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Camino Primitivo V:

Salieron de la fortaleza con los rostros heridos, no por hendiduras de cuchillos, sino por la aflicción que produce la obligación ineludible de tener que cometer el más punible de los crímenes. Asesinar al rey. ¡Qué locura! Una locura de unas consecuencias nefastas para la totalidad del grupo si se descubriese la autoría del magnicidio. No puede ser, no podemos hacerlo- se repetía una y otra vez con la boca sellada Calón-. Les habían dado un plazo de siete días. Si Poncio, al cabo de ese plazo, no hubiese recibido pruebas irrefutables de la muerte de Don Alfonso, los siete invitados, serían inmediatamente ejecutados.
Tres soldados camuflados con ropas similares a las que llevan Calón y sus compañeros, acompañan a aquel comando desarmado que se desplaza turbado por un sendero, camino de la muerte , sea la del rey o la de sus propios cuerpos. Cada soldado lleva bajo su capa un recién afilado cuchillo, listo para ser usado ante el mínimo amago de rebelión. Es poco el tiempo del que disponen, por lo que achuchados por aquellos tres impostores  aceleran el paso atolondradamente sin más paisaje que el de las negras previsiones. El traspié que se dio Nardo bajando por una ladera cubierta por piedras sepultadas por una alfombra de hojas muertas, alteró los ánimos de tal manera que Avelino -  un espigado y consumado aventurero -  no pudiendo contener ni su ira ni su fuerza, cogió por el brazo al más desprevenido de los soldados, retorciéndoselo y fracturándoselo. Uno de los soldados, con su cuchillo en la mano, se abalanzó sobre él empuñándolo en un costado. Avelino le rodeó el cuello con sus manos, apretándoselo con tal ímpetu que cuando quiso aflojar su fuerza se encontró con los ojos desorbitados de un cadáver. El tercer soldado dudó por un instante entre salir corriendo o enfrentarse a aquella asombrosa legión de desesperados y resolutivos combatientes. Calón y el resto del grupo lo cercaron. El soldado daba vueltas blandiendo su cuchillo sin saber a quién atacar primero y sin saber cómo defenderse ante todos a la vez. Como un bicho herido de muerte se movía convulsivamente, agarrándose a una vida que amenazaba con despedirse y dejarlo como un animal disecado. Cuando el cerco se estrechó y se vio sin posibilidades de atacar airosamente optó por defenderse, mostrando su disposición a la rendición lanzando su cuchillo al suelo y su ánimo al infierno, quedándose  más quieto que una estatua de espaldas al viento, ante la enrabietada mirada de quienes le acosaban.
La herida de Avelino afortunadamente fue limpia y no le acarreó ningún peligro. Le rociaron la zona con abundante aguardiente y se la vendaron. No quiso reposo ni consuelo. Se sentía como el peor de los malhechores por haber matado a un hombre. Ni siquiera la disculpa de la legítima defensa atenuaba los latigazos que su turbada conciencia le acarreaba sin descanso. Gina, compañera de andanzas, ni por un momento quiso dejarle solo. Él la oía pero no la escuchaba. Con su mirada perdida por laberintos construidos para que las almas deambulen perdidas  de por vida, se sentía ajeno a todo cuanto en su entorno sucedía.
Con un soldado muerto y dos retenidos, prisioneros de sus rehenes, qué podían hacer, se preguntaba Calón en voz alta, ante la circunspecta mirada de sus afligidos compañeros. Poncio, que perece ser tiene ojos por todas partes, no tardará en enterarse de este percance, y quizás recurra a una ejemplar venganza para que aplaquemos nuestros ánimos y nuestros arrebatos. No tenemos más opción que seguir con los planes previstos, con el añadido de tener que cargar con dos soldados ansiosos de vengarse y con la mala conciencia de haber matado, aunque fuese en defensa propia, a un tercero.
