El rey, allá en donde
se entierran los sueños que ya nacen muertos o aquellos que perecen o
languidecen mientras peregrinan por senderos que desaparecen al ser sepultados por la maleza o devorados por el inexorable
tiempo, abandonó por su propia voluntad
su promesa de llegar hasta el
santo sepulcro a pié y descalzo. Consciente a medias de los sufrimientos que
había padecido y consciente del largo camino que quedaba por hacer, prefirió
acudir a la cordura y dejarse de proezas y heroísmos. Estaba vivo gracias a los
prodigios de una ciencia que se negaba a regalarle un plus en su irracional
proceder. Se trataba de cumplir con el aspecto esencial de su compromiso,
llegar a Compostela. El cómo, el camino ya se encargaría de dictárselo. Su
biógrafo ya maquillaría unas crónicas que no desmentirían ni su sacrificado peregrinar ni su voluntad
de hierro, ni mucho menos su capacidad para dar las órdenes oportunas en cada
momento. En su defensa hay que constatar que tanto los esporádicos brotes de enajenación mental como su estado
de permanente debilidad le eximían de su supuesta responsabilidad en las decisiones tan poco juiciosas y tan
demoledoras en sus consecuencias a las
que eran tan proclives sus consejeros y capitanes, pero no nos olvidemos que
quizás el devenir de los acontecimientos hubiera sido otro si no se hubiese
encaprichado en salir en tan precarias condiciones. El monarca, según mi
crónica (quizás usted podría objetar que qué garantías podría ofrecerles
yo de que no esté retocada y adornada o
peor aún, sustancialmente tergiversada; pues ninguna, les contestaría. Quédese
cada cual con las versión que más le plazca y sosiegue su conciencia sobre los hechos
y conductas del proceder humano a lo largo de este relato), se subió a su
carroza y ordenó proseguir la marcha, dejando a Valdesalas con un rastro de macabras sombras y viles
asesinatos, que solo los lugareños, cronistas de su propia historia, no olvidaran, por mucho que las malas lenguas y los
estómagos agradecidos se complazcan en
transmitir lo contrario. El séquito no había decrecido en el número de
efectivos. Los jóvenes reclutados como soldados superaban a los que habían
iniciado el camino. El resentimiento y el odio que albergaban los convertían a
los ojos de sus jefes en muy peligrosos, por lo que se les encomendaban
exclusivamente labores de
acondicionamiento y vigilancia de los caminos, bajo la supervisión de los
soldados más rudos y leales de la guarnición. La subida a Perdices no supuso
ninguna dificultad. No hubo que acudir a la dinamita para los ensanches, no
había rocas que triturar, se talaban los árboles que estorbaban y se retiraban las piedras que por su tamaño
impedían el paso. La fuerza bruta y el desgarro de unos jóvenes campesinos
reconvertidos por el decreto de las armas en soldados del reino, se dejaba ver
en sus afanadas obligaciones, sobre la que descargaban toda la rabia que su
herido orgullo era incapaz de contener. El miedo a la tortura, más que el miedo a la muerte, socavaba la
capacidad y el valor para rebelarse y
desligarse de un destino nada esperanzador. Habían sido literalmente arrancados
de sus hogares y de sus aldeas, obligándolos a renunciar a sus acostumbradas
vidas, al entorno que les vio crecer y que tal vez les hubiese visto envejecer
y morir.
