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Camino Primitivo III - Epílogo:

El alboroto en el Palacio de Jonás quedó ostensiblemente amortiguado porque amortiguadas quedaron las fuerzas y los ánimos de quienes se habían desbocado buscando saciar hasta el último de sus apetitos. Por los  mismos salones, por las colindantes habitaciones y por cualquier rincón disponible y espaciado, los cuerpos, no sus voluntades, yacían desparramados, impertérritos, algunos, o sacudidos por sus postreros coletazos, otros. Los jadeos mortecinos de quienes aún se sometían a los imperativos de Eros marcaban los últimos acordes de una noche entregada a la euforia y al desenfreno.
Llegaron hasta las mismas puertas del palacio en fila de dos, en silencio,  respetando la intimidad  con la que los lugareños necesitan construir sus sueños. Los dos soldados que supuestamente vigilaban la entrada al reino de los que no necesitan soñar para que sus sueños se conviertan en realidad, permanecían en su sitio, pero no de pié sino sentados, apoyados sobre el muro, con los ojos cerrados y la boca abierta, recitando ante una fantasmal audiencia un largo poema de ronquidos, bufidos y silbidos. El capitán Gilberto, que encabezaba el grupo, se dirigió a un estanque cercano donde solía beber el ganado. Cogió un cubo, lo llenó y arrojó su contenido sobre los dos inofensivos soldados. Estaban tan profundamente dormidos que tuvo que volver a lanzarles un segundo cubo. Se levantaron como perseguidos por fieros enemigos, zarandeando piernas y brazos, lanzando puñetazos  al aire y profiriendo toda clase de insultos y amenazas. Cuatro de los soldados que acompañaban al capitán los cogieron y los inmovilizaron. Soy el capitán de la guardia real Gilberto de Asís. Quiero saber porqué permanecían ustedes dormidos en su tiempo de guardia. ¿No hay nadie custodiando los alrededores del palacio? ¡Respondan! El más despierto de los soldados no daba crédito a lo que veía y escuchaba. Pero quién era aquel miserable, con ropas pordioseras, para obligarles a darle explicaciones. Pero cómo osaba a hablarles con semejante autoridad y chulería. Porque lo habían sujetado, si no, le hubiese cortado con su cuchillo la lengua allí mismo. Así se lo hizo saber. El capitán se acercó a ellos, iluminó su rostro con el resplandor de una antorcha. ¿Me conocéis?  Los dos se quedaron atónitos al comprobar que efectivamente aquella cara respondía a la del capitán. Se quedaron sin habla y sin aliento. Hubo que auxiliarlos para que no se derrumbaran. Les dieron de beber agua y esperaron  a que se recompusieran. Se disculparon y alegaron en su defensa que llevaban muchas horas de guardia sin que nadie les sustituyera. El sueño les venció y se quedaron profundamente dormidos. El capitán les instó a que abriesen la puerta y comunicaran su llegada. El menos tímido de los dos le informó que quizás nadie se hallase en condiciones de recibirlo. La fiesta ha sido memorable y todo el mundo debe estar durmiendo a pierna suelta, incluso la guardia de  seguridad del interior del palacio.
 El capitán, seguido por dos de sus hombres, los apartó bruscamente y se encaminó hacia el interior. El espectáculo no podía ser más grotesco y bochornoso. Por doquier yacían cuerpos ligeros de ropas o completamente desnudos. Algunos aún mantenían la posición de apareamiento, aunque en ninguno de ellos se percibía más movimiento que los espasmos que les provocaba sus respiraciones ruidosas y el recuerdo de unos orgasmos rudamente alcanzados. Más de un rostro dormitaba semienterrado por una papilla orgánica, asquerosamente acompañada por un líquido entre verdoso y amarillento que exhalaba el más horripilante de los hedores. Tinajas de vino hechas añicos, otras volcadas  desparramando las últimas gotas, restos de comidas esparcidas por los suelos, muebles y paredes, completaban un cuadro que posiblemente  hubiese  transgredido los límites admitidos como fuente de inspiración del primer borrador de la Divina Comedia del visionario  Dante. Todos los salones de la planta baja ofrecían el mismo escenario. Encontraron soldados con las guerreras ocultando sus vergüenzas y sus armas al descubierto, sin defensas, expuestas a que el primer iluminado en despertase, por mandato del Dios Dionisio, le dé por perpetrar una carnicería de alcance histórica. Mujeres de todas las edades mostrando sin pudor sus atributos; unas, con un rictus de repugnancia en sus rostros; otras, con la mordaza propia de quien ha hecho de la indiferencia su herramienta de defensa;  y aquellas, algunas muertas, querubines desgarradas, con la cara con la que yo retrataría a la mancillada inocencia. El capitán,  al mirarlas, no pudo contener ni sus lágrimas ni su rabia. Encargó a uno de sus soldados que buscara ayuda y las sacasen inmediatamente de allí. Le enfatizó que ningún miembro del Grupo Caminamos fuera informado y que permaneciesen a la espera. Siguió escaleras arriba buscando los aposentos del rey y sus consejeros. Al primero en encontrarse fue su compañero de armas el capitán Alaalegre,  que dormía plácidamente acompañado por un numeroso grupo de soldados. Lo zarandeó hasta despertarlo. Alaalegre abrió un ojo bañado en sangre y al instante lo cerró y lo precintó con la intención de seguir con su sueño de caballero andante. Espantó