El capitán encargado por el rey de buscar a los miembros del grupo caminamos
evadidos del campamento, de nombre Gilberto, no tardó en encontrar las primeras
pistas sobre el rumbo tomado por los fugados. No se le consideraba un hombre rudo ni despiadado. Su
educación refinada le confería un estilo propio, que no casaba con las maneras habituales de los mandos castrenses,
más acostumbrados a manifestar su autoridad a base de gritos y amenazas. Una
buena parte de ellos habían ingresado voluntariamente o habían sido reclutados
forzosamente en el ejército siendo aún muy jóvenes y
procedían de los núcleos más pobres de las ciudades y de las zonas rurales más cercanas. La formación era puramente militar y sus ascensos venían precedidos
habitualmente por sus méritos en los campos de batalla. Competían entre ellos
por ganarse los favores de los mandos políticos, por su reconocimiento público
y por los ascensos dentro del escalafón, sacando lo peor de sí mismos para
demostrar su valor y sus dotes de mando e impregnando de un ambiente
excesivamente tenso las relaciones entre ellos y sobremanera con los
soldados y con los súbditos menos
cualificados socialmente. Gilberto, hijo de un hidalgo que cultivó hasta sus últimos días su amor a
las artes y las ciencias, fue educado, como correspondía a un joven de su
extracción social, en los centros eclesiásticos más prestigiosos de la ciudad.
Cuando la mala suerte y el exceso de confianza abocaron a su familia a la ruina,
ingresó voluntariamente en la guarnición
real con rango de oficial, gracias a un favor que le debía a su familia un
consejero muy unido desde la infancia al rey Alfonso. Sus exquisitos modales y
su más que reconocida humanidad en el trato con sus compañeros de cuartel y con
todos los que se relacionaban con él, le confirió un estatus de ser extraño y
desubicado, que le acarreó el recelo y el aislamiento por parte de algunos de
sus colegas de rango , no así por parte de los soldados, que lo veían como el
gran valedor de sus derechos, si es que algún derecho les amparaba en aquel
entonces que no fuera el de vigilar permanentemente en tiempos de paz o el
de matar en tiempos de guerra. Pero a cambio, el capitán Gilberto se ganó la
confianza del rey, con el se sentía muy a gusto y con el que se entretenía
frecuentemente hablando sobre estrategias militares y sobre las artes. Don
Alfonso lo consideraba más que un militar a sus órdenes, un amigo. Y aunque su
experiencia castrense era muy escasa,
sus cualidades como estratega eran muy consideradas en la corte, por lo que el
rey siempre acudía a él para misiones de especial cometido, que exigían mucha
mano izquierda y una buena dosis de
paciencia y de sabiduría… Al capitán Gilberto, que conocía, como todos los que
abren sus ojos para ver la realidad sin prejuicios, las debilidades (si es que
a la supervivencia se le puede considerar una debilidad) de la gente
desahuciada socialmente, le sonrió la
fortuna al encontrarse con un mendigo
con paradero fijo en la aldea, que se ofreció a cambio de una modesta cena a
darle la información que el capitán demandaba. El Capitán, que no tenía prisa,
ordenó a sus soldados que se quitaran el uniforme y se vistieran como las
gentes del campo. El mismo se deshizo de sus vestimentas militares y se
convirtió en uno más. No quería llamar
la atención. Pasar de incognito le abriría muchas posibilidades de acceder a la
confianza de muchos labriegos y aldeanos con los que ineludiblemente se
encontraría por el camino y que probablemente podrían facilitarle su búsqueda.
Se dirigiría a la aldea de Aleo. Según el mendigo, alcanzado el monte del Viso,
el grupo descendió por la ladera trasera en dirección a tierras gallegas tal
como le había contado otro mendigo que les oyó hablar durante la noche en la
cima del mismo. Pero para evitar ser apresados irían por tierras ligeramente
más al norte, en dirección paralela. El mendigo también le contó que algunos de
ellos tendrían que pasar necesariamente por Aleo para aprovisionarse y
continuar el camino. El capitán bordeó el monte andando, seguido por su pequeña
guarnición de soldados, agradecidos de no tener como capitán a ningún bárbaro
capaz de enviarlos al mimo infierno con tal de hacer méritos o por puro
entretenimiento.
