A media mañana, no sabemos si bajo la protección o bajo la
amenaza de un cielo cubierto por oscuras nubes que se extendían más allá de
cualquier punto del horizonte, el séquito real, cada vez más numeroso, se
disponía a abandonar los dominios de un pueblo a cuya historia ha de añadirse
los macabros sucesos acontecidos durante una noche con pocas luces y demasiadas
sombras. El rey, rodeado por una parte de la guardia del capitán Gilberto, encabezaba una comitiva que se desplazaba por
las enlutadas callejuelas con paso en sordina, desfilando ante la invisible
mirada de decenas de lugareños que, tras sus puertas y ventanas selladas,
maldecían, entre sollozos o con el rostro enfurecido, la visita de tan
distinguidos y civilizados dignatarios. Ahí van, en busca de un sepulcro abierto
para ser venerado, aunque el viento haya dejado sin rastro la vida y el polvo
del apóstol Santiago. Ahí van, dejando
tras de sí tumbas de todos los tamaños, cerradas, para que solo las venere la
tierra que las protege y la mirada
húmeda de a quienes les han arrebatado la vida de sus ángeles más
amados.
Al monarca no le tembló la mano al destituir en sus cargos a
varios oficiales, degradándolos o expulsándolos directamente de su ejército, y
advertido a algunos de sus consejeros
que ante el menor indicio de estar conspirando contra su persona o contra
algunos de sus más leales amigos, serán ejecutados o encerrados de por vida. En
el mismo Palacio de Jonás, y con la presencia del capitán Gilberto y de otros
capitanes de su máxima confianza, fue llamando uno a uno a todos los oficiales
involucrados en los asesinatos de las inocentes criaturas. Respecto a sus
consejeros, se mostró más indulgente, pero no menos beligerante sobre la
vigilancia que desde ese momento iba a recaer sobre sus actos y decisiones. Los
consejeros afectados acataron sin réplica la proclama real, pero sus miradas
les delataban. No se iban a doblegar tan dócilmente. Querían un monarca a su
medida, un pelele que les garantizase un buen estilo de vida y el poder
suficiente para que desde la sombra siguieran maniobrando e influyendo en las
decisiones que afectaban al reino.
Al capitán Alaalegre,
con medio cráneo hundido, lo han dejado agonizando en una de las habitaciones
del palacio, acompañado por dos de sus soldados, esperando que el propio
Satanás aparezca y se lo lleve de
mercenario por tierras carbonizadas por
el fuego.
El Grupo Caminamos ,
sin haber dormido ni descansado , sigue la estela que el monarca va grabando
por la suave ladera, a punto de ser culminada, entre árboles que se agolpan
disputándose la misma tierra y el mismo tallo, pero antes de franquearla el rey
se para, y con el monarca todo el séquito que lo acompaña, ladea su cabeza y se
queda observando con la mirada recia la aldea , empequeñecida por la distancia,
y murmura para sí, para que solo su Dios y su conciencia sean testigos de lo
que dice y de lo que siente, que ojalá llegue un día en el que ese palacio y
esa aldea solo se les conozca por ser el destino de paso de peregrinos honrados que solo
buscan descanso.
Ni Agustino, ni nadie del grupo, conocen los entresijos de lo ocurrido. Solo se las ha
dicho que la fiesta acabó en un desmadre y que es preferible pasar página y
mirar hacia adelante. Pero la innata curiosidad del grupo, ahora protegido por
guardianes del capitán Gilberto y por el propio monarca, les lleva a
preguntarse una y otra vez qué ha podido ocurrir para que el monarca se
atreviera a pedir perdón en público y para que nadie se preste a hablarles
sobre lo sucedido. Sí fueron testigos de cómo sacaban del palacio bultos pequeñitos
envueltos en mantas y cómo se los llevaban
a un recinto trasero anexo al palacio; de cómo se oían gritos de
angustia tras las paredes de las casas cuando se estaban preparando para la
marcha; de cómo nadie salió a despedirlos
cuando el séquito desfilaba por las estrechas calles hacia las afueras de la
aldea, y de cómo el silencio enmudeció los gritos y las palabras, pero no pudo acallar los sollozos de quienes
se resistían a silenciar un dolor con el tendrían que convivir hasta el final
de sus días.
El rey les ha dado la bienvenida, pero por el momento no se
ha dirigido personalmente a ninguno de ellos. Ni siquiera el capitán Gilberto,
tan dicharachero en su primer encuentro, se mostraba dispuesto a soltar prenda.
Los componentes del Grupo Caminamos optaron por mantener la máxima prudencia y visualizar una actitud de supuesta
indiferencia. Su situación era una incógnita. ¿Estaban arrestados? No llevaban
mordazas ni a nadie a su alrededor que les amenazase con sus armas. Pero si
advirtieron las miradas de recelo de
algún que otro consejero y la de algún oficial que no acababan de asumir y
aceptar que formaran nuevamente parte de la comitiva. Tiempo habrá para que las
dudas dejen de serlo y para que las incógnitas queden despejadas y resueltas.
