Las antorchas iluminan la entrada del palacio. Un par de
soldados apostados a ambos lados del arco
de piedra por el que se accede al amplio y bullicioso vestíbulo constituye todo
el despliegue de vigilancia. La fiesta se encuentra en su pleno apogeo y por
los aledaños del recinto no se observa más movimiento que el de las hojas
muertas persiguiendo fantasmales ramas y el de puertas y ventanas mal cerradas,
que golpean sin batuta sus martirizados
quicios y el quicio de quienes la vigilia les ha convertido en resignados espectadores de tan desquiciada danza. Es la
noche la que impone sus ordenanzas, la que nos desnuda y arrebata disfraces, exponiendo a sus criaturas sin vestidos que las ultraje, dejándolas a
solas con sus raíces e instintos al amparo de unos sueños que expiraran con la
madrugada. Y es la noche con sus silencios y pausas la que nos susurra verdades
como que más allá que la piel que nos cubre hay muchos desiertos sin un solo oasis y pocos vergeles a
donde arrimarse y que más acá solo cabe
la lucha estoica de quién afronta su sino a solas. Y es esa misma noche, con
esas tonalidades naturales de variopintas
oscuridades, la que nos invita
con su seductora mirada a encender esas lucecitas festivas que iluminan
nuestros anhelos y avivan nuestra alma. De ahí que en Aleo con las primeras
claridades de la noche unos opten por resguardarse en sus casas y prepararse
para enfilar unas horas de descanso en donde no cabe más que interrumpir con
una pausa sus sacrificadas labores diarias y dejar que la nada los aloje en su
morada, o bien que los sueños los conviertan en gentes de condición más holgada
o en héroes de aventuras condenadas a convertirse en polvo con la llegada del
alba. Otros, prefieren renunciar al sueño o posponerlo y dejarse arrastrar por
todas las bondades con que la noche agasaja a sus moradores, ofreciéndoles un marco en donde
poder dar rienda suelta a sus más razonables y
enloquecidos deseos…
El rey preside una inmensa mesa en la que no falta de nada.
En torno a él se han sentado sus más cercanos asesores. La mesa la completan
oficiales, soldados y algunos lugareños que por su condición fueron invitados
al banquete. Las carnes son devoradas, con la exquisitez de quien solo desea complacer un estómago
hambriento, a dos manos y con la grasa embadurnando pieles y barbas. Hay más
tinajas de vino que comensales, por lo que se puede asegurar que cuando todo
toque a su fin habrá más vino que agua en la composición de cada uno de ellos.
Los cánticos se mezclan con conversaciones cruzadas y los danzarines se mueven
al ritmo de una partitura que nadie más que ellos escuchan. También hay quienes
bailan por su cuenta, solos o emparejados, con una mano libre para sostener la
copa o, en no pocos casos, para palpar enérgicamente las nalgas… del acompañante,
o de quien se pasea ciego de vino buscando un alma caritativa que se preste a
ser testigo de sus incontenibles delirios o que le complazca los sentidos, sin
preocuparse por el sexo, la edad y los encantos de quien está dispuesto a
concedérselo… Don Alfonso se halla al margen de todo cuanto le circunda. Apenas
ha comido y conversado. Digamos que intencionadamente rehúye cualquier conato
de charla por parte de sus vecinos de mesa mirando abstraídamente a su
interlocutor sin responder nada, obligandolo a apartar la mirada y callarse o
buscar un contertulio más receptivo. El rey había pretendido homenajear a su séquito y de paso celebrar su repentina y
prodigiosa recuperación, pero la ausencia de determinadas personas, como su más querido capitán y algunos de los
miembros del Grupo Caminamos, le está impidiendo disfrutar a su antojo. La
euforia inicial se había transformado en una tristeza que amenaza con
acompañarlo durante todo el festín. El bullicio y el comportamiento desatado de una buena parte de los invitados
aturden su vista y turban sus
nervios. Desea retirarse a su habitación
y enfrentarse en soledad a sus múltiples preocupaciones. Pero no quiere
desairar a un séquito que por primera vez desde que han iniciado el viaje se
encuentran extremadamente relajado e
inmensamente feliz. Llamó al capitán responsable de la seguridad interna y le
instó a que pusiera discretamente orden en los salones. No quería que el
banquete acabase siendo una representación local de Sodoma y Gomorra. No lo dice
pero lo piensa. Como peregrino no puede consentir conductas tan descaradamente
disolutas. Desea que el tiempo pase y todo se termine. Necesita oír como el
silencio lo envuelve todo y deje a cada cual a merced de su destino…
Emiliano, Ballesteros,
Miguel y Moisés formaban la
comitiva que por decisión del grupo se encargaría de ir a buscar a los
supuestos viajeros que les habían pedido continuar el camino hacia Galicia
juntos. Después de un acalorado pero comedido debate se optó por aceptar la
petición. Norberto les esperaba en el mismo lugar en el que encontraron a
Emiliano. Eran un grupo de unos quince hombres jóvenes, con el aspecto
desaliñado y con unas míseras alforjas como único patrimonio. Se quedaron
mirándose los unos a los otros, inspeccionándose sin prisas y sin perder
detalle, con el recelo instintivo de quienes debían dar el visto bueno y el semblante teatralmente caracterizado de
quien se siente observado y necesita ser aprobado. Cuando la tensa espera
encontró su punto y final, Emiliano se acercó a Norberto y sonriéndole le
comunicó las palabras que esperaba. En silencio se pusieron en movimiento a través de un sendero paralelo a un
arroyo que discurría bullicioso.