El rey Alfonso, subido sobre su caballo, desciende a ritmo
de paseo seguido por su colorido séquito por un camino en donde las piedras sepultadas
por multitud de hojas les ocasionan algún que otro disgusto de leves o
lamentables consecuencias. Los soldados reclutados a última hora, entre cuyas
misiones se encuentra la de inspeccionar el terreno, hacen la vista gorda,
esperando que algunas de las piedras desestabilicen a los caballos, desbocándolos y provocando frecuentes
incidentes. Es la manera que tienen de vengarse y resarcirse de algún modo del
secuestro al que han sido sometidos, aún a sabiendas que van a recibir un
severo o quizás mortal castigo. El paisaje otoñal otorga al entorno un colorido
mortecino e impregna el alma de quien lo contempla absorto de nostalgias y sueños
en un marco de incomparable belleza. Con la caída de las hojas se desnudan las ramas dejando a los árboles a merced de sus vergüenzas, y
el camino las va recogiendo en su lecho para que el viento las zarandee o el
viajero al pisarlas rompan su silencio. Don Alfonso se siente afortunado por estar al frente de
un reino tan abruptamente bello y de ahí que su fervor hacia su obsequioso Dios
vaya creciendo; y de ahí que su peregrinación la considere su sagrado tributo a su amo y señor.
Ensimismado, pensando en estas coas, cabalga, ajeno a los gritos que sus
capitanes van proliferando a cada paso, creándose un contraste de realidades y ensoñaciones que sintetizan la armonía que caracteriza la
vida de la mayor parte de los humanos. Se siente feliz de haber recuperado las
fuerzas, de que sus heridas se estén
cicatrizando y que de su cabeza se hayan
ido, presurosas por alcanzar otras moradas, sus pesadillas y sus delirios. Se siente
seguro al llevar consigo a Gervasio y a Deva. Se siente en deuda eterna con
ellos por haberle recuperado de su supuesta locura y de su previsible muerte.
Sabe que son miembros del grupo caminamos, que no se sienten cómodos viajando
con un rey que considera a sus amigos
unos rebeldes y se refiere a ellos como
unos proscritos. Pero sus intenciones son otras, y quiere hacérselo saber en su
momento. Lo que daría por tenerlos formando parte de su séquito y llegar juntos a Compostela y poder
arrodillarse ante la fosa que contiene los restos de Santiago con ellos respaldándolo. Pero no quiere que
sus más leales colaboradores lo consideren un rey débil, incapaz de hacer valer
su autoridad cuando su persona ha sido vilipendiada. No puede, por el momento,
mostrar la indulgencia que su alma le pide para no animar a más súbditos a
rebelarse con idénticas actitudes. Solo uno de ellos pecó de perjurio,
humillándole públicamente con comentarios ofensivos a su dignidad y a su
autoridad. Por un solo individuo no pueden pagar todos, pero si no lo hubieran
ayudado a escapar y si no se hubiesen
escapado ellos mismos del campamento agrediendo y reduciendo a mis soldados,
por mi parte ya estarían indultados y reintegrados. Ahora se ve entre la espada
y la pared. Podría recurrir a sus poderes para hacer lo que le venga en gana,
pero le asusta la idea de ser recordado como un rey déspota e injusto, que
según a quien se juzgue utiliza una u otra vara de medir. Su decisión está
tomada. Pero necesita que los acontecimientos le ayuden a justificarla. Reza
para que así sea. Pero ahora su corazón se siente alegre y quiere tener un
gesto de generosidad con toda la comitiva. Desea que disfruten de un día de asueto, quiere,
