Salieron de la fortaleza con los rostros heridos, no por
hendiduras de cuchillos, sino por la aflicción que produce la obligación
ineludible de tener que cometer el más punible de los crímenes. Asesinar al
rey. ¡Qué locura! Una locura de unas consecuencias nefastas para la totalidad
del grupo si se descubriese la autoría del magnicidio. No puede ser, no podemos
hacerlo- se repetía una y otra vez con la boca sellada Calón-. Les habían dado
un plazo de siete días. Si Poncio, al cabo de ese plazo, no hubiese recibido
pruebas irrefutables de la muerte de Don Alfonso, los siete invitados, serían
inmediatamente ejecutados.
Tres soldados camuflados con ropas similares a las que
llevan Calón y sus compañeros, acompañan a aquel comando desarmado que se desplaza
turbado por un sendero, camino de la muerte , sea la del rey o la de sus
propios cuerpos. Cada soldado lleva bajo su capa un recién afilado cuchillo,
listo para ser usado ante el mínimo amago de rebelión. Es poco el tiempo del
que disponen, por lo que achuchados por aquellos tres impostores aceleran el paso atolondradamente sin más
paisaje que el de las negras previsiones. El traspié que se dio Nardo bajando
por una ladera cubierta por piedras sepultadas por una alfombra de hojas
muertas, alteró los ánimos de tal manera que Avelino - un espigado y consumado aventurero - no pudiendo contener ni su ira ni su fuerza,
cogió por el brazo al más desprevenido de los soldados, retorciéndoselo y
fracturándoselo. Uno de los soldados, con su cuchillo en la mano, se abalanzó
sobre él empuñándolo en un costado. Avelino le rodeó el cuello con sus manos,
apretándoselo con tal ímpetu que cuando quiso aflojar su fuerza se encontró con
los ojos desorbitados de un cadáver. El tercer soldado dudó por un instante
entre salir corriendo o enfrentarse a aquella asombrosa legión de desesperados
y resolutivos combatientes. Calón y el resto del grupo lo cercaron. El soldado
daba vueltas blandiendo su cuchillo sin saber a quién atacar primero y sin
saber cómo defenderse ante todos a la vez. Como un bicho herido de muerte se
movía convulsivamente, agarrándose a una vida que amenazaba con despedirse y
dejarlo como un animal disecado. Cuando el cerco se estrechó y se vio sin
posibilidades de atacar airosamente optó por defenderse, mostrando su
disposición a la rendición lanzando su cuchillo al suelo y su ánimo al
infierno, quedándose más quieto que una
estatua de espaldas al viento, ante la enrabietada mirada de quienes le
acosaban.
La herida de Avelino afortunadamente fue limpia y no le
acarreó ningún peligro. Le rociaron la zona con abundante aguardiente y se la
vendaron. No quiso reposo ni consuelo. Se sentía como el peor de los
malhechores por haber matado a un hombre. Ni siquiera la disculpa de la
legítima defensa atenuaba los latigazos que su turbada conciencia le acarreaba
sin descanso. Gina, compañera de andanzas, ni por un momento quiso dejarle
solo. Él la oía pero no la escuchaba. Con su mirada perdida por laberintos
construidos para que las almas deambulen perdidas de por vida, se sentía ajeno a todo cuanto en
su entorno sucedía.
Con un soldado muerto y dos retenidos, prisioneros de sus
rehenes, qué podían hacer, se preguntaba Calón en voz alta, ante la
circunspecta mirada de sus afligidos compañeros. Poncio, que perece ser tiene
ojos por todas partes, no tardará en enterarse de este percance, y quizás
recurra a una ejemplar venganza para que aplaquemos nuestros ánimos y nuestros
arrebatos. No tenemos más opción que seguir con los planes previstos, con el
añadido de tener que cargar con dos soldados ansiosos de vengarse y con la mala
conciencia de haber matado, aunque fuese en defensa propia, a un tercero.
