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Camino Primitivo III:Tercera parte

Las antorchas iluminan la entrada del palacio. Un par de soldados apostados  a ambos lados del arco de piedra por el que se accede al amplio y bullicioso vestíbulo constituye todo el despliegue de vigilancia. La fiesta se encuentra en su pleno apogeo y por los aledaños del recinto no se observa más movimiento que el de las hojas muertas persiguiendo fantasmales ramas y el de puertas y ventanas mal cerradas, que golpean sin batuta sus  martirizados quicios y el quicio de quienes la vigilia les ha convertido en resignados  espectadores de tan desquiciada danza. Es la noche la que impone sus ordenanzas, la que nos desnuda y arrebata disfraces, exponiendo  a sus criaturas  sin vestidos que las ultraje, dejándolas a solas con sus raíces e instintos al amparo de unos sueños que expiraran con la madrugada. Y es la noche con sus silencios y pausas la que nos susurra verdades como que más allá que la piel que nos cubre hay muchos  desiertos sin un solo oasis y pocos vergeles a donde arrimarse  y que más acá solo cabe la lucha estoica de quién afronta su sino a solas. Y es esa misma noche, con esas tonalidades naturales de variopintas  oscuridades,  la que nos invita con su seductora mirada a encender esas lucecitas festivas que iluminan nuestros anhelos y avivan nuestra alma. De ahí que en Aleo con las primeras claridades de la noche unos opten por resguardarse en sus casas y prepararse para enfilar unas horas de descanso en donde no cabe más que interrumpir con una pausa sus sacrificadas labores diarias y dejar que la nada los aloje en su morada, o bien que los sueños los conviertan en gentes de condición más holgada o en héroes de aventuras condenadas a convertirse en polvo con la llegada del alba. Otros, prefieren renunciar al sueño o posponerlo y dejarse arrastrar por todas las bondades con que la noche agasaja a sus  moradores, ofreciéndoles un marco en donde poder dar rienda suelta a sus más razonables y   enloquecidos deseos…
El rey preside una inmensa mesa en la que no falta de nada. En torno a él se han sentado sus más cercanos asesores. La mesa la completan oficiales, soldados y algunos lugareños que por su condición fueron invitados al banquete. Las carnes son devoradas, con la exquisitez  de quien solo desea complacer un estómago hambriento, a dos manos y con la grasa embadurnando pieles y barbas. Hay más tinajas de vino que comensales, por lo que se puede asegurar que cuando todo toque a su fin habrá más vino que agua en la composición de cada uno de ellos. Los cánticos se mezclan con conversaciones cruzadas y los danzarines se mueven al ritmo de una partitura que nadie más que ellos escuchan. También hay quienes bailan por su cuenta, solos o emparejados, con una mano libre para sostener la copa o, en no pocos casos, para palpar enérgicamente las nalgas… del acompañante, o de quien se pasea ciego de vino buscando un alma caritativa que se preste a ser testigo de sus incontenibles delirios o que le complazca los sentidos, sin preocuparse por el sexo, la edad y los encantos de quien está dispuesto a concedérselo… Don Alfonso se halla al margen de todo cuanto le circunda. Apenas ha comido y conversado. Digamos que intencionadamente rehúye cualquier conato de charla por parte de sus vecinos de mesa mirando abstraídamente a su interlocutor sin responder nada, obligandolo a apartar la mirada y callarse o buscar un contertulio más receptivo. El rey había pretendido homenajear  a su séquito y de paso celebrar su repentina y prodigiosa recuperación, pero la ausencia de determinadas personas,  como su más querido capitán y algunos de los miembros del Grupo Caminamos,  le  está impidiendo disfrutar a su antojo. La euforia inicial se había transformado en una tristeza que amenaza con acompañarlo durante todo el festín. El bullicio y el comportamiento  desatado de una buena parte de los invitados aturden su vista  y turban sus nervios.  Desea retirarse a su habitación y enfrentarse en soledad a sus múltiples preocupaciones. Pero no quiere desairar a un séquito que por primera vez desde que han iniciado el viaje se encuentran  extremadamente relajado e inmensamente feliz. Llamó al capitán responsable de la seguridad interna y le instó a que pusiera discretamente orden en los salones. No quería que el banquete acabase siendo una representación local de Sodoma y Gomorra. No lo dice pero lo piensa. Como peregrino no puede consentir conductas tan descaradamente disolutas. Desea que el tiempo pase y todo se termine. Necesita oír como el silencio lo envuelve todo y deje a cada cual a merced de su destino…