ahora que se siente pletórico y magnánimo, darles a entender que sabe
recompensar los esfuerzos realizados. Le han dicho que en Aleo hay una fortaleza con la capacidad
suficiente para que puedan comer todos juntos los más exquisitos manjares del
lugar. Le han hablado del Palacio de Jonás, un agradable lugar en donde podrá
también pernoctar. No tiene noticias del capitán Gilberto. Confía plenamente en
que llevará adecuadamente su cometido. Se siente muy afortunado de tenerle como
su asesor militar más cercano, a pesar de las reticencias que levanta entre su
ejército. Qué pena que no pueda compartir ese día de descanso con él y con el grupo
caminamos…
El grupo de Calón, avanzaba
con rapidez. Bien aprovisionados como estaban, frescos y acostumbrados a hacer salidas largas,
enseguida se les vio por el Alto del
Estraperlo. Diseminados por su cima ahí seguían los puestos de mercancías libres
de impuestos. Nadie, excepto Clarisa y Josefina, se detuvo a sondearlos. Ellas,
para no perder la estela de sus compañeros, apenas reparaban en los atractivos
trapos que se exponían a muy bajos precios. Los comerciantes que auguraban al
verlos un día de buenas ventas, salieron tras ellos implorándoles que se
detuvieran y se acercaran a sus puestos, pero al ver frustrados sus intentos
acabaron maldiciendo la tacañería de
estos señoritos de ciudad que no se dignan de mirar a quien no pertenece a su
linaje. Más de uno los miró al verlos alejarse con cara de desprecio y les
lanzó conjuros que de cumplirse ni el propio Satanás podrá haber sido más
vengativo. El grupo ascendía y descendía los repechos sin apenas descansar y
cuando lo hacían eran tan breves los descansos, lo imprescindible para beber y
comer, que el cansancio empezó a hacer mella en algunos de ellos, obligándolos
a ralentizar la marcha para que nadie se quedara atrás. Querían llegar cuanto
antes a la aldea de Agrato, pasar allí la noche y continuar viaje a la
madrugada. Sus intenciones iban a depender del rio Nalotium, que durante esa
época del año permanecía frecuentemente desbordado. En ese caso tendrían que
pasar la noche a la ribera del rio y contratar los servicios al día siguiente
de algún generoso barquero que les condujese a la otra orilla y salvar la
crecida de las revueltas aguas… Calón era un empedernido lector de textos clásicos
y cuando su agitada profesión se lo permitía los devoraba con auténtica pasión.
Ticonius, su lacayo desde que se marchó de su casa natal, le proveía de toda
clase de escritos que circulaban clandestinamente por la ciudad. Escritos que
hablaban sobre la moral que guiaba a los hombres de imperios antiguos en lugares de olvidados
nombres; de aventuras de heroicos guerreros, hijos de dioses, que surcando
mares arribaban en tierras que se convertirían en campos de legendarias
batallas o de emperadores o
faraones que ordenaban construir
monumentos en su memoria que les perpetuasen a lo largo de los tiempos, sin que
nadie que se quiera considerar digno de ser tratado como un buen historiador
pueda ignorar los sacrificios humanos con los que hubo que pagar tantos egos
endemoniados. ..Calón más que como un criado lo trataba como un hijo, sin
importarle las habladurías de algunos de sus altaneros vecinos, que se quejaban
del mal ejemplo que ejercía alentando
una relación impropia de criado y señor por el miedo latente a que sus criados les manifestasen su
descontento por no recibir parecido trato.