Poncio, nada más marcharse el grupo, ordenó que encerraran a
los siete huéspedes en la torre. Allí permanecerían mientras no se tuviese
noticia de la suerte del rey. De allí saldrían para retomar el camino interrumpido
o bien para ser testigos de sus últimos suspiros de vida. Poncio mantenía
firmes esperanzas en que su plan tuviera un buen final. Se reía al pensar que
de ser así mataría a dos pájaros de un tiro. Quitaría del medio a un rey al que
odiaba exasperadamente y condenaría al Grupo Caminamos de paso a su postración
definitiva. Desde sus adentros siempre aborreció el pensamiento y el modo de
vida, a su juicio libertino, de esos impertinentes, que en donde quieran que
estén osan descaradamente en profanar los dogmas más sagrados de la tradición
eclesiástica y cortesana. Mal ejemplo para un pueblo que no necesita de
profetas que cuestionen la forma de vida heredada de nuestros más afamados y
respetados antepasados. Si él hubiese querido, el rey ya estaría muerto desde
hace mucho tiempo. Pero necesitaba tiempo para encontrarle el sustituto ideal.
Ahora que ya lo tiene, solo resta que el rey sea asesinado y que ese endiablado
grupo, de un modo u otro, desaparezca de la faz del reino y, si todo concluye
como él espera, de la faz de la tierra. No se olvida de ese joven capitán al
que el rey le ha tomado especial estima. Un escollo serio en su camino hacia el
poder absoluto. Qué pena que el más fiero de mis lacayos, el capitán Alaalegre,
no haya aprovechado su oportunidad; ahora que ya no podré contar con él, tendré
que recurrir a mi querida sobrina. Seguro que ella sabrá envenenarlo con sus
palabras y sus caricias.
Agustino contempla aquel mar de nubes sentado sobre una lisa
roca al pié de una frondosa ladera que se pierde por las profundidades de un
tierra que se eleva callada, verde y salvaje. Quiere que en su mente no quede
más rastro que el de la belleza de aquel paisaje que anestesia los males y
aviva las ganas de transformarse en una piedra animada y formar parte de tan
sublime instantánea. No se ha dado cuenta que tras él sus compañeros de
andanzas disfrutan de igual modo de la misma vista y con idéntica dicha.
Ballesteros, de pronto, rompe el silencio con una breve exclamación. ¡Mirad!;
mientras señala con un dedo hacia un hueco de la ladera en la que se divisa el
tejado de lo que parece ser una cabaña de piedra. De ella emerge, danzante, una
negra línea de humo que al poco de elevarse se diluye y desaparece. El Leonés
mira a su alrededor y no ve a ningún soldado que les esté vigilando. Con voz
muy baja le plantea a sus compañeros que alguno de ellos bajen y vean quién es
el afortunado que cada mañana se despierta con las voces de aquellos montes y en
cada noche se acuesta con los cánticos de sus silencios.
El capitán Gilberto los observa desde la entrada de su
tienda. Confía plenamente en ellos y no se inquieta. Habrán visto algo de
interés y querrán reconocerlo de cerca, piensa. Además, el grueso del grupo
permanece en el mismo sitio. Se acerca y los saluda y desvía la mirada hacia
los tres que van descendiendo con todas las cautelas que el resbaladizo y
rocoso suelo requiere. Sin pensárselo dos veces inicia su descenso, con las
mismas precauciones, siguiendo sus mismos pasos, camino de aquel oasis humano.
La puerta está abierta. El olor a asado sacude
placenteramente las fosas nasales de los cuatro intrusos. Una mujer de mediana
edad está atizando sin ensañarse, con la mirada cautivada por aquella
incandescencia, el fuego que asa y dora
la carne de un animal despellejado. La saludan con cortesía, levantando los
cuatro las manos a la vez en señal de su buena voluntad. La mujer los mira
asustada, pero ni grita ni hace ademán de retroceder para protegerse. Agustino
le habla despacito y en voz baja. Le dice que no tenga miedo, que no le van a
hacer nada. Ella relaja su expresión y con una mano titubeante les señala un
banco arrimado a una de las paredes de la cabaña. Ellos se sientan
obedientemente, esperando que ella se tranquilice del todo y les hable.
