban los árboles que estorbaban  y se retiraban las piedras que por su tamaño impedían el paso. La fuerza bruta y el desgarro de unos jóvenes campesinos reconvertidos por el decreto de las armas en soldados del reino, se dejaba ver en sus afanadas obligaciones, sobre la que descargaban toda la rabia que su herido orgullo era incapaz de contener. El miedo a la tortura,  más que el miedo a la muerte, socavaba la capacidad y el valor  para rebelarse y desligarse de un destino nada esperanzador. Habían sido literalmente arrancados de sus hogares y de sus aldeas, obligándolos a renunciar a sus acostumbradas vidas, al entorno que les vio crecer y que tal vez les hubiese visto envejecer y morir.
La fe y el alma transitan por ese sendero desde el que se desciende sin más ruido que el de las hojas muertas al ser profanadas en su cementerio y el del suave viento que va ondeando los cánticos de una naturaleza que se resiste a callarse. El grupo, decidido a seguir el camino emprendido desde su cada vez más lejana y recordada ciudad  de Oviedo (ciudad  a la que probablemente, si se confirman los peores presagios,  no volverán a ver),  avanza con la mirada puesta en Compostela. A pesar de los numerosos riesgos, ni uno solo de ellos, después de un tenso y acalorado debate, optó por tomar su propio camino. Agustino les hizo ver que no había huida posible cuando no se puede huir del pasado y del futuro anhelado y, sobre todo, de las personas que se aman, porque sin ellas la existencia pierde su más humano y noble sentido.  Les dijo que no merecía la pena vivir encarcelado en el destierro, ni escondidos de por vida. La vida hay que vivirla, disfrutando de cada momento, con la cabeza bien alta y los sentidos bien desplegados, recibiendo el sinfín de sensaciones y estímulos con los que la vida nos agasaja  con cada amanecer, con cada anochecer y con cada minuto. Con un silencio que no necesitó de palabras pero si de un leve y coreado gesto de asentimiento, este heroico grupo se entregó con visible orgullo y supuesto valor a su más inmediato desafío.  Si alguno de ustedes se acerca a Valdesalas, verá que desde su cabecera se asciende una ladera por una estrecha carretera que conduce a una pequeña ermita en donde se halla la Virgen Del Viso. En el  mismo lugar sobre el que se levanta este lugar de culto, acontecieron los hechos recién relatados. Y quiero que sepan que solo ustedes son conocedores de lo que allí sucedió hace más de mil años. Guárdenselo y no lo divulguen (a no ser que tengan una copa de pésimo vino en la mano  y unos incondicionales amigos por auditorio), más que nada para que nadie murmure  a sus espaldas y los señalen como gentes de mente descarriada.
Salieron muy temprano de la ciudad de Oviedo. Un grupo que superaba los veinte miembros, bien pertrechados, dejaba tras de sí los arrabales de una ciudad que aún roncaba bajo la indiferente mirada de un cielo que aún alojaba unas cuantas estrellas que apenas brillaban. A esas horas, en una ciudad que aparentemente  duerme,  siempre permanece al acecho aquel a quien el insomnio y la curiosidad le mantienen despierto y atento a cualquier movimiento digno de ser divulgado al día siguiente  en las plazas y foros. Por esa razón, no solo no pasaron desapercibidos, sino que fueron objeto de las más variadas hipótesis sobre su noctámbulo y sospechoso proceder. Los expertos ciudadanos en la disciplina de la rumorología aprovecharon la ocasión para dar rienda suelta a la imaginación y a sus dotes como divulgadores,  enriqueciendo el ego propio  y la estupidez del ego ajeno, explayándose a su gusto ante unas concurridas audiencias, ávidas de ensañarse con quien fuera con tal de verle la sangre o al menos verlo doblegarse. Las noticias filtradas desde los círculos más cercanos a la corte habían originado que una buena parte de la opinión pública cambiase radicalmente su criterio sobre la buena reputación de la que hasta entonces disfrutaban todos los miembros del grupo. No todos los ciudadanos compartían la versión más difundida. Muchos seguían creyendo que algún malentendido provocó la caída en desgracia del grupo. Entendían que era normal que los que aún quedaban en la ciudad salieran precipitadamente a su encuentro. La solidaridad era su principal virtud. Les extrañaba que muchos renegasen públicamente de la amistad que los había unido a alguno de ellos, sobre todo cuando era de dominio público las constantes ayudas desinteresadas que la mayor parte de los vecinos habían recibido del grupo.  