El monarca miraba asombrado las diferentes panorámicas que
se iban sucediendo a lo largo de un camino que ondulaba empinándose hacia cotas
cercanas al mismo cielo, sino se adentraban por sus mismas entrañas por senderos construidos por las
mismas manos que esculpieron la belleza
en su inmaculado estado. En la madrugada, su corazón compungido ardía en deseos
de volar y alejarse de aquella pesadilla, de aquella cloaca humana en la que se
convirtió aquel infernal palacio; y ahora, cuando la tarde avanza precipitada
por un viento enrabietado que azota sin miramientos todo cuanto se cruza a su
paso, desea que su vuelo gravite perpetuamente
sobre aquel espacio privilegiado.
Malena sigue, según ella, con su hombro dolorido. Podría caminar
al lado de sus compañeros, pero el
capitán Gilberto no quiere que el dolor la distraiga y le provoque un accidente
de funestas consecuencias. Se muestra muy preocupado por su salud. Le ha
habilitado un cómodo espacio en una de las carretas. Cada poco tiempo él se
acerca para interesarse sobre la evolución de sus dolores. A ella esos gestos
de deferencia le estimulan de tal manera, que con tal de tenerlo cerca y sin
testigos que la incomoden, se queja desmesuradamente de un dolor que ya hace
tiempo que desapareció de su hombro y de su memoria. El capitán, que se
considera un buen mozo y un contrastado galán, le pone cara de preocupación y
de pena. Y mientras ella le suplica con su mirada que la trate con especial
delicadeza, a él le gusta arrullarla con dulces palabras de aliento y de
esperanza. Ella permanece echada sobre un mullido lienzo con la cabeza
ligeramente alzada. El se acerca pausadamente atraído por aquellos ojos que le
van despojando sin remedio de todas sus capas y resistencias. Ella le rodea con
sus brazos, cierra sus ojos y posa sus
labios sobre los del seducido capitán, ya dispuesto a dejarse amar... La
carreta se agita, movida por una poderosa fuerza que la zarandea bruscamente.
La lona se desprende empujada por el huracanado viento. Varios soldados
intentan coger las bridas de los caballos. La lluvia arrecia y tanto el capitán
como Malena salen de la carreta, él con el torso al descubierto, ella con la
túnica medio puesta. Gilberto la tiene entre sus brazos y la arropa con una manta
seca que le tienden y la deja en el interior de otra carreta que aún permanece
con la lona puesta. Todo sucede precipitadamente. El viento se va calmando y la
tormenta amainando su fuerza. Las nubes avanzan a una velocidad de vértigo,
bajo el látigo implacable de unos rayos que van espaciando su frecuencia. El
agua ha construido lagunas y elevado el caudal de los arroyos, inundando los
pastos, los caminos y el aire que golpea los rostros de quienes caminan con la
cara descubierta. Ni siquiera la fuerza del viento ni la severidad del aguacero
mitigaron el embelesamiento con el que los caminantes contemplaban aquellos
sublimes parajes de ensueño. En el alto de la Carca, el rey ordenó que
levantaran el campamento. Gervasio, el médico, y su ayudante Deva fueron
informados de que algunos peregrinos habían llegado maltrechos. Acondicionaron
una de las tiendas como hospital. Eran muy pocos los medios, pero muchos los
conocimientos que arropaban a tan singular médico y a su inseparable enfermera.
Con la primera luz del día, Calón y sus compañeros
reemprendieron la marcha. Cruzaron en barca el rio Nalotium. Tardaron mucho más
de lo esperado en atravesarlo. Gracias a la pericia del vetusto y experimentado
barquero y a las buenas intenciones de las revueltas aguas, consiguieron
alcanzar la otra orilla. Querían llegar a Valdesalas sobre el medio día y a la
aldea de Aleo antes del anochecer. Iba a ser una jornada muy dura. Si no
surgían contratiempos no tendrían por qué tener problemas en conseguirlo. Pero
la suerte, además de buscarla, ha de buscarte. Nada más arribar en la orilla,
un hatajo de supuestos soldados con una indumentaria irreconocible, les
rodearon con sus espadas desenvainadas. El grupo no hizo nada para defenderse,
dejándose conducir por la escueta guarnición. Un caserón flanqueado por dos
torres apareció tras un pequeño pero frondoso bosquecillo. Con gestos
elocuentes y comedidamente intimidatorios fueron invitados a entrar. Una gran
sala completamente desnuda y muy fría les recibió. Sin tiempo para las
presentaciones, un soldado les abrió una puerta que conducía a una estancia mucho más pudorosa y
acogedora. Al fondo, sentado sobre un enorme sillón y custodiado por dos
soldados a ambos lados, les recibió un señor vestido con una llamativa capa en
la se dibujaba un símbolo que hasta entonces ninguno de los apresados había
visto. Se trataba de una serpiente con dos cabezas y