un supuesto mosquito que al parecer solo él era capaz de oír su molesto zumbido y volvió a relajarse y a resoplar, aventando un aire que se hacía irrespirable. Un fuerte manotazo sobre el hombro lo espabiló de tal manera que según se levantaba desenvainó su espada  y la acercó al cuello de Gilberto. Su aliento apestaba y de sus dientes sobresalían  hilos de carne en estado putrefacto. Lo reconoció a pesar de su embobamiento y del aspecto tan andrajoso que presentaba aquel sujeto. Mantuvo su espada de paseo por aquel cuello que curiosamente permanecía sereno. Lo paseaba sin presionarlo mientras le sonreía con aquellos ojos que centelleaban de placer y que reclamaban venganza. Cómo estaba disfrutando de aquel momento. Podría haberlo degollado, justificándose que por sus trazas y por su abordaje traicionero ni tuvo tiempo para reaccionar con sosiego ni tiempo para reconocerlo. Oportunidad como está tardará en presentarse. El niñato este se ha ganado el favor del rey sin más mérito que el de ser un encantador de serpientes e hijo de un distinguido señor. Yo he estado en más campos de batalla que ninguno de mis compañeros de armas y solo he conseguido la indiferencia del monarca. Menos mal que para algunos de sus consejeros más cercanos no solo soy un simple oficial, sino su más leal aliado. Arde en deseos de pincharle o abrirle una fina y profunda grieta y provocarle una hemorragia de mortales consecuencias. Pero no es tonto. Sabrá esperar una mejor oportunidad. Si le hace daño, el rey ordenaría sin contemplaciones que le mostrasen sobre una bandeja su cabeza. Dejó de sonreír, fue retirando, retándolo con la mirada, su espada y,  sin darle en ningún momento la espalda, fue pateando a cada uno de sus hombres hasta despertarlos, espabilarlos  y ponerlos en guardia. Gilberto no se amedrantó. Depositando  su dura mirada en los ojos sanguinolentos del capitán Alaalegre, le exigió ver al mismísimo monarca. El monarca no puede atenderte en estos momentos, le contestó con recochineo un crecido Alaalegre.  Ha dado orden de que nadie le molestara. Se retiró temprano pero muy agotado y necesita como todos nosotros de un largo y tranquilo descanso. La fiesta ha sido devastadora…  Ya he tenido la desgracia de ver en que han empleado sus esfuerzos y su tiempo, respondió un enfurecido Gilberto. No se ha respetado nada, ni siquiera han tenido en cuenta la edad de algunas muchachas. ¿Este es el ejemplo que se quiere dar desde el entorno de la corona? Quiero creer que Don Alfonso desconoce el alcance de los excesos y  atrocidades aquí cometidas, pero quisiera que él mismo me acompañara y fuera testigo directo de cómo se hallan las estancias de la planta de abajo. Nunca he visto unas imágenes tan deprimentes. Eres una deshonra para el ejército. Solo tus vinculaciones conspiratorias con algunos desaprensivos y amorales consejeros te mantienen vivo y al frente de una importante guarnición. Literalmente los ojos del capitán ofendido duplicaron su diámetro  y su corpulento cuerpo se multiplicó por diez. Sus poderosas manos abrazaron el cuello de Gilberto presionándolo con la dureza de quien ya ha dictado la peor de las sentencias…
De pronto se abrió la puerta de la alcoba del monarca. El rey saludó con un grito de horror al ver cómo su más apreciado capitán se retorcía bajo las garras del capitán que estaba al mando de su guardia de seguridad. ¡Deténganlo! Repetía una y otra vez. ¡Deténganlo! Un buen golpe asestado sobre su cabeza con una silla de madera maciza, consiguió que aquel hombretón se derrumbara  y perdiese, no se sabe si temporalmente  o para siempre, su fuerza, su consciencia y su mala leche. Don Alfonso se acercó a Gilberto y le ayudó a incorporarse. Con una dificultosa respiración y con la marca sonrojada sobre el perímetro de su cuello, el capitán consiguió saludar a Don Alfonso y explicarle pausadamente el motivo de su disputa con el capitán Alaalegre. Le narró con pelos y señales todo cuanto había visto y sentido desde su llegada al palacio. El rey le señaló el camino y ambos bajaron, acompañados por los soldados, las escaleras que descendían a las mismas entrañas del infierno. Nadie pronunció palabra. Iban recorriendo con la mirada suelos y rincones, rostros y emanaciones. El nauseabundo olor no aceleró el ritmo de su recorrido. Se detenían, se fijaban  en un determinado objetivo y proseguían su camino. Por fin salieron de aquel inmundo lugar y respiraron aíre limpio. La niebla había hecho acto de presencia ocultando tres cuartas partes de la plaza. Aún así el monarca pudo ver el rostro de algunas de las personas allí congregadas. Agustino le sonrió cuando sus miradas se cruzaron  y le mostró su respeto inclinando profundamente su cabeza. Como un acto reflejo encadenado, el resto de los presentes se sumaron al homenaje inclinando sus cuerpos y doblegando sus voluntades. El silencio sepulcral en aquella atmósfera humeante que envolvía  rostros espectrales, convertía a los hombres en fantasmas  y a la vida en un espeluznante  sueño... El rey se arrodilló, unió las palmas de sus manos, miró al cielo primero y a sus súbditos después, y, con los ojos enrojecidos por el dolor y el arrepentimiento, suplicó el perdón de su Dios y el perdón de su pueblo y, sobre todo, el perdón de su herida conciencia.