La fe y el alma transitan por ese sendero desde el que se
desciende sin más ruido que el de las hojas muertas al ser profanadas en su
cementerio y el del suave viento que va ondeando los cánticos de una naturaleza
que se resiste a callarse. El grupo, decidido a seguir el camino emprendido
desde su cada vez más lejana y recordada ciudad
de Oviedo (ciudad a la que
probablemente, si se confirman los peores presagios, no volverán a ver), avanza con la mirada puesta en Compostela. A
pesar de los numerosos riesgos, ni uno solo de ellos, después de un tenso y
acalorado debate, optó por tomar su propio camino. Agustino les hizo ver que no
había huida posible cuando no se puede huir del pasado y del futuro anhelado y,
sobre todo, de las personas que se aman, porque sin ellas la existencia pierde
su más humano y noble sentido. Les dijo
que no merecía la pena vivir encarcelado en el destierro, ni escondidos de por
vida. La vida hay que vivirla, disfrutando de cada momento, con la cabeza bien
alta y los sentidos bien desplegados, recibiendo el sinfín de sensaciones y
estímulos con los que la vida nos agasaja
con cada amanecer, con cada anochecer y con cada minuto. Con un silencio
que no necesitó de palabras pero si de un leve y coreado gesto de asentimiento,
este heroico grupo se entregó con visible orgullo y supuesto valor a su más
inmediato desafío. Si alguno de ustedes
se acerca a Valdesalas, verá que desde su cabecera se asciende una ladera por
una estrecha carretera que conduce a una pequeña ermita en donde se halla la
Virgen Del Viso. En el mismo lugar sobre
el que se levanta este lugar de culto, acontecieron los hechos recién
relatados. Y quiero que sepan que solo ustedes son conocedores de lo que allí
sucedió hace más de mil años. Guárdenselo y no lo divulguen (a no ser que
tengan una copa de pésimo vino en la mano
y unos incondicionales amigos por auditorio), más que nada para que
nadie murmure a sus espaldas y los señalen
como gentes de mente descarriada.
Salieron muy temprano de la ciudad de Oviedo. Un grupo que
superaba los veinte miembros, bien pertrechados, dejaba tras de sí los
arrabales de una ciudad que aún roncaba bajo la indiferente mirada de un cielo
que aún alojaba unas cuantas estrellas que apenas brillaban. A esas horas, en
una ciudad que aparentemente
duerme, siempre permanece al
acecho aquel a quien el insomnio y la curiosidad le mantienen despierto y
atento a cualquier movimiento digno de ser divulgado al día siguiente en las plazas y foros. Por esa razón, no solo
no pasaron desapercibidos, sino que fueron objeto de las más variadas hipótesis
sobre su noctámbulo y sospechoso proceder. Los expertos ciudadanos en la
disciplina de la rumorología aprovecharon la ocasión para dar rienda suelta a
la imaginación y a sus dotes como divulgadores, enriqueciendo el ego propio y la estupidez del ego ajeno, explayándose a
su gusto ante unas concurridas audiencias, ávidas de ensañarse con quien fuera
con tal de verle la sangre o al menos verlo doblegarse. Las noticias filtradas
desde los círculos más cercanos a la corte habían originado que una buena parte
de la opinión pública cambiase radicalmente su criterio sobre la buena
reputación de la que hasta entonces disfrutaban todos los miembros del grupo.
No todos los ciudadanos compartían la versión más difundida. Muchos seguían
creyendo que algún malentendido provocó la caída en desgracia del grupo.
Entendían que era normal que los que aún quedaban en la ciudad salieran
precipitadamente a su encuentro. La solidaridad era su principal virtud. Les
extrañaba que muchos renegasen públicamente de la amistad que los había unido a
alguno de ellos, sobre todo cuando era de dominio público las constantes ayudas
desinteresadas que la mayor parte de los vecinos habían recibido del
grupo. Pero así es la condición humana
cuando se carece de cultura para educarla
y así es el poder cuando solo procura su propio bienestar, que nos dice a quién debemos creer y a quién
debemos odiar… Calón y Nardo,
prestigioso tapicero, encabezaban la marcha. Conocían por sus continuas salidas
el camino que conducía a Orellana y Valdesalas. Según sus noticias, los
continuos percances que afectaron a la comitiva real estaban retrasando
sobremanera las previsiones de llegada a Compostela. En Orellana preguntarían
sobre el tiempo transcurrido desde la marcha del monarca. Desde allí podrían
ajustar cálculos y previsiones sobre en qué punto del camino podrían
encontrarse. A partir de ahí deberían averiguar, objetivo de su misión, el
paradero de Agustino y sus amigos. Estaban frescos y en buena forma para
afrontar largas distancias. Además, los desmedidos métodos empleados por la
guarnición real para abrirse camino habían dejado un rastro de inconfundibles y
dramáticas consecuencias para el paisaje, con destrozos de enormes
proporciones, que no solo afectarían por mucho tiempo a parajes de singular
belleza, sino también al modo de vida de los desafortunados lugareños.