Poncio, nada más marcharse el grupo, ordenó que encerraran a los siete huéspedes en la torre. Allí permanecerían mientras no se tuviese noticia de la suerte del rey. De allí saldrían para retomar el camino interrumpido o bien para ser testigos de sus últimos suspiros de vida. Poncio mantenía firmes esperanzas en que su plan tuviera un buen final. Se reía al pensar que de ser así mataría a dos pájaros de un tiro. Quitaría del medio a un rey al que odiaba exasperadamente y condenaría al Grupo Caminamos de paso a su postración definitiva. Desde sus adentros siempre aborreció el pensamiento y el modo de vida, a su juicio libertino, de esos impertinentes, que en donde quieran que estén osan descaradamente en profanar los dogmas más sagrados de la tradición eclesiástica y cortesana. Mal ejemplo para un pueblo que no necesita de profetas que cuestionen la forma de vida heredada de nuestros más afamados y respetados antepasados. Si él hubiese querido, el rey ya estaría muerto desde hace mucho tiempo. Pero necesitaba tiempo para encontrarle el sustituto ideal. Ahora que ya lo tiene, solo resta que el rey sea asesinado y que ese endiablado grupo, de un modo u otro, desaparezca de la faz del reino y, si todo concluye como él espera, de la faz de la tierra. No se olvida de ese joven capitán al que el rey le ha tomado especial estima. Un escollo serio en su camino hacia el poder absoluto. Qué pena que el más fiero de mis lacayos, el capitán Alaalegre, no haya aprovechado su oportunidad; ahora que ya no podré contar con él, tendré que recurrir a mi querida sobrina. Seguro que ella sabrá envenenarlo con sus palabras y sus caricias.
Agustino contempla aquel mar de nubes sentado sobre una lisa roca al pié de una frondosa ladera que se pierde por las profundidades de un tierra que se eleva callada, verde y salvaje. Quiere que en su mente no quede más rastro que el de la belleza de aquel paisaje que anestesia los males y aviva las ganas de transformarse en una piedra animada y formar parte de tan sublime instantánea. No se ha dado cuenta que tras él sus compañeros de andanzas disfrutan de igual modo de la misma vista y con idéntica dicha. Ballesteros, de pronto, rompe el silencio con una breve exclamación. ¡Mirad!; mientras señala con un dedo hacia un hueco de la ladera en la que se divisa el tejado de lo que parece ser una cabaña de piedra. De ella emerge, danzante, una negra línea de humo que al poco de elevarse se diluye y desaparece. El Leonés mira a su alrededor y no ve a ningún soldado que les esté vigilando. Con voz muy baja le plantea a sus compañeros que alguno de ellos bajen y vean quién es el afortunado que cada mañana se despierta con las voces de aquellos montes y en cada noche se acuesta con los cánticos de sus silencios.
El capitán Gilberto los observa desde la entrada de su tienda. Confía plenamente en ellos y no se inquieta. Habrán visto algo de interés y querrán reconocerlo de cerca, piensa. Además, el grueso del grupo permanece en el mismo sitio. Se acerca y los saluda y desvía la mirada hacia los tres que van descendiendo con todas las cautelas que el resbaladizo y rocoso suelo requiere. Sin pensárselo dos veces inicia su descenso, con las mismas precauciones, siguiendo sus mismos pasos, camino de aquel oasis humano.
La puerta está abierta. El olor a asado sacude placenteramente las fosas nasales de los cuatro intrusos. Una mujer de mediana edad está atizando sin ensañarse, con la mirada cautivada por aquella incandescencia, el fuego  que asa y dora la carne de un animal despellejado. La saludan con cortesía, levantando los cuatro las manos a la vez en señal de su buena voluntad. La mujer los mira asustada, pero ni grita ni hace ademán de retroceder para protegerse. Agustino le habla despacito y en voz baja. Le dice que no tenga miedo, que no le van a hacer nada. Ella relaja su expresión y con una mano titubeante les señala un banco arrimado a una de las paredes de la cabaña. Ellos se sientan obedientemente, esperando que ella se tranquilice del todo y les hable.