Agustino nada más ver a Norberto se quedó petrificado. Reaccionó al poco tiempo,
arrojando un nombre por aquella boca que desmembró toda su comisura y removió todo el aire.
¡Gilberto! se le oyó gritar una y otra vez. ¡Gilberto! ¡Gilberto!… Ya lo decía
yo. Os lo dije… ¡Madre mía! ¿No lo conocéis? Es Gilberto, capitán del rey. Su
más apreciado oficial. Su amigo. Su íntimo amigo… Y nosotros lo hemos traído
aquí. Solitos, sin que nadie nos empujara nos hemos metido solitos en la boca
del lobo… ¿Qué va a ser de nosotros? Nos ha atrapado… ¡Dios mío! …El Leones y otros miembros del grupo
enseguida reconocieron el rostro del capitán. Gilberto levantó la mano, más para solicitar premiso para hablar que
para intimidar con su gesto a un grupo visiblemente alterado. Como no había
manera de que Agustino cortara su repertorio de lamentos, levantó también su
otra mano y pidió enérgicamente calma. Alzo la voz para hacerse oír y poco a
poco las voces se fueron apagando hasta que el último sonido dio su adiós.
Momento que el capitán aprovechó para emitir un discurso que él ya se había
oído. Bien hallado Agustino. Bien hallados todos. No estoy aquí para prenderos
bruscamente, con armas y zarandeos. Mi rey solo quiere que os incorporéis a su
séquito y reemprendáis el camino con él.
Es verdad que oficialmente sois unos proscritos, que habéis colaborado en la
fuga de Victoriano y que vosotros mismos os marchasteis del campamento
reduciendo violentamente a vuestros guardianes. Pero yo mismo, en vuestro
lugar, hubiera hecho lo mismo. Es verdad que algunos miembros de la corte os quisieran ver
desterrados o cómo os consumís en las mazmorras, incluso alguno ha manifestado
su preferencia de veros guillotinados o ahorcados, pero con la absolución del rey, nadie,
absolutamente nadie, podrá mover un dedo en contra de vosotros. El pueblo os quiere en el fondo, aunque haya
voces discordantes, pero ya sabéis que al pueblo es muy fácil convencerle sobre lo que tiene que amar y
odiar, a quién tiene que admirar y a quién tiene que destestar. Venid conmigo.
Yo os garantizo plena seguridad. Al principio, hasta que el rey elija el mejor
momento para pronunciarse sobre vuestro destino, quedaréis bajo mi vigilancia
personal. Se trata de guardar las formas para que nadie proteste airadamente.