Hasta tal punto veneraba las habilidades de Ticonius que mientras caminaba iba
ideando la manera de agradecérselo y
consideró la posibilidad de inmortalizarlo como personaje principal en una
historia en el que los caminos cobraran toda su importancia. Ticonius, esmerado lector, pudo leer y verse un año
después protagonizando divertidas aventuras
acaecidas unos siglos más tarde en lugares muy próximos a él y otros no
tan lejanos pero cuyos escenarios nada tienen que ver con los que retratan su
tiempo. A Calón le hubiese gustado tenerlo con él en esta aventura de
imprevisible desenlace. Sin él se sentía como perdido y nadando en unas aguas sin orillas cercanas,
pero su trabajo comportaba una serie de obligaciones diarias que solo Ticonius
era capaz de afrontar con garantías. Nardo, que lo conocía desde hace muchos
años, lo observaba a cierta distancia. Conocedor de los vaivenes que agitan los
pensamientos de aquellos que abren sus ojos para mirarse a sí mismos, sin
dirigirle la palabra, esperaba que la tarde por si sola recompusiese aquel semblante y le devolviese
su aspecto de hombre seguro capaz de afrontar las empresas más arriesgadas con
la templanza de quien no teme a nada. A Nardo le encantaba charlar, por lo que
era difícil verlo solo. Buscaba la compañía de los más dicharacheros con los
que poder intercambiar las más variadas impresiones sobre los más variados
temas. Su curiosidad por conocerlo todo le asemejaba a la del cualquier niño
inquieto que lo pregunta todo. Era un hombre que a pesar de su experiencia
seguía asombrándose por el más insignificante misterio de los muchos conque la
naturaleza constantemente nos reta. Pero si hay un rasgo que lo destacase
y definiese es el alto valor que siempre
le concedió a la buena camaradería. Por todo esto era un hombre muy querido y
altamente considerado… No les extrañó ver el río con mucho caudal. No quisieron
arriesgarse a atravesarlo a esas horas
del tarde. Buscaron un lugar donde la mullida hierba les sirviese de lecho al
amparo de unas rocas que les protegiese del viento en una noche que se presumía
iba a ser ventosa y muy fría. Aunque llevaban pieles para abrigarse, nada más
acampar, recolectaron toda la leña que
pudieron para que las hogueras, además de calentarles, vigilaran sus sueños y
abortaran las intenciones de los animales más fieros.
El Leones, Ballesteros y Miguel encabezan un grupo que
avanza compacto, atentos a cualquier ruido o movimiento sospechoso, por escarpadas sendas que se
pierden entre formaciones rocosas de exiguo volumen y entre bosques de desigual
frondosidad que con frecuencia los desorienta y les aleja del camino que
presumiblemente debería de acercarles a Aleo. Varios componentes del grupo
forman un cordón de vigilancia que apostados
a una cierta y prudencial distancia otean cuando las vistas lo permiten
el entorno más próximo. Saben, aunque no tengan la certeza, que los estarán
buscando desde que se escaparon, y que para ello no habrán escatimado ni
recursos económicos ni humanos. Son conscientes de que a estas alturas más de
un testigo se habrá ido de la lengua. Suponen que si todavía no les han
abordado y apresado es que porque posiblemente aún desconocen su paradero y sus intenciones, pero
intuyen que deben estar merodeando por las cercanías, estrechándoles su
espacio, y que de un momento a otro se verán sorprendidos y cazados. Que
endemoniado es el miedo cuando se expande por todo el cuerpo y va envenenando
la sangre y paralizando los huesos, sin dejarle a la esperanza un espada para
retarle en duelo…Y para calentar más el cocido Emiliano les pegó un susto de
muerte cuando apareció sin
anunciarse por un recodo del camino
corriendo y farfullando unas palabras que se iban cayendo según iban saliendo
sin que nadie supiese si eran lamentos o ensayos rápidos del discurso que
estaba elaborando. Todos dejaron de
andar al verlo y se reagruparon en torno a Agustino. Emiliano después de un
breve suspense, en el que no faltó el comedido silencio ni las miradas
inquisitivas, mirándolos a todos y sin fijar la mirada en nadie en particular,
les dio la noticia de que todo el séquito real se hallaba en Aleo y que podía casi
asegurar que ningún soldado se hallaba rastreando o merodeando por la zona en
la que se encontraban. Había tenido la fortuna de dar con un grupo de viajeros
que se dirigen a tierras gallegas y que acababan de salir de Aleo. Según ellos,
el rey de Asturias estaba alojado en el
Palacio De Jonás, un suntuoso edificio famoso por sus acogedoras habitaciones,
por sus renombrados banquetes y por los cánticos y bailes que animan y visten de