 ¿Quiénes son ustedes y qué quieren?, les pregunta  la mujer con voz temblorosa en una lengua medio asturiana, medio gallega, después de que por fin se atreviera a soltarlo por aquella boca sin miedo a ser silenciada por medios violentos. Tuvo que repetirlo varias veces para que la entendieran. Agustino, procurando no alarmarla, le contestó ayudándose con gestos, aspavientos y con mucha paciencia. Consiguió apaciguarla pero no que comprendiera quiénes eran y a qué se debía su presencia. La mujer salió un momento y volvió acompañada por un hombre de una edad parecida a la de ella y con un cuerpo que la doblaba en altura y prominencias. Al verlo, los cuatro se levantaron, se presentaron y le explicaron el motivo de su visita. Él sí los comprendió desde el primer instante.
Heredia era muchas cosas, pero ante todo se definía como un apasionado campesino enamorado de la tierra y de la naturaleza. Durante algunos años vivió en una aldea muy cercana a Galicia. Allí trabajó de herrero y trabajó la tierra de algunos señores que le pagaban su jornada con una mísera comida y apenas un breve descanso. Cansado del lugar se marchó a conocer el mar. Pero lo único que conoció fue el lugar donde una ría doblaba su curso para recorrer el camino inverso en su salida al mar. El miedo al agua le frenó sus ansias por enrolarse en algún barco de los que arriban en puertos lejanos o en alguna barcaza de las que faenan en las rías, siempre con la ribera a la vista. Allí volvió a ejercer como herrero  y acabó conociendo a la que es su compañera. Me enamoré de ella nada más verla y cada vez que nos veíamos mi amor por ella crecía, hasta que en una noche de luna estuvimos a punto de ser sorprendidos por su marido y un puñado de sus vecinos. Nos alertaron sus voces, que gritaban su nombre y maldecían mi osadía. Mientras recogíamos apresuradamente las prendas que nos habían servido de lecho y cubierto y protegido nuestros cuerpos del aire tibio de la noche, oí como la luna se reía y nos instaba a que  sin pérdida de tiempo huyéramos monte arriba.
No dejamos rastro de la sabrosa carne con la que nos obsequió aquel bondadoso y hospitalario matrimonio. Cuando estábamos  a punto de marcharnos, Heredia quiso enseñarnos una pieza de orfebrería labrada por él mismo, que consideraba un auténtico tesoro y de la que se sentía muy orgulloso. Una extraordinaria campana de plata relucía en el centro de su mísero y sobrio taller. Sus destellos cegaron por un instante los ojos de los cuatro. La rodearon boquiabiertos y la palparon con mucha delicadeza, como si fueran a herirla con sus ásperos dedos. Heredia y su mujer disfrutaban al ver con que admiración contemplaba aquella obra de arte. Gilberto le preguntó de dónde había sacado los materiales. Heredia le guiño un ojo, sonrió y les despidió ofreciéndoles un fuerte abrazo. Agustino le prometió que siempre que pasara por ahí se acercaría a saludarlo. Heredia quiso agradecerle el gesto ofreciéndose a recibirlo a él y a todas las buenas gentes que necesiten agua, comida o simplemente compañía.
Marcos no tardó en recuperarse. Los buenos cuidados de aquellas dos damas enseguida encontraron una buena respuesta por parte de aquel afortunado y bello muchacho. Estela miraba cómo aquellos ojos verdes se clavaban sin disimulo en el azul claro de los ojos recién abiertos del muchacho. A Estela, sabia en amores, le inquietó verla tan volcada en su tarea de activarle la sangre a aquel muchacho recién recuperado para la vida. Y le inquietó ver a Victoriano cómo los observaba y cómo salió de aquella cabaña, con los ojos vidriosos y la mirada perdida. Y miró a Pedro, y con un gesto le instó a que saliera tras él y lo animara.