Emiliano, Ballesteros,  Miguel  y Moisés formaban la comitiva que por decisión del grupo se encargaría de ir a buscar a los supuestos viajeros que les habían pedido continuar el camino hacia Galicia juntos. Después de un acalorado pero comedido debate se optó por aceptar la petición. Norberto les esperaba en el mismo lugar en el que encontraron a Emiliano. Eran un grupo de unos quince hombres jóvenes, con el aspecto desaliñado y con unas míseras alforjas como único patrimonio. Se quedaron mirándose los unos a los otros, inspeccionándose sin prisas y sin perder detalle, con el recelo instintivo de quienes debían dar el visto bueno  y el semblante teatralmente caracterizado de quien se siente observado y necesita ser aprobado. Cuando la tensa espera encontró su punto y final, Emiliano se acercó a Norberto y sonriéndole le comunicó las palabras que esperaba. En silencio se pusieron en movimiento  a través de un sendero paralelo a un arroyo  que discurría bullicioso. Agustino nada más ver a Norberto se quedó petrificado. Reaccionó al poco tiempo, arrojando un nombre por aquella boca que desmembró  toda su comisura y removió todo el aire. ¡Gilberto! se le oyó gritar una y otra vez. ¡Gilberto! ¡Gilberto!… Ya lo decía yo. Os lo dije… ¡Madre mía! ¿No lo conocéis? Es Gilberto, capitán del rey. Su más apreciado oficial. Su amigo. Su íntimo amigo… Y nosotros lo hemos traído aquí. Solitos, sin que nadie nos empujara nos hemos metido solitos en la boca del lobo… ¿Qué va a ser de nosotros? Nos ha atrapado… ¡Dios mío!  …El Leones y otros miembros del grupo enseguida reconocieron el rostro del capitán. Gilberto levantó la mano,  más para solicitar premiso para hablar que para intimidar con su gesto a un grupo visiblemente alterado. Como no había manera de que Agustino cortara su repertorio de lamentos, levantó también su otra mano y pidió enérgicamente calma. Alzo la voz para hacerse oír y poco a poco las voces se fueron apagando hasta que el último sonido dio su adiós. Momento que el capitán aprovechó para emitir un discurso que él ya se había oído. Bien hallado Agustino. Bien hallados todos. No estoy aquí para prenderos bruscamente, con armas y zarandeos. Mi rey solo quiere que os incorporéis a su séquito  y reemprendáis el camino con él. Es verdad que oficialmente sois unos proscritos, que habéis colaborado en la fuga de Victoriano y que vosotros mismos os marchasteis del campamento reduciendo violentamente a vuestros guardianes. Pero yo mismo, en vuestro lugar, hubiera hecho lo mismo. Es verdad que algunos  miembros de la corte os quisieran ver desterrados o cómo os consumís en las mazmorras, incluso alguno ha manifestado su preferencia de veros guillotinados o ahorcados,  pero con la absolución del rey, nadie, absolutamente nadie, podrá mover un dedo en contra de vosotros. El  pueblo os quiere en el fondo, aunque haya voces discordantes, pero ya sabéis que al pueblo es muy fácil  convencerle sobre lo que tiene que amar y odiar, a quién tiene que admirar y a quién tiene que destestar. Venid conmigo. Yo os garantizo plena seguridad. Al principio, hasta que el rey elija el mejor momento para pronunciarse sobre vuestro destino, quedaréis bajo mi vigilancia personal. Se trata de guardar las formas para que nadie proteste airadamente. Pero en la práctica no os vais sentir cautivos. Vosotros decidís. En el supuesto de que no secundéis mi propuesta no os obligaremos a venir con nosotros, pero si os pediríamos que nos dejaseis llegar a Compostela juntos. Estas últimas palabras contrariaron a la totalidad del grupo. ¿Quién es este capitán que tan educadamente nos invita a seguirle o a continuar nuestro camino? Agustino y el Leones eran conocedores de las bondades de su carácter y del odio que dicho carácter suscitaba entre algunos compañeros de armas. Nadie mejor que el capitán conocía las intimidades del rey, el cual no ocultaba su debilidad y adoración por el joven oficial. Cuando el despecho exacerbado se manifiesta,  las normas de convivencia quedan derogadas y se declara la guerra. Y en la guerra todo vale, las mentiras y la violencia. De ahí que a nuestro capitán lo hayan puesto, las malas lenguas, como protagonista de variopintas leyendas negras y en el punto de mira de alguna flecha que afortunadamente no atinó en el blanco señalado… ¿Qué hacer? Una elección vital más. Desde hacía un tiempo, no había día que no tuvieran que someterse a dicha cuestión. ¿Qué hacer? ¿Seguir por un tiempo como perseguidos o reintegrase a un séquito en el que una buena parte de sus integrantes los desprecian y los consideran unos bandidos ? Si seguían a solas su camino, Don Alfonso se podría sentir ofendido y variar su propósito de concederles el perdón. Si volvían con el capitán voluntariamente se verían expuestos a burlas