fiesta sus fastuosos salones. El que parece liderar este grupo de viajeros, de
nombre, creo recordar, Numberto, me aseguró que toda la comitiva estaba
invitada a un gran banquete y a una gran
fiesta en el mismo palacio. Al poco tiempo de salir de la aldea, cuando pasaban
por un descampado en la que parece ser anualmente se celebra una concurrida
romería, vieron como un buen número de soldados levantaban en un santiamén un campamento con numerosas tiendas blancas que
lucían iconos y emblemas del reino… Emiliano, clavando su mirada en los ojos de
Agustino, les transmitió el deseo de este grupo de viajeros de unirse a ellos y
poder compartir el camino hacia Galicia. Agustino guardó silencio. Miró en torno suyo muy lentamente, no se sabe
si con el fin de ganar tiempo para reflexionar sobre lo escuchado y responder
de manera certera o bien esperando que alguno de sus colegas se adelantase y le
sacara del atolladero por el que
deambulaba su cabeza. El Leones se percató del trance que debilitaba la
capacidad de reacción de Agustino y dirigiéndose a Emiliano le planteó una
serie de preguntas que indudablemente estaban planteándose cada uno de los presentes. Emiliano, tu deber era vigilar y no dejarte ver. ¿Qué
ocurrió para que cometieras esa temeraria indiscreción? ¿Por qué confiaste en
ellos y les confiaste a unos
desconocidos hacia dónde íbamos? No sabemos quiénes son ni lo que buscan. ¿Quién
nos puede asegurar que no son espías enviados por el mismo rey o por algunos de
sus diabólicos asesores? El silencio
sepulcral que siguió a esta última pregunta empalideció el rostro de Emiliano
que avergonzadamente agachó la cabeza parapetándose ante la mirada inquisitiva de quienes lo rodeaban.
Llaca se acercó y lo rodeó con sus brazos, le atusó con mucha suavidad el
cabello y le levantó tiernamente la cara, en la que brillaba el poso que dejan
las lágrimas. Cuando se destensaron los rostros y el silenció, moribundo, expiró, Emiliano se secó el agua que segrega
la incomprensión y la pena y
mirándolos uno a uno a la cara, con toda
la firmeza de la que es posible hacer gala cuando de tu palabras depende tu salvación o tu condena, les dijo que le
sorprendieron cuando se paró a beber agua en un arroyo oculto tras unos
matorrales. ¿Cómo iba a suponer que en
ese lugar tan recóndito iban a encontrarme? Tomé desde el primer instante todas las
precauciones, pero de todos es sabido que es imposible garantizar pasar
inadvertido. ¿Acaso en estos momentos no estamos expuestos a que alguien nos
vea? Estas tierras no están ni acotadas ni vigiladas, por aquí puede pasar
quienquiera, como lo estamos haciendo nosotros. Se decidió seguir hacia
adelante, a pasar del riesgo que corríamos. ¿Pensabais que no nos íbamos a
encontrar a ningún extraño durante un camino tan largo e incierto en el que
dada nuestra precariedad debemos apelar
a la solidaridad de gentes que
desconocemos? Sobre la confianza que me merecen estos supuestos viajeros, os
diré que se portaron conmigo con extrema
delicadeza y amabilidad y de sus palabras y comentarios en ningún momento
deduje que pudieran estar engañándome. Por su aspecto supuse que se trataban
realmente de viajeros. Me han dicho que vienen de tierras muy empobrecidas y
que les han hablado que por Galicia cualquiera puede ganarse la vida empleándose
como pescador a cambio de un humilde alojamiento y un poco de comida. Llevaban
dos días en Aleo porque carecen de recursos y estuvieron mendigando para comer
algo y almacenar algunos víveres que les ayude a continuar el camino. Quizás
haya metido la pata por creer en la bondad
y la honradez de la inmensa mayoría de las personas, ¿acaso no creéis en
ellas en la misma medida que yo? Y si en este caso realmente he sido burlado,
solo el tiempo tiene potestad para corroborarlo
y solo a Dios le reconozco autoridad
para juzgarme y sentenciarme. El Leones se acercó a él, posó su mano
sobre su hombro y mirándole con unos ojos que no abrigaban más que el rostro de
la ternura, le pidió disculpas por el tono reprobatorio de sus preguntas sin
haber esperado a que les diera los detalles, pero que tenía que entender que la
extrema cautela es el único arma con el que se pueden defender. Cada cual
esperó su turno para acercarse al apesadumbrado Emiliano para darle la mano o
un abrazo y expresarle palabras de apoyo y ánimo. Agustino seguía con el
semblante arrugado de quién no está
convencido de que se haya obrado con la debida precaución. Le dio el consabido
abrazo e inmediatamente insto al grupo a que se debatiese sobre si debían aceptar la
petición del tal Nomberto de unirse a
ellos en su camino.