Victoriano siguió el sendero despejado de piedras y follajes y poco después se encontró al pié de un ladera salpicada de piedras blancas que se perdía en la espesura de la niebla. Sobre una modesta piedra se sentó. Creyéndose solo, dejó que las lagrimas salieran e inundase sus ojos y le velasen la vista, sin miedo a que ninguna mirada les impidiese seguir su trayecto. Pedro que lo observaba escondido tras un árbol, quiso respetar aquel momento de diálogo con el silencio, el dolor  y el pensamiento y, procurando que ni siquiera su aliento meciera las hojas más próximas y alertasen a su afligido amigo y compañero, se volvió, con la idea de hablar con Aanisa y conocer de su propia boca si consideraba a Victoriano solo un buen amigo.
Pedro se acercó a Aanisa y le dijo que quería hablar con ella. Salieron y Pedro la guió hacia un lugar en donde podrían hablar sin ser vistos y oídos. Cuando se acomodaron, Pedro no quiso andarse por las ramas. Le gustaba ser en todo tan claro y directo, que de buenas a primeras le preguntó que sentía por Victoriano. Ella, como de costumbre, se quedó callada y con la cara agachada. Aanisa, continuó Pedro, ese hombre  te ama desesperadamente  y vive permanentemente angustiado porque no sabe a qué atenerse: o decírtelo y rezar para que tu respuesta no le hiera de muerte o callarse y esperar a que tú sencillamente le confieses que lo amas. Ahora se encuentra solo y hundido en un lugar próximo, porque quizás  haya visto cómo miras a Marcos y con qué dulzura te diriges a Mateo. Se le ve muy confuso y desorientado. Creo que deberías aclararle cuanto antes cuáles son tus sentimientos  y si él cuenta realmente con alguna posibilidad de ser correspondido.  Aanisa por fin se decidió a levantar su rostro. Al mirarlo, Pedro divisó cómo una lagrima se iba deslizando por su morena mejilla, zigzagueando como buscando un camino plácido y seguro. Aanisa le pidió que lo guiase hasta él. Pedro le indico el sendero y se alejó de ella y de los amores que solo corresponden a quienes por ellos gozan y sufren.  
Victoriano oyó el ruido de las ramas y supo que alguien venía a interrumpir su recogimiento. Pero al ver que era Aanisa quien se acercaba, sintió como su corazón bombeaba a un ritmo cercano al infarto, y como sus piernas perdían consistencia, y su cuerpo se elevaba hacia alturas cercanas al corazón de un cielo estrellado. Quiso levantarse para recibirla, pero la mala suerte se apoderó de uno de sus pies, trastabillándose y dando con sus huesos en el suelo. Sin tiempo para lamentaciones, se levantó como un rayo dirigido en sentido contrario. Ruborizado pidió mil perdones por su incorregible torpeza. Ella, colocando un dedo en posición vertical sobre sus cerrados labios, le sugirió  que se callara y sin darle tiempo a que reaccionara  lo rodeó  con sus frágiles brazos y lo besó como quizás nunca soñó que podría besarlo.
No siento más que el roce de tus labios y el sabor dulce de tu enamorada lengua. Abro los ojos para cerciorarme de que todo es cierto, de que nada de esto en un sueño. Abro los ojos para leer en tus verdes ojos que no me estás mintiendo, que con tu mirada y tus besos me estás diciendo: Victoriano,  yo te quiero.  


  

     






   

3 comentarios :

  1. Genial la presencia de la familia Jardòn en el relato.

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  2. eSTUPENDO !! ENGANCHADA A LA LECTURA

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  3. Blanca20.6.17

    Por fin! victoriano es correspondido por la bella Aanisa.Malena y Gilberto han consumado su amor,pero.....¿ Qué será del grupo de Calón?¿Cuando encuentren al rey decidirán matarlo para cumplir la amenaza de Poncio?.¿ el grupo caminamos podrá salvarse y llegarán con el Rey a Santiago?.
    ¿ Dónde estás Novechento?.¿ Cómo sigue tu relato?.
    Escribe cuando puedas también algo de poesía.

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