Pero así es la condición humana cuando se carece de cultura para educarla  y así es el poder cuando solo procura su propio bienestar,  que nos dice a quién debemos creer y a quién debemos odiar… Calón  y Nardo, prestigioso  tapicero, encabezaban  la marcha. Conocían por sus continuas salidas el camino que conducía a Orellana y Valdesalas. Según sus noticias, los continuos percances que afectaron a la comitiva real estaban retrasando sobremanera las previsiones de llegada a Compostela. En Orellana preguntarían sobre el tiempo transcurrido desde la marcha del monarca. Desde allí podrían ajustar cálculos y previsiones sobre en qué punto del camino podrían encontrarse. A partir de ahí deberían averiguar, objetivo de su misión, el paradero de Agustino y sus amigos. Estaban frescos y en buena forma para afrontar largas distancias. Además, los desmedidos métodos empleados por la guarnición real para abrirse camino habían dejado un rastro de inconfundibles y dramáticas consecuencias para el paisaje, con destrozos de enormes proporciones, que no solo afectarían por mucho tiempo a parajes de singular belleza, sino también al modo de vida de los desafortunados lugareños.
Abban, Victoriano y Aanisa, llegaron  a Valdesalas, bordeando las calles centrales. Con un vestuario propio de vulgares campesinos,  se adentraron  en una callejuela franqueada por dos casas. Abban aporreó suavemente con su puño la parte superior de una puerta desajustada y revestida de balas de paja. La puerta se abrió al instante.  En el interior no se encontraba nadie. Sobre la brasa incandescente  de una destartalada chimenea yacía una cazuela de barro en la se cocían unas verduras que soltaban un pestilente olor. La coliflor no era plato del gusto de Victoriano. No se atrevió a taparse la nariz, pero abrió cuanto daba de sí la boca para paliar los efectos de tan genuino efluvio. Abban le informó que se hallaban en el hogar de su buen amigo y singular gitano, Pedro, de profesión agricultor, y un profundo admirador del pensamiento griego, romano y árabe. Nadie conoce su lugar de origen porque nunca ha querido decirlo. Lleva en este lugar muchísimos años  y no conozco hombre más cabal y honrado. Apenas se relaciona con las gentes de la aldea. Más que respetarlo lo temen, aunque es un temor que ha ido disminuyendo con los años. Les extraña ver que un gitano sea un virtuoso. Ya sabes, unos no necesitan demostrar nada, aunque de continuo pequen; sin embargo otros están obligados a demostrar permanentemente que no son  rastreros ni  delincuentes. Son las bondades de nuestra naturaleza tolerante y civilizada. Paradójicamente es al primero que acuden cuando se ven en serios aprietos. Nunca les ha negado la ayuda…  A los pocos minutos Pedro entra por la puerta abierta con los brazos abiertos, dispuesto a abrazar a su buen amigo Abban y a su hermana. Victoriano se presenta y es abrazado efusivamente por aquel pequeño hombre, de piel tostada, cabello ensortijado y de poblado bigote. Abban le puso al tanto  del motivo de su visita. Necesitaban saber del paradero del grupo huido del campamento. Pedro, que aunque se había mantenido alejado de todos los sucesos acaecidos en la aldea, conocía al detalle todo lo sucedido y les informó del rumor que circulaba entre algunas gentes próximas a Pachu, que por cierto había sobrevivido a las torturas a las que fue sometido públicamente, que aludían a la posibilidad de que hubiesen escapado monte arriba. El conocía perfectamente los alrededores  y se ofreció no solo a guiarles hasta la cima, sino a acompañarles en su camino. Victoriano se sintió incomodo por callarse sus reticencias y lo aceptó con mala cara. Pedro, perspicaz observador, como respuesta le obsequió  con un nuevo abrazo,  a la vez que le susurraba  que no temiese nada y confiara en su buen olfato para encontrarlos. Para darle un nuevo toque exótico al grupo, Estela, esposa de Pedro (y en sus tiempos de joven galana, amante de quienes podían pagarle no solo con el cariño e ilusionantes promesas), a petición de su amado, se sumó a una comitiva que acabaría compitiendo en número con los reales séquitos. Almorzaron un buen cordero acompañado con un tinto de su bodega particular, que les dio alas y amenizó una velada en la que no faltó la charla, las risas, el baile y pícaras miradas. A media tarde, repuestos  y con las alforjas preparadas, encajaron la  puerta y la cerraron, emprendiendo una subida que les llevaría a un privilegiado lugar en donde podrían contemplar la más hermosa estampa de la aldea de Valdesalas.