y ofensas, pero le demostrarían a todos los miembros de la corte la buena voluntad y  la predisposición del grupo de recuperar la confianza y la amistad o al menos el respeto, amén de que reforzaría la delicada posición del monarca. Estás preguntas  y consideraciones y otras menores son las que mantuvieron al grupo ocupado durante un largo rato. Cuando todo indicaba que ya se había resuelto el dilema, Agustino, El Leones e Israel se acercaron al capitán y su guarnición. Gilberto esperó que la respuesta saliera por sí sola, sin miradas que la amedrantase ni gestos que la condicionase. Sonrió al oírla y se abalanzó sobre cada uno de ellos, abrazándolos con tal fuerza que más de un hueso vociferó su dolor… Recién emprendida la marcha hacia Aleo, Malena, al pisar sobre una piedra que evitaba ser observada por el  resplandor de las antorchas, se cayó sobre la dura tierra golpeándose un hombro. El capitán Gilberto, que se hallaba muy cerca, la socorrió con la velocidad con la que la pantera persigue a su presa, levantándola con sus fornidos brazos y acostándola sobre un lecho de hierba a la orilla del camino. Por la expresión de su rostro supuso que el malestar era intenso, aunque ella ni se quejaba ni pronunciaba palabra. Atónita e ensimismada,  se limitaba a mirarlo sin pestañeos, para que ni siquiera un instante su mirada  se cegara, para que el tiempo se quedara quieto y para que el dolor que sentía se transformase en suspiros de placer…
  Y es la noche la que nos acuna, la que mece los sueños que aún conservan crédito, la que nos aventura por vidas imaginarias o la que multiplica nuestras pesadillas, la que apaga amores arrinconados  o enciende corazones esperanzados; es la noche la que nos envuelve cuando el día se duerme  y nuestra madre nos da el beso de despedida, su último beso,  el que nos deja a solas con la vida y con la muerte.
Dos jóvenes entran en la única posada que sigue abierta. El viejo posadero que la regenta se despierta con el ruido de la puerta. Suele aprovechar los momentos que se queda sin clientela para echarse un sueñecito. Se dirige a la barra y les sirve dos vinos. Les pregunta si quieren comer algo. Ellos responden que sí, cualquier cosa les vale con tal de llevarse al estómago algo que avive unas tripas acostumbradas al ayuno. Cualquier cosa no, les dice el posadero, solo tengo potaje. Les señala una mesa y les invita con desgana a sentarse. Calentado el potaje les acerca una fuente bien nutrida y les pregunta, con la naturalidad de quien acostumbra a tratar con extraños, a dónde se dirigen. A Oviedo,  le responde uno de ellos. Venimos de una aldea marinera en tierras de Galicia. El posadero menea la cabeza y se ríe. Ustedes vienen y el rey con casi toda la corte a su espalda para allá van. ¿El rey? Pregunta contrariado el mismo joven que habló antes. Sí, el mismo rey. Ahora se encuentra presidiendo un gran banquete con todo su séquito en el Palacio de Jonás. ¿Acaso no habéis oído la música y el monumental ruido que desde hace horas ensordece la aldea? Dicen que pasarán aquí la noche  y que mañana, si la comida y la bebida no les pasan una buena factura, se marcharán. En  las afueras han levantado un campamento para cobijar a la numerosa tropa que les acompañan. Muchos de ellos reclutados a la fuerza, según me han dicho, por las aldeas del camino. Los dos jóvenes se miraron con visibles señales de nerviosismo. Al posadero, viejo y experimentado  comunicador, no le pasó inadvertido, pero cauto él, prefirió seguir hablando con la naturalidad de quien sabe apreciar la vida. Siguió su perorata aludiendo a los comentarios de dos cortesanos sedientos de vino que habían tenido el detalle de visitar su humilde posada. Parece ser que no se hallan muy lejos un grupo de ciudadanos que huyeron después de agredir gravemente a dos soldados. Creo recordar que responden al nombre de Caminamos, o algo parecido, si no mal recuerdo. Los dos jóvenes, rebañados su platos, y con el vino recorriendo caminos que solo un forense es capaz de verlos, le preguntaron al parlanchín posadero si podía abastecerlos de comida para unos cuantos días. Con algún que otro reparo les vendió lo que necesitaban, no sin antes percatarse de que los dos jovenzuelos callaban verdades. Salieron cargando sobre sus espaldas un peso que ni siquiera un par de mulas lo soportarían en silencio. El posadero cerró la puerta y dio por terminada su jornada. A mí me van a engañar este par de mocosos, mascullaba sonriendo, mientras buscaba un camastro en donde extender su corto cuerpo y su abultada panza. ¡Ojalá les vaya bien! Fue lo último que se oyó decir antes que sus ojos se abrieran a los recuerdos de una infancia archivada en el laberinto de su dilatada vida.