¿Quiénes son ustedes
y qué quieren?, les pregunta la mujer con
voz temblorosa en una lengua medio asturiana, medio gallega, después de que por
fin se atreviera a soltarlo por aquella boca sin miedo a ser silenciada por
medios violentos. Tuvo que repetirlo varias veces para que la entendieran.
Agustino, procurando no alarmarla, le contestó ayudándose con gestos,
aspavientos y con mucha paciencia. Consiguió apaciguarla pero no que
comprendiera quiénes eran y a qué se debía su presencia. La mujer salió un
momento y volvió acompañada por un hombre de una edad parecida a la de ella y
con un cuerpo que la doblaba en altura y prominencias. Al verlo, los cuatro se
levantaron, se presentaron y le explicaron el motivo de su visita. Él sí los comprendió
desde el primer instante.
Heredia era muchas cosas, pero ante todo se definía como un
apasionado campesino enamorado de la tierra y de la naturaleza. Durante algunos
años vivió en una aldea muy cercana a Galicia. Allí trabajó de herrero y
trabajó la tierra de algunos señores que le pagaban su jornada con una mísera
comida y apenas un breve descanso. Cansado del lugar se marchó a conocer el
mar. Pero lo único que conoció fue el lugar donde una ría doblaba su curso para
recorrer el camino inverso en su salida al mar. El miedo al agua le frenó sus
ansias por enrolarse en algún barco de los que arriban en puertos lejanos o en
alguna barcaza de las que faenan en las rías, siempre con la ribera a la vista.
Allí volvió a ejercer como herrero y
acabó conociendo a la que es su compañera. Me enamoré de ella nada más verla y
cada vez que nos veíamos mi amor por ella crecía, hasta que en una noche de
luna estuvimos a punto de ser sorprendidos por su marido y un puñado de sus vecinos.
Nos alertaron sus voces, que gritaban su nombre y maldecían mi osadía. Mientras
recogíamos apresuradamente las prendas que nos habían servido de lecho y
cubierto y protegido nuestros cuerpos del aire tibio de la noche, oí como la
luna se reía y nos instaba a que sin
pérdida de tiempo huyéramos monte arriba.
No dejamos rastro de la sabrosa carne con la que nos
obsequió aquel bondadoso y hospitalario matrimonio. Cuando estábamos a punto de marcharnos, Heredia quiso
enseñarnos una pieza de orfebrería labrada por él mismo, que consideraba un
auténtico tesoro y de la que se sentía muy orgulloso. Una extraordinaria
campana de plata relucía en el centro de su mísero y sobrio taller. Sus
destellos cegaron por un instante los ojos de los cuatro. La rodearon
boquiabiertos y la palparon con mucha delicadeza, como si fueran a herirla con
sus ásperos dedos. Heredia y su mujer disfrutaban al ver con que admiración
contemplaba aquella obra de arte. Gilberto le preguntó de dónde había sacado
los materiales. Heredia le guiño un ojo, sonrió y les despidió ofreciéndoles un
fuerte abrazo. Agustino le prometió que siempre que pasara por ahí se acercaría
a saludarlo. Heredia quiso agradecerle el gesto ofreciéndose a recibirlo a él y
a todas las buenas gentes que necesiten agua, comida o simplemente compañía.
Marcos no tardó en recuperarse. Los buenos cuidados de
aquellas dos damas enseguida encontraron una buena respuesta por parte de aquel
afortunado y bello muchacho. Estela miraba cómo aquellos ojos verdes se
clavaban sin disimulo en el azul claro de los ojos recién abiertos del
muchacho. A Estela, sabia en amores, le inquietó verla tan volcada en su
tarea de activarle la sangre a aquel
muchacho recién recuperado para la vida. Y le inquietó ver a Victoriano cómo
los observaba y cómo salió de aquella cabaña, con los ojos vidriosos y la
mirada perdida. Y miró a Pedro, y con un gesto le instó a que saliera tras él y
lo animara.