Pero en la práctica no os vais sentir cautivos. Vosotros decidís. En el supuesto
de que no secundéis mi propuesta no os obligaremos a venir con nosotros, pero
si os pediríamos que nos dejaseis llegar a Compostela juntos. Estas últimas
palabras contrariaron a la totalidad del grupo. ¿Quién es este capitán que tan
educadamente nos invita a seguirle o a continuar nuestro camino? Agustino y el
Leones eran conocedores de las bondades de su carácter y del odio que dicho
carácter suscitaba entre algunos compañeros de armas. Nadie mejor que el
capitán conocía las intimidades del rey, el cual no ocultaba su debilidad y
adoración por el joven oficial. Cuando el despecho exacerbado se
manifiesta, las normas de convivencia
quedan derogadas y se declara la guerra. Y en la guerra todo vale, las mentiras
y la violencia. De ahí que a nuestro capitán lo hayan puesto, las malas
lenguas, como protagonista de variopintas leyendas negras y en el punto de mira
de alguna flecha que afortunadamente no atinó en el blanco señalado… ¿Qué
hacer? Una elección vital más. Desde hacía un tiempo, no había día que no tuvieran
que someterse a dicha cuestión. ¿Qué hacer? ¿Seguir por un tiempo como
perseguidos o reintegrase a un séquito en el que una buena parte de sus
integrantes los desprecian y los consideran unos bandidos ? Si seguían a solas
su camino, Don Alfonso se podría sentir ofendido y variar su propósito de
concederles el perdón. Si volvían con el capitán voluntariamente se verían
expuestos a burlas y ofensas, pero le demostrarían a todos los miembros de la
corte la buena voluntad y la
predisposición del grupo de recuperar la confianza y la amistad o al menos el
respeto, amén de que reforzaría la delicada posición del monarca. Estás
preguntas y consideraciones y otras
menores son las que mantuvieron al grupo ocupado durante un largo rato. Cuando
todo indicaba que ya se había resuelto el dilema, Agustino, El Leones e Israel
se acercaron al capitán y su guarnición. Gilberto esperó que la respuesta
saliera por sí sola, sin miradas que la amedrantase ni gestos que la
condicionase. Sonrió al oírla y se abalanzó sobre cada uno de ellos,
abrazándolos con tal fuerza que más de un hueso vociferó su dolor… Recién
emprendida la marcha hacia Aleo, Malena, al pisar sobre una piedra que evitaba
ser observada por el resplandor de las
antorchas, se cayó sobre la dura tierra golpeándose un hombro. El capitán
Gilberto, que se hallaba muy cerca, la socorrió con la velocidad con la que la
pantera persigue a su presa, levantándola con sus fornidos brazos y acostándola
sobre un lecho de hierba a la orilla del camino. Por la expresión de su rostro
supuso que el malestar era intenso, aunque ella ni se quejaba ni pronunciaba
palabra. Atónita e ensimismada, se
limitaba a mirarlo sin pestañeos, para que ni siquiera un instante su
mirada se cegara, para que el tiempo se
quedara quieto y para que el dolor que sentía se transformase en suspiros de
placer…
Y es la noche la que
nos acuna, la que mece los sueños que aún conservan crédito, la que nos
aventura por vidas imaginarias o la que multiplica nuestras pesadillas, la que
apaga amores arrinconados o enciende
corazones esperanzados; es la noche la que nos envuelve cuando el día se
duerme y nuestra madre nos da el beso de
despedida, su último beso, el que nos
deja a solas con la vida y con la muerte.
Dos jóvenes entran en la única posada que sigue abierta. El
viejo posadero que la regenta se despierta con el ruido de la puerta. Suele
aprovechar los momentos que se queda sin clientela para echarse un sueñecito.
Se dirige a la barra y les sirve dos vinos. Les pregunta si quieren comer algo.
Ellos responden que sí, cualquier cosa les vale con tal de llevarse al estómago
algo que avive unas tripas acostumbradas al ayuno. Cualquier cosa no, les dice
el posadero, solo tengo potaje. Les señala una mesa y les invita con desgana a
sentarse. Calentado el potaje les acerca una fuente bien nutrida y les
pregunta, con la naturalidad de quien acostumbra a tratar con extraños, a dónde
se dirigen. A Oviedo, le responde uno de
ellos. Venimos de una aldea marinera en tierras de Galicia. El posadero menea
la cabeza y se ríe. Ustedes vienen y el rey con casi toda la corte a su espalda
para allá van. ¿El rey? Pregunta contrariado el mismo joven que habló antes.
Sí, el mismo rey. Ahora se encuentra presidiendo un gran banquete con todo su
séquito en el Palacio de Jonás. ¿Acaso no habéis oído la música y el monumental
ruido que desde hace horas ensordece la aldea? Dicen que pasarán aquí la
noche y que mañana, si la comida y la
bebida no les pasan una buena factura, se marcharán. En las afueras han levantado un campamento para
cobijar a la numerosa tropa que les acompañan. Muchos de ellos reclutados a la
fuerza, según me han dicho, por las aldeas del camino. Los dos jóvenes se
miraron con visibles señales de nerviosismo. Al posadero, viejo y
experimentado comunicador, no le pasó
inadvertido, pero cauto él, prefirió seguir hablando con la naturalidad de quien
sabe apreciar la vida. Siguió su perorata aludiendo a los comentarios de dos
cortesanos sedientos de vino que habían tenido el detalle de visitar su humilde
posada. Parece ser que no se hallan muy lejos un grupo de ciudadanos que
huyeron después de agredir gravemente a dos soldados. Creo recordar que
responden al nombre de Caminamos, o algo parecido, si no mal recuerdo. Los dos
jóvenes, rebañados su platos, y con el vino recorriendo caminos que solo un
forense es capaz de verlos, le preguntaron al parlanchín posadero si podía
abastecerlos de comida para unos cuantos días. Con algún que otro reparo les
vendió lo que necesitaban, no sin antes percatarse de que los dos jovenzuelos
callaban verdades. Salieron cargando sobre sus espaldas un peso que ni siquiera
un par de mulas lo soportarían en silencio. El posadero cerró la puerta y dio
por terminada su jornada. A mí me van a engañar este par de mocosos, mascullaba
sonriendo, mientras buscaba un camastro en donde extender su corto cuerpo y su
abultada panza. ¡Ojalá les vaya bien! Fue lo último que se oyó decir antes que
sus ojos se abrieran a los recuerdos de una infancia archivada en el laberinto
de su dilatada vida.
