El alboroto en el Palacio de Jonás quedó ostensiblemente
amortiguado porque amortiguadas quedaron las fuerzas y los ánimos de quienes se
habían desbocado buscando saciar hasta el último de sus apetitos. Por los mismos salones, por las colindantes habitaciones
y por cualquier rincón disponible y espaciado, los cuerpos, no sus voluntades,
yacían desparramados, impertérritos, algunos, o sacudidos por sus postreros
coletazos, otros. Los jadeos mortecinos de quienes aún se sometían a los imperativos
de Eros marcaban los últimos acordes de una noche entregada a la euforia y al
desenfreno.
Llegaron hasta las mismas puertas del palacio en fila de
dos, en silencio, respetando la
intimidad con la que los lugareños
necesitan construir sus sueños. Los dos soldados que supuestamente vigilaban la
entrada al reino de los que no necesitan soñar para que sus sueños se
conviertan en realidad, permanecían en su sitio, pero no de pié sino sentados,
apoyados sobre el muro, con los ojos cerrados y la boca abierta, recitando ante
una fantasmal audiencia un largo poema de ronquidos, bufidos y silbidos. El
capitán Gilberto, que encabezaba el grupo, se dirigió a un estanque cercano
donde solía beber el ganado. Cogió un cubo, lo llenó y arrojó su contenido
sobre los dos inofensivos soldados. Estaban tan profundamente dormidos que tuvo
que volver a lanzarles un segundo cubo. Se levantaron como perseguidos por
fieros enemigos, zarandeando piernas y brazos, lanzando puñetazos al aire y profiriendo toda clase de insultos
y amenazas. Cuatro de los soldados que acompañaban al capitán los cogieron y
los inmovilizaron. Soy el capitán de la guardia real Gilberto de Asís. Quiero
saber porqué permanecían ustedes dormidos en su tiempo de guardia. ¿No hay
nadie custodiando los alrededores del palacio? ¡Respondan! El más despierto de los
soldados no daba crédito a lo que veía y escuchaba. Pero quién era aquel
miserable, con ropas pordioseras, para obligarles a darle explicaciones. Pero
cómo osaba a hablarles con semejante autoridad y chulería. Porque lo habían
sujetado, si no, le hubiese cortado con su cuchillo la lengua allí mismo. Así
se lo hizo saber. El capitán se acercó a ellos, iluminó su rostro con el
resplandor de una antorcha. ¿Me conocéis?
Los dos se quedaron atónitos al comprobar que efectivamente aquella cara
respondía a la del capitán. Se quedaron sin habla y sin aliento. Hubo que
auxiliarlos para que no se derrumbaran. Les dieron de beber agua y esperaron a que se recompusieran. Se disculparon y
alegaron en su defensa que llevaban muchas horas de guardia sin que nadie les sustituyera.
El sueño les venció y se quedaron profundamente dormidos. El capitán les instó
a que abriesen la puerta y comunicaran su llegada. El menos tímido de los dos
le informó que quizás nadie se hallase en condiciones de recibirlo. La fiesta
ha sido memorable y todo el mundo debe estar durmiendo a pierna suelta, incluso
la guardia de seguridad del interior del
palacio.
El capitán, seguido
por dos de sus hombres, los apartó bruscamente y se encaminó hacia el interior.