Un leproso con muy malas pulgas deambula  perdido  por un bosque  que la noche lo ha extendido hasta infinito. Lo han dejado tirado, sin comida, a merced de que cualquier lobo le dé por comérselo sin previo aviso. ¡Miserables! ¡Mal nacidos! Va gritando desesperado, buscando un refugio o un lugar donde pueda expulsar toda su ira. Su familia lo ha abandonado sin misericordia alguna por miedo a que ellos también fueran encerrados en lugares apartados en donde confinan a los leprosos y a sus familias. Soy muy joven todavía. ¡Quiero vivir! ¡Por favor, que alguien me ayude!… Los gritos que retumbaban bajo un cielo que  lo observaba impasible, fueron escuchados por los oídos finos de Victoriano que, retirado del grupo, aliviaba su peso en un linde del bosque con el camino. La reiteración de los alaridos espabiló al relajado Victoriano, que corrió en busca de sus acompañantes para alertarlos  de que algo estaba pasando en el interior del bosque. Enseguida unos cuantos se dirigieron a un lugar próximo desde el que Victoriano oyó los escandalizadores gritos. Se seguían oyendo, por lo que sin tiempo que perder y con todas las precauciones posibles, se adentraron en la oscura espesura intentando adivinar de donde provenían. No tardaron en dar con el paradero de aquella criatura que enloquecida daba vueltas sin sentido alrededor de unos árboles víctimas del mareo y de los chillidos de aquel condenado. Lo agarraron entre dos para inmovilizarlo y calmarlo, pero hubo de pasar un tiempo para que la histeria cediera y su fuerza la arrastrara la brisa hacia parajes más tranquilos. Solo cuando el joven se sosegó del todo y se retiraron unos pasos, advirtieron que las llagas cubrían parte del rostro y de uno de sus brazos. Abban se acercó al joven y le preguntó por su nombre. Lucas, respondió después de una breve espera. Lucas me llamo. Vivo en Aleo. Muy cerca de aquí. Mi familia me ha arrastrado hasta aquí, aprovechando la noche, y me han dejado solo y sin alimento. No quieren volver a verme. Dicen que estoy muy enfermo, que tengo lepra, y que si los quiero, debo sacrificarme permaneciendo solo por estos bosques y que no se me ocurra volver al hogar. Pedro se dirigió al grupo y les habló de una planta milagrosa capaz de detener el curso de esta enfermedad, incluso, en algunos casos,  de curarla. Afortunadamente  por estas tierras sobran ejemplares. Había que darse prisa en buscarla. Mientras tanto no podían correr riesgos, aunque con lo hecho la suerte ya seguía su marcha. Quizás medió el cielo que cambió de parecer, o los mismos árboles, qué quizás se apenan más que muchos humanos, pero al poco rato apareció Pedro, el gitano, con unas hojas. Las embadurnó con su saliva y las extendió por las partes afectadas. Victoriano volvió con Mateo a su campamento para recoger unas mantas y algo de comida. Esa noche Pedro y Abban se quedaron acompañando a Lucas. No lo iban a dejar, mientras de ellos dependiera, solo.
Cuando Mateo y Victoriano volvieron de nuevo al campamento ya habían llegado los dos jóvenes procedentes de Aleo. No eran muchos los víveres, pero sí los suficientes como para despreocuparse unos cuantos días. Cada vez eran más bocas que alimentar, pero estaban en unas tierras de buena caza y buena pesca. Fueron informados de los pormenores de su encuentro con el posadero,  y dado que la noche avanzaba sin pausas, decidieron no retrasar y pausar más sus sueños.
Qué tiene la noche que con su negro velo nos despierta los instintos y enciende corazones. Y son sus ojos verdes los que velan tu sueño y avivan tus ilusiones…














 

1 comentario :

  1. ¡Ehhh! No vale dejar ahí el capítulo. ¿Cómo y dónde acaban esos ojos verdes? ¡Qué intriga! jeje

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