Un leproso con muy malas pulgas deambula perdido
por un bosque que la noche lo ha
extendido hasta infinito. Lo han dejado tirado, sin comida, a merced de que
cualquier lobo le dé por comérselo sin previo aviso. ¡Miserables! ¡Mal nacidos!
Va gritando desesperado, buscando un refugio o un lugar donde pueda expulsar
toda su ira. Su familia lo ha abandonado sin misericordia alguna por miedo a
que ellos también fueran encerrados en lugares apartados en donde confinan a
los leprosos y a sus familias. Soy muy joven todavía. ¡Quiero vivir! ¡Por
favor, que alguien me ayude!… Los gritos que retumbaban bajo un cielo que lo observaba impasible, fueron escuchados por
los oídos finos de Victoriano que, retirado del grupo, aliviaba su peso en un
linde del bosque con el camino. La reiteración de los alaridos espabiló al
relajado Victoriano, que corrió en busca de sus acompañantes para
alertarlos de que algo estaba pasando en
el interior del bosque. Enseguida unos cuantos se dirigieron a un lugar próximo
desde el que Victoriano oyó los escandalizadores gritos. Se seguían oyendo, por
lo que sin tiempo que perder y con todas las precauciones posibles, se
adentraron en la oscura espesura intentando adivinar de donde provenían. No tardaron
en dar con el paradero de aquella criatura que enloquecida daba vueltas sin
sentido alrededor de unos árboles víctimas del mareo y de los chillidos de
aquel condenado. Lo agarraron entre dos para inmovilizarlo y calmarlo, pero
hubo de pasar un tiempo para que la histeria cediera y su fuerza la arrastrara
la brisa hacia parajes más tranquilos. Solo cuando el joven se sosegó del todo
y se retiraron unos pasos, advirtieron que las llagas cubrían parte del rostro
y de uno de sus brazos. Abban se acercó al joven y le preguntó por su nombre.
Lucas, respondió después de una breve espera. Lucas me llamo. Vivo en Aleo. Muy
cerca de aquí. Mi familia me ha arrastrado hasta aquí, aprovechando la noche, y
me han dejado solo y sin alimento. No quieren volver a verme. Dicen que estoy
muy enfermo, que tengo lepra, y que si los quiero, debo sacrificarme
permaneciendo solo por estos bosques y que no se me ocurra volver al hogar.
Pedro se dirigió al grupo y les habló de una planta milagrosa capaz de detener
el curso de esta enfermedad, incluso, en algunos casos, de curarla. Afortunadamente por estas tierras sobran ejemplares. Había
que darse prisa en buscarla. Mientras tanto no podían correr riesgos, aunque
con lo hecho la suerte ya seguía su marcha. Quizás medió el cielo que cambió de
parecer, o los mismos árboles, qué quizás se apenan más que muchos humanos,
pero al poco rato apareció Pedro, el gitano, con unas hojas. Las embadurnó con
su saliva y las extendió por las partes afectadas. Victoriano volvió con Mateo
a su campamento para recoger unas mantas y algo de comida. Esa noche Pedro y
Abban se quedaron acompañando a Lucas. No lo iban a dejar, mientras de ellos
dependiera, solo.
Cuando Mateo y Victoriano volvieron de nuevo al campamento
ya habían llegado los dos jóvenes procedentes de Aleo. No eran muchos los
víveres, pero sí los suficientes como para despreocuparse unos cuantos días.
Cada vez eran más bocas que alimentar, pero estaban en unas tierras de buena
caza y buena pesca. Fueron informados de los pormenores de su encuentro con el
posadero, y dado que la noche avanzaba
sin pausas, decidieron no retrasar y pausar más sus sueños.
Qué tiene la noche que con su negro velo nos despierta los
instintos y enciende corazones. Y son sus ojos verdes los que velan tu sueño y
avivan tus ilusiones…
¡Ehhh! No vale dejar ahí el capítulo. ¿Cómo y dónde acaban esos ojos verdes? ¡Qué intriga! jeje
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