El espectáculo no podía ser más grotesco y bochornoso. Por doquier yacían
cuerpos ligeros de ropas o completamente desnudos. Algunos aún mantenían la
posición de apareamiento, aunque en ninguno de ellos se percibía más movimiento
que los espasmos que les provocaba sus respiraciones ruidosas y el recuerdo de
unos orgasmos rudamente alcanzados. Más de un rostro dormitaba semienterrado
por una papilla orgánica, asquerosamente acompañada por un líquido entre
verdoso y amarillento que exhalaba el más horripilante de los hedores. Tinajas
de vino hechas añicos, otras volcadas desparramando las últimas gotas, restos de
comidas esparcidas por los suelos, muebles y paredes, completaban un cuadro que
posiblemente hubiese transgredido los límites admitidos como
fuente de inspiración del primer borrador de la Divina Comedia del
visionario Dante. Todos los salones de
la planta baja ofrecían el mismo escenario. Encontraron soldados con las
guerreras ocultando sus vergüenzas y sus armas al descubierto, sin defensas,
expuestas a que el primer iluminado en despertase, por mandato del Dios
Dionisio, le dé por perpetrar una carnicería de alcance histórica. Mujeres de
todas las edades mostrando sin pudor sus atributos; unas, con un rictus de
repugnancia en sus rostros; otras, con la mordaza propia de quien ha hecho de
la indiferencia su herramienta de defensa;
y aquellas, algunas muertas, querubines desgarradas, con la cara con la
que yo retrataría a la mancillada inocencia. El capitán, al mirarlas, no pudo contener ni sus lágrimas
ni su rabia. Encargó a uno de sus soldados que buscara ayuda y las sacasen
inmediatamente de allí. Le enfatizó que ningún miembro del Grupo Caminamos
fuera informado y que permaneciesen a la espera. Siguió escaleras arriba
buscando los aposentos del rey y sus consejeros. Al primero en encontrarse fue
su compañero de armas el capitán Alaalegre,
que dormía plácidamente acompañado por un numeroso grupo de soldados. Lo
zarandeó hasta despertarlo. Alaalegre abrió un ojo bañado en sangre y al
instante lo cerró y lo precintó con la intención de seguir con su sueño de
caballero andante. Espantó un supuesto mosquito que al parecer solo él era
capaz de oír su molesto zumbido y volvió a relajarse y a resoplar, aventando un
aire que se hacía irrespirable. Un fuerte manotazo sobre el hombro lo espabiló
de tal manera que según se levantaba desenvainó su espada y la acercó al cuello de Gilberto. Su aliento
apestaba y de sus dientes sobresalían
hilos de carne en estado putrefacto. Lo reconoció a pesar de su
embobamiento y del aspecto tan andrajoso que presentaba aquel sujeto. Mantuvo
su espada de paseo por aquel cuello que curiosamente permanecía sereno. Lo
paseaba sin presionarlo mientras le sonreía con aquellos ojos que centelleaban
de placer y que reclamaban venganza. Cómo estaba disfrutando de aquel momento.
Podría haberlo degollado, justificándose que por sus trazas y por su abordaje
traicionero ni tuvo tiempo para reaccionar con sosiego ni tiempo para
reconocerlo. Oportunidad como está tardará en presentarse. El niñato este se ha
ganado el favor del rey sin más mérito que el de ser un encantador de
serpientes e hijo de un distinguido señor. Yo he estado en más campos de
batalla que ninguno de mis compañeros de armas y solo he conseguido la
indiferencia del monarca. Menos mal que para algunos de sus consejeros más
cercanos no solo soy un simple oficial, sino su más leal aliado. Arde en deseos
de pincharle o abrirle una fina y profunda grieta y provocarle una hemorragia
de mortales consecuencias. Pero no es tonto. Sabrá esperar una mejor oportunidad.
Si le hace daño, el rey ordenaría sin contemplaciones que le mostrasen sobre
una bandeja su cabeza. Dejó de sonreír, fue retirando, retándolo con la mirada,
su espada y, sin darle en ningún momento
la espalda, fue pateando a cada uno de sus hombres hasta despertarlos,
espabilarlos y ponerlos en guardia.