Permitidme que este narrador se tome un breve descanso, porque tanto sus ojos, que no quieren perder detalle de nada, como sus dedos, que quieren dejar testimonio de todo, como su cabeza, que quiere construir una historia levantada sobre cimientos sólidos, necesitan reposo;  dejarse envolver por la placidez del cuerpo cuando nos abandonamos con calmada pausa a las susurrantes ensoñaciones que la tarde nos regala antes de alejarse. Y dejarse arrastrar por esos aires que se pasean relajados y sin fuerzas  después de una jornada de caprichosos vaivenes, hasta sentirte fuera de ti, ajeno a las guerras internas y a las secuelas que sus heridas generan…Dejadme apartarlo todo por un momento, dejadme pensar, pensar  solo en ella, para poder evocarla y soñarla, y dedicarle este tiempo que quisiera fuese eterno, mientras escucho una melodía que languidece  y apena mi alma. Y recordarte como se recuerda las miradas que nos elevan y nos sitúan en la misma línea en donde se funden el cielo y la tierra, los sueños y las añoranzas. Y sentirte como te sentí  y te sentimos al compartir caminos que despertaban  con las primeras luces del alba y se dormían con las primeras  nanas de la noche. Y escucharte, fascinado, cuando de tu corazón nacían aquellas palabras que hablaban agradecidas de las innumerables maneras que tiene la naturaleza de mostrarnos sus prodigiosas creaciones. Y admirarte, como se admira la vida cuando se desea exprimirla y vivirla hasta su último instante, sin dejar de caminar, sin dejarse vencer, sin dejarse morir… Un día, compartiendo un tramo del camino  por uno de esos parajes que quisieras grabarlo e inmortalizarlo en la memoria y sentirlo de por vida en el corazón, hablamos largo y tendido sobre lo fácil que es acceder a estos lugares paradisiacos y los incalculables beneficios que aportaba a sus incondicionales enamorados. Hablabas con la fluidez de quien lleva ya muchos años visitándolos y sometiéndose a sus encantos. Eras y eres pura sensibilidad. Nunca perdamos tu estela ni nunca nos alejemos de tu alma viajera. Como ya habéis dicho algunos de vosotros y así lo sentimos todos: No has hecho más que adelantarte, ya te alcanzaremos nosotros. Una tarde, la única que recuerde haberte visto con expresión adusta,  te dirigiste a mí y me resumiste tu opinión sobre un breve escrito mío del que no leíste más que un par de párrafos, con unas rotundas y significativas palabras: “No quiero descripciones, quiero sentimientos. Me devolviste el móvil y no se volvió hablar más del tema.
Te marchaste sin quererlo, y te dejaste arrastrar en silencio, porque querías que no nos olvidáramos de que sigues caminando con nosotros, con tu mochila al hombro,  tal como te recordamos todos. Para los que os vais por delante, Nina os recuerda que os acordéis de que hay que reagruparse.
Me hubiera gustado decirte hasta luego con una mirada y un beso,  y llevarme un rayo de tu luz en mis ojos y  la fragancia de tu piel en mis labios. Pero al menos, que me sirva de consuelo, tengo más vivos que nunca cada minuto que compartimos juntos. Siempre he pertenecido al ejército de los que pocas veces se han atrevido a decir te quiero. Pero hoy quiero decirte, mi querida amiga peregrina, desde este rincón de mi camino, que te recuerdo, que te siento, que  te admiro, que te escucho y que te quiero.

















3 comentarios :

  1. Maravilla de palabras, q bien expresas el sentir de todos.
    Gracias por tan hermoso relato

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  2. Blanca28.12.16

    Todo tu relato es puro sentimiento hacia nuestra amiga peregrina que está en la cima.Gracias por reflejar aquello que todos sentimos, pero como yo, no sabemos trasmitirlo tan magníficamente bién con palabras.

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  3. Para escribir así hay que sentir así. Eres. eres...
    GRACIAS

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