Victoriano no se separa de Aanisa. Ella apenas habla. Se
supone que está atenta a las palabras de su dicharachero acompañante porque no
deja de responder con monosílabos o leves gestos ante la incesante batería de preguntas con la
que victoriano la distrae desde que
salieron de la casa de Pedro. Van ligeramente retrasados respecto a sus
compañeros, que intencionadamente incrementan el ritmo de sus pasos para
dejarlos a solas con sus intimidades y flirteos. Abban ya se ha encargado de poner tanto a Pedro
como a Estela al día sobre el presunto enamoramiento de su amigo Victoriano.
Ambos sonrieron al oír el cotilleo. Ya se habían dado cuenta de cómo se miraban
en la casa. La misma mirada, con la misma luz y con la misma intensidad, con la
que Pedro y Estela se miran desde que se aman. La misma mirada que delata a dos
enamorados, sea él gitano, haya sido ella prostituta, sea quienes sean los
afortunados... Ya les queda lejos Valdesalas.
El mismo mendigo que informó al capitán Gilberto a cambio de una cena
confidenció con Pedro a cambio de un abrazo. Pero el estómago no cesa en reclamar su presa, por lo que aparte del
abrazo Pedro, más partidario de la justicia que de la caridad, le ofreció un
trabajo, que cuidase de su casa en su ausencia. Cuando ya adivinaban la
cercanía de Aleo por la densa humareda que ascendía perezosamente y por el ruido
inconfundible que provoca los sonidos de los tambores cuando son golpeados al
unísono, oyeron las estridentes voces de unos salteadores que salidos de la
nada les conminaron a bajar los brazos, rodeándolos e intimidándolos con las
hojas de sus flamantes cuchillos. Eran media docena de jóvenes, algunos con aspecto de críos, los
que profanaron el encanto de una tarde invitada a ser testigo de los delirios
de dos enamorados abstraídos, solo atentos a la ingravidez de sus propios
cuerpos y al lenguaje de los sentimientos y los
deseos. El portavoz de los asaltantes les dijo que se mantuvieran
quietos y tranquilos, que si accedían voluntariamente a vaciar todo el
contenido de sus bolsillos y sus alforjas no tendrían que temer ni por su
seguridad ni por sus vidas. Ni Victoriano
ni sus acompañantes osaron incumplir la petición de tan educado
muchacho. Sobre un lienzo depositaron todas sus pertenencias. Dos de los
muchachos hurgaron con cierta torpeza entre las escasas posesiones y no encontraron más que los enseres propios
de quien recorre los caminos con lo puesto y lo imprescindible. Los pocos alimentos que
llevaban fueron devorados según iban siendo requisados; del resto, se adueñaron
de unas sandalias y unas finas y raídas
mantas. El pobre motín no desairó el ánimo de los salteadores, pero sí
activó en alguno de ellos el deseo de verse compensado con los encantos de las
dos bellas mujeres. Dos de ellos se movieron con la rapidez de un lince y
asieron a las dos muchachas violentamente
arrastrándolas y tirándolas al suelo. Victoriano y Pedro no tardaron un
segundo en lanzarse enrabietados contra ellos propinándoles toda clase patadas
y puñetazos, con la suerte de no ser alcanzados por los cuchillos con los que
se defendían los dos muchachos. El que parecía liderar el grupo de rufianes
ordenó, elevando la voz con un grito que retumbó como si de un trueno se
tratara, al resto de su grupo que paralizasen la pelea y restablecieran la
calma. Cuando se levantaron se acercó a sus dos compañeros y les abofeteó con