Abban, Victoriano y
Aanisa, llegaron a Valdesalas, bordeando
las calles centrales. Con un vestuario propio de vulgares campesinos, se adentraron
en una callejuela franqueada por dos casas. Abban aporreó suavemente con
su puño la parte superior de una puerta desajustada y revestida de balas de
paja. La puerta se abrió al instante. En
el interior no se encontraba nadie. Sobre la brasa incandescente de una destartalada chimenea yacía una
cazuela de barro en la se cocían unas verduras que soltaban un pestilente olor.
La coliflor no era plato del gusto de Victoriano. No se atrevió a taparse la
nariz, pero abrió cuanto daba de sí la boca para paliar los efectos de tan
genuino efluvio. Abban le informó que se hallaban en el hogar de su buen amigo
y singular gitano, Pedro, de profesión agricultor, y un profundo admirador del
pensamiento griego, romano y árabe. Nadie conoce su lugar de origen porque
nunca ha querido decirlo. Lleva en este lugar muchísimos años y no conozco hombre más cabal y honrado.
Apenas se relaciona con las gentes de la aldea. Más que respetarlo lo temen,
aunque es un temor que ha ido disminuyendo con los años. Les extraña ver que un
gitano sea un virtuoso. Ya sabes, unos no necesitan demostrar nada, aunque de
continuo pequen; sin embargo otros están obligados a demostrar permanentemente
que no son rastreros ni delincuentes. Son las bondades de nuestra
naturaleza tolerante y civilizada. Paradójicamente es al primero que acuden
cuando se ven en serios aprietos. Nunca les ha negado la ayuda… A los pocos minutos Pedro entra por la puerta
abierta con los brazos abiertos, dispuesto a abrazar a su buen amigo Abban y a
su hermana. Victoriano se presenta y es abrazado efusivamente por aquel pequeño
hombre, de piel tostada, cabello ensortijado y de poblado bigote. Abban le puso
al tanto del motivo de su visita.
Necesitaban saber del paradero del grupo huido del campamento. Pedro, que
aunque se había mantenido alejado de todos los sucesos acaecidos en la aldea,
conocía al detalle todo lo sucedido y les informó del rumor que circulaba entre
algunas gentes próximas a Pachu, que por cierto había sobrevivido a las
torturas a las que fue sometido públicamente, que aludían a la posibilidad de
que hubiesen escapado monte arriba. El conocía perfectamente los alrededores y se ofreció no solo a guiarles hasta la
cima, sino a acompañarles en su camino. Victoriano se sintió incomodo por
callarse sus reticencias y lo aceptó con mala cara. Pedro, perspicaz
observador, como respuesta le obsequió
con un nuevo abrazo, a la vez que
le susurraba que no temiese nada y
confiara en su buen olfato para encontrarlos. Para darle un nuevo toque exótico
al grupo, Estela, esposa de Pedro (y en sus tiempos de joven galana, amante de quienes
podían pagarle no solo con el cariño e ilusionantes promesas), a petición de su
amado, se sumó a una comitiva que acabaría compitiendo en número con los reales
séquitos. Almorzaron un buen cordero acompañado con un tinto de su bodega
particular, que les dio alas y amenizó una velada en la que no faltó la charla,
las risas, el baile y pícaras miradas. A media tarde, repuestos y con las alforjas preparadas, encajaron
la puerta y la cerraron, emprendiendo
una subida que les llevaría a un privilegiado lugar en donde podrían contemplar
la más hermosa estampa de la aldea de Valdesalas.