Gilberto no se amedrantó. Depositando su
dura mirada en los ojos sanguinolentos del capitán Alaalegre, le exigió ver al
mismísimo monarca. El monarca no puede atenderte en estos momentos, le contestó
con recochineo un crecido Alaalegre. Ha
dado orden de que nadie le molestara. Se retiró temprano pero muy agotado y
necesita como todos nosotros de un largo y tranquilo descanso. La fiesta ha
sido devastadora… Ya he tenido la
desgracia de ver en que han empleado sus esfuerzos y su tiempo, respondió un
enfurecido Gilberto. No se ha respetado nada, ni siquiera han tenido en cuenta
la edad de algunas muchachas. ¿Este es el ejemplo que se quiere dar desde el
entorno de la corona? Quiero creer que Don Alfonso desconoce el alcance de los
excesos y atrocidades aquí cometidas,
pero quisiera que él mismo me acompañara y fuera testigo directo de cómo se
hallan las estancias de la planta de abajo. Nunca he visto unas imágenes tan
deprimentes. Eres una deshonra para el ejército. Solo tus vinculaciones
conspiratorias con algunos desaprensivos y amorales consejeros te mantienen
vivo y al frente de una importante guarnición. Literalmente los ojos del
capitán ofendido duplicaron su diámetro
y su corpulento cuerpo se multiplicó por diez. Sus poderosas manos
abrazaron el cuello de Gilberto presionándolo con la dureza de quien ya ha
dictado la peor de las sentencias…
De pronto se abrió la puerta de la alcoba del monarca. El
rey saludó con un grito de horror al ver cómo su más apreciado capitán se
retorcía bajo las garras del capitán que estaba al mando de su guardia de
seguridad. ¡Deténganlo! Repetía una y otra vez. ¡Deténganlo! Un buen golpe
asestado sobre su cabeza con una silla de madera maciza, consiguió que aquel
hombretón se derrumbara y perdiese, no
se sabe si temporalmente o para siempre,
su fuerza, su consciencia y su mala leche. Don Alfonso se acercó a Gilberto y
le ayudó a incorporarse. Con una dificultosa respiración y con la marca
sonrojada sobre el perímetro de su cuello, el capitán consiguió saludar a Don
Alfonso y explicarle pausadamente el motivo de su disputa con el capitán
Alaalegre. Le narró con pelos y señales todo cuanto había visto y sentido desde
su llegada al palacio. El rey le señaló el camino y ambos bajaron, acompañados
por los soldados, las escaleras que descendían a las mismas entrañas del infierno.
Nadie pronunció palabra. Iban recorriendo con la mirada suelos y rincones,
rostros y emanaciones. El nauseabundo olor no aceleró el ritmo de su recorrido.
Se detenían, se fijaban en un
determinado objetivo y proseguían su camino. Por fin salieron de aquel inmundo
lugar y respiraron aíre limpio. La niebla había hecho acto de presencia
ocultando tres cuartas partes de la plaza. Aún así el monarca pudo ver el
rostro de algunas de las personas allí congregadas. Agustino le sonrió cuando
sus miradas se cruzaron y le mostró su
respeto inclinando profundamente su cabeza. Como un acto reflejo encadenado, el
resto de los presentes se sumaron al homenaje inclinando sus cuerpos y
doblegando sus voluntades. El silencio sepulcral en aquella atmósfera humeante
que envolvía rostros espectrales,
convertía a los hombres en fantasmas y a
la vida en un espeluznante sueño... El
rey se arrodilló, unió las palmas de sus manos, miró al cielo primero y a sus
súbditos después, y, con los ojos enrojecidos por el dolor y el
arrepentimiento, suplicó el perdón de su Dios y el perdón de su pueblo y, sobre
todo, el perdón de su herida conciencia.
La noche se sintió avergonzada. Así misma se confesó defraudada y quiso sentirse humana y llorar su pena y
clamar su dolor. Y quiso que la emotividad que abrigaba la plaza la
arropara para que la frialdad no helara
su alma. La noche quiso irse de prisa.
Avanzó su reloj acelerando su tiempo y esperó impacientemente a que el alba
madrugase y la relegase hacia un espacio inalcanzable para las maldades. Quería
alejarse y olvidarse de la condición más depravada del hombre. Irse
definitivamente, para que las tinieblas
dejaran de ser las habituales aliadas de quien perpetra los más ignominiosos
crímenes, las más ignominiosas barbaridades. Irse y dejar que el día invada su
territorio y se apropie de su tiempo y de su patrimonio.
Las últimas sombras se van alejando. Conviven durante un
breve tiempo con las primeras claridades de una madrugada que se resiste
perezosa a desplegar todas sus alas. Esta vez no hay saludos, solo miradas. La
mirada de quien se va apesadumbrada, reteniendo, sin quererlo, en su retina las
peores secuencias de la condición humana, y la mirada de quien llega con la
digna misión de alumbrar un mundo con innumerables y bellos caminos.
Ella aún duerme. Él no puede dejar de mirarla. La ha soñado
durante toda la noche y no puede dejar de soñarla ahora que está despierto.
Quiere verla despertar y quiere, que sus ojos verdes, al verlo, le sonrían y le
digan, aunque le mientan, te quiero.
Pero cómo eres capaz de escribir tan seguido Joaquín...Estamos ávidos de una próxima entrega.Estupendo
ResponderEliminar