tanta fuerza que de milagro sus cabezas no se desprendieron de sus esqueléticos
cuerpos. Les reprochó su brutal e incivilizado comportamiento y les recordó que
si robaban era por necesidad no por placer, que no podían comportarse como si
fueran unos vándalos. Los dos tenían hermanas y los dos las vengarían incluso
con la muerte si eran violadas, tal como ellos pretendían hacer con las dos
muchachas. Les conminó a que cogieran sus cosas y se marcharan. Abban, que
desde el principio de los acontecimientos se limitó a obedecer y a permanecer
impertérrito, callado y atento, se dirigió al cabecilla sin mediar solicitud
con una serenidad impropia de quien se halla intimidado por unos cuchillos
capaces desollar con una leve pasada la piel más acorazada , instándole a que
reflexionase sobre la decisión que acababa de adoptar. El muchacho le
interrumpió aturdido por su atrevimiento
y por no comprender el sentido de sus palabras.
Le dijo que eran honrados campesinos que se vieron en la necesidad de
huir para no ser reclutados forzosamente como soldados en el ejército real. Ni
siquiera pueden volver a sus hogares por miedo a ser denunciados a cambio de prebendas por algunos de sus más
ambiciosos vecinos. Han tenido que dejar a sus familias. En algunos casos a sus
esposas solas con sus hijos, sin saber cuando los vamos a volver a ver y cómo
van a sobrevivir. No sabemos a dónde ir.
No tenemos más que estas pobres ropas y estos cuchillos, pero no estoy
dispuesto a que nos convirtamos en crueles bandidos. Abban le respondió que
entendía sus motivos y que quizás era conveniente que se mantuvieran alejados
durante un tiempo para que las aguas se tranquilizaran y desapareciera el
peligro. El rey tiene en la ciudad suficientes muchachos para nutrir de
efectivos a su ejército. Solo por la necesidad de reemplazar las bajas causadas
por su obcecado peregrinar a Compostela en busca del sepulcro de Santiago se
acudió a reclutar por los medios más
expeditivos a los jóvenes campesinos de
las aldeas. Abban le rogó que le dejara reunirse con sus compañeros de camino
para plantearles una cuestión que debían de dirimir en ese preciso momento. El
muchacho accedió confiado. Abban les tanteó sobre la posibilidad de integrarlos en el grupo. Parecen, a pesar
de lo sucedido, buena gente. Merecen una oportunidad y nosotros necesitamos
gente joven que refuercen nuestra seguridad y nos ayuden a proveernos de
víveres. Las dos muchachas lo miraron atónitas y tanto Pedro como Victoriano se
opusieron enérgicamente. Abban los miró uno a uno, irradiando en cada mirada toda la dulzura con la que una madre
acaricia a su hijo recién nacido, y les sugirió que cada cual reflexionase
sobre sus antecedentes y las oportunidades que recibieron para reencaminar sus
vidas como gentes honradas y sencillas. Abban no insistió más y dejó que el
silencio acabase por convencer a sus contrariados amigos. Pedro fue el primero
en manifestarse. Se mostró reticente pero generoso y aceptó con condiciones la
propuesta de Abban. Los dos muchachos que intentaron ultrajar la dignidad de
Aanisa y Estela en ningún momento podrán
acercarse a ellas. Victoriano se sumó a regañadientes mientras miraba acongojado a su taciturna amada. Ninguna de las dos
muchachas dijo nada. Abban le comunicó al joven su deseo y el de sus
acompañantes de que se incorporaran al grupo y realizasen el viaje juntos, y en
el caso de que aceptasen, que respetaran la condición que la oferta conllevaba.