Permitidme que este
narrador se tome un breve descanso, porque tanto sus ojos, que no quieren
perder detalle de nada, como sus dedos, que quieren dejar testimonio de todo,
como su cabeza, que quiere construir una historia levantada sobre cimientos
sólidos, necesitan reposo; dejarse
envolver por la placidez del cuerpo cuando nos abandonamos con calmada pausa a
las susurrantes ensoñaciones que la tarde nos regala antes de alejarse. Y
dejarse arrastrar por esos aires que se pasean relajados y sin fuerzas después de una jornada de caprichosos
vaivenes, hasta sentirte fuera de ti, ajeno a las guerras internas y a las
secuelas que sus heridas generan…Dejadme apartarlo todo por un momento, dejadme
pensar, pensar solo en ella, para poder
evocarla y soñarla, y dedicarle este tiempo que quisiera fuese eterno, mientras
escucho una melodía que languidece y
apena mi alma. Y recordarte como se recuerda las miradas que nos elevan y nos
sitúan en la misma línea en donde se funden el cielo y la tierra, los sueños y
las añoranzas. Y sentirte como te sentí
y te sentimos al compartir caminos que despertaban con las primeras luces del alba y se dormían
con las primeras nanas de la noche. Y
escucharte, fascinado, cuando de tu corazón nacían aquellas palabras que
hablaban agradecidas de las innumerables maneras que tiene la naturaleza de
mostrarnos sus prodigiosas creaciones. Y admirarte, como se admira la vida
cuando se desea exprimirla y vivirla hasta su último instante, sin dejar de
caminar, sin dejarse vencer, sin dejarse morir… Un día, compartiendo un tramo
del camino por uno de esos parajes que quisieras
grabarlo e inmortalizarlo en la memoria y sentirlo de por vida en el corazón,
hablamos largo y tendido sobre lo fácil que es acceder a estos lugares
paradisiacos y los incalculables beneficios que aportaba a sus incondicionales
enamorados. Hablabas con la fluidez de quien lleva ya muchos años visitándolos
y sometiéndose a sus encantos. Eras y eres pura sensibilidad. Nunca perdamos tu
estela ni nunca nos alejemos de tu alma viajera. Como ya habéis dicho algunos
de vosotros y así lo sentimos todos: No has hecho más que adelantarte, ya te
alcanzaremos nosotros. Una tarde, la única que recuerde haberte visto con
expresión adusta, te dirigiste a mí y me
resumiste tu opinión sobre un breve escrito mío del que no leíste más que un
par de párrafos, con unas rotundas y significativas palabras: “No quiero
descripciones, quiero sentimientos. Me devolviste el móvil y no se volvió
hablar más del tema.
Te marchaste sin
quererlo, y te dejaste arrastrar en silencio, porque querías que no nos
olvidáramos de que sigues caminando con nosotros, con tu mochila al
hombro, tal como te recordamos todos.
Para los que os vais por delante, Nina os recuerda que os acordéis de que hay
que reagruparse.
Me hubiera gustado
decirte hasta luego con una mirada y un beso,
y llevarme un rayo de tu luz en mis ojos y la fragancia de tu piel en mis labios. Pero
al menos, que me sirva de consuelo, tengo más vivos que nunca cada minuto que
compartimos juntos. Siempre he pertenecido al ejército de los que pocas veces
se han atrevido a decir te quiero. Pero hoy quiero decirte, mi querida amiga
peregrina, desde este rincón de mi camino, que te recuerdo, que te siento,
que te admiro, que te escucho y que te
quiero.
Maravilla de palabras, q bien expresas el sentir de todos.
ResponderEliminarGracias por tan hermoso relato
Todo tu relato es puro sentimiento hacia nuestra amiga peregrina que está en la cima.Gracias por reflejar aquello que todos sentimos, pero como yo, no sabemos trasmitirlo tan magníficamente bién con palabras.
ResponderEliminarPara escribir así hay que sentir así. Eres. eres...
ResponderEliminarGRACIAS