La noche se sintió avergonzada. Así misma  se confesó defraudada y  quiso sentirse humana y llorar su pena y clamar su dolor. Y quiso que la emotividad que abrigaba la plaza la arropara  para que la frialdad no helara su alma.  La noche quiso irse de prisa. Avanzó su reloj acelerando su tiempo y esperó impacientemente a que el alba madrugase y la relegase hacia un espacio inalcanzable para las maldades. Quería alejarse y olvidarse de la condición más depravada del hombre. Irse definitivamente,  para que las tinieblas dejaran de ser las habituales aliadas de quien perpetra los más ignominiosos crímenes, las más ignominiosas barbaridades. Irse y dejar que el día invada su territorio y se apropie de su tiempo y de su patrimonio.
Las últimas sombras se van alejando. Conviven durante un breve tiempo con las primeras claridades de una madrugada que se resiste perezosa a desplegar todas sus alas. Esta vez no hay saludos, solo miradas. La mirada de quien se va apesadumbrada, reteniendo, sin quererlo, en su retina las peores secuencias de la condición humana, y la mirada de quien llega con la digna misión de alumbrar un mundo con innumerables y bellos caminos.
Ella aún duerme. Él no puede dejar de mirarla. La ha soñado durante toda la noche y no puede dejar de soñarla ahora que está despierto. Quiere verla despertar y quiere, que sus ojos verdes, al verlo, le sonrían y le digan, aunque le mientan, te quiero.  







1 comentario :

  1. Pero cómo eres capaz de escribir tan seguido Joaquín...Estamos ávidos de una próxima entrega.Estupendo

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