El joven dirigiéndose a sus compañeros les instó a que se pronunciase. Todos
aceptaron, incluso los dos jóvenes
cuestionados que avergonzados pidieron disculpas, comprometiéndose a acatar la
decisión de no acercarse ni dirigirse para nada a las dos muchachas. El joven
que los lideraba, de nombre Mateo, les advirtió que si la infringían él sería
el primero en echarlos no sin antes propinarles un ejemplar castigo. Recuperada
la calma y recuperados los bienes expropiados, Pedro propuso que con las primeras
sombras de la noche al menos dos de los jóvenes se acercaran a la aldea de Aleo
para hacerse con víveres e informarse sobre el paradero de la comitiva real y a
ser posible del grupo caminamos. Dos de los jóvenes, entre los que se hallaba
uno de los amonestados, se ofrecieron a cumplir con dicha tarea. Les
recomendaron que se presentasen como caminantes que se dirigen a la capital del
reino. Les dieron unas cuantas monedas y les insistieron en que guardaran las
formas, se mostraran educados, hablaran solo lo necesario y que no bebieran.
Que tan pronto cumplieran con el cometido salieran con la máxima discreción de
la aldea. Mateo confiaba plenamente en ellos, pero aún así se acercó para advertirles que en el caso de que fueran
apresados por nada en el mundo les delatasen. Si avanzada la noche no habéis
vuelto, buscaremos por precaución un lugar para escondernos. No os preocupéis.
No tengo intención de abandonaros. Ya encontraremos la manera de no perder el
contacto. Nadie de los presentes puso
objeción alguna a las inteligentes palabras de Mateo…
Victoriano se sentía incómodo por la complejidad que estaba
adquiriendo su situación personal. Por una parte no sabía nada de sus amigos
del grupo caminamos. Abban confiaba plenamente en su intuición y consideraba que la ruta seguida era la
acertada. Él no estaba tan seguro. Necesitaba alguna prueba creíble que le
demostrara que efectivamente no estaban equivocados, que tarde o temprano
conseguiría encontrarlos. Por otra parte, sus sentimientos hacia Aanisa le mantenían
absorto e indefenso durante todo el tiempo. Le hacía preguntas para indagar
sobre su pasado, pero ella se mostraba remisa a contestarle con la claridad que
el demandaba, limitándose a gesticular o emitir un susurrante monosílabo. Por miedo a que ella se sintiese intimidada
procuraba sin conseguirlo no insistirle, pero, para su desconcierto, su
angustia crecía de un modo que le desesperaba. Necesitaba saber si ella le
correspondía. Pero el miedo al rechazo le carcomía de tal modo que siempre
encontraba un pretexto para posponer la decisiva pregunta. Para complicar más
las cosas ahora aparecen estos jóvenes guerreros, que acabaran siendo si él no
lo remedia sus más directos rivales. Mateo, por sus dotes de mando y su
templanza, y por qué no reconocerlo, por su descarada belleza, es especialmente
al que más teme. Quiere pensar que él ya ocupa un buen espacio en el corazón de
su amada Aanisa, pero necesita que sus ojos verdes, al mirarlo, se lo revele…
Joaquin, aunque con un día de retraso te deseo feliz cumpleaños ..... ¡¡¡¡¡Y QUE CUMPLAS MUCHOS MAS !!!!!!!!!!! en nuestra compañía. Y tambien que nos sigas regalando con tus románticos escritos. Nos vemos en Hospitales
ResponderEliminarMuchísimas gracias Ismael. Espero que sean muchos años los que tengamos por delante para compartir caminos y amistad.
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