Victoriano siguió el sendero despejado de piedras y follajes
y poco después se encontró al pié de un ladera salpicada de piedras blancas que
se perdía en la espesura de la niebla. Sobre una modesta piedra se sentó.
Creyéndose solo, dejó que las lagrimas salieran e inundase sus ojos y le velasen la vista, sin miedo a que
ninguna mirada les impidiese seguir su trayecto. Pedro que lo observaba
escondido tras un árbol, quiso respetar aquel momento de diálogo con el
silencio, el dolor y el pensamiento y,
procurando que ni siquiera su aliento meciera las hojas más próximas y
alertasen a su afligido amigo y compañero, se volvió, con la idea de hablar con
Aanisa y conocer de su propia boca si consideraba a Victoriano solo un buen
amigo.
Pedro se acercó a Aanisa y le dijo que quería hablar con
ella. Salieron y Pedro la guió hacia un lugar en donde podrían hablar sin ser
vistos y oídos. Cuando se acomodaron, Pedro no quiso andarse por las ramas. Le
gustaba ser en todo tan claro y directo, que de buenas a primeras le preguntó
que sentía por Victoriano. Ella, como de costumbre, se quedó callada y con la
cara agachada. Aanisa, continuó Pedro, ese hombre te ama desesperadamente y vive permanentemente angustiado porque no
sabe a qué atenerse: o decírtelo y rezar para que tu respuesta no le hiera de
muerte o callarse y esperar a que tú sencillamente le confieses que lo amas.
Ahora se encuentra solo y hundido en un lugar próximo, porque quizás haya visto cómo miras a Marcos y con qué
dulzura te diriges a Mateo. Se le ve muy confuso y desorientado. Creo que deberías
aclararle cuanto antes cuáles son tus sentimientos y si él cuenta realmente con alguna posibilidad
de ser correspondido. Aanisa por fin se
decidió a levantar su rostro. Al mirarlo, Pedro divisó cómo una lagrima se iba
deslizando por su morena mejilla, zigzagueando como buscando un camino plácido
y seguro. Aanisa le pidió que lo guiase hasta él. Pedro le indico el sendero y
se alejó de ella y de los amores que solo corresponden a quienes por ellos
gozan y sufren.
Victoriano oyó el ruido de las ramas y supo que alguien
venía a interrumpir su recogimiento. Pero al ver que era Aanisa quien se
acercaba, sintió como su corazón bombeaba a un ritmo cercano al infarto, y como
sus piernas perdían consistencia, y su cuerpo se elevaba hacia alturas cercanas
al corazón de un cielo estrellado. Quiso levantarse para recibirla, pero la
mala suerte se apoderó de uno de sus pies, trastabillándose y dando con sus
huesos en el suelo. Sin tiempo para lamentaciones, se levantó como un rayo
dirigido en sentido contrario. Ruborizado pidió mil perdones por su
incorregible torpeza. Ella, colocando un dedo en posición vertical sobre sus
cerrados labios, le sugirió que se
callara y sin darle tiempo a que reaccionara
lo rodeó con sus frágiles brazos
y lo besó como quizás nunca soñó que podría besarlo.
No siento más que el roce de tus labios y el sabor dulce de
tu enamorada lengua. Abro los ojos para cerciorarme de que todo es cierto, de
que nada de esto en un sueño. Abro los ojos para leer en tus verdes ojos que no
me estás mintiendo, que con tu mirada y tus besos me estás diciendo:
Victoriano, yo te quiero.
Genial la presencia de la familia Jardòn en el relato.
ResponderEliminareSTUPENDO !! ENGANCHADA A LA LECTURA
ResponderEliminarPor fin! victoriano es correspondido por la bella Aanisa.Malena y Gilberto han consumado su amor,pero.....¿ Qué será del grupo de Calón?¿Cuando encuentren al rey decidirán matarlo para cumplir la amenaza de Poncio?.¿ el grupo caminamos podrá salvarse y llegarán con el Rey a Santiago?.
ResponderEliminar¿ Dónde estás Novechento?.¿ Cómo sigue tu relato?.
Escribe cuando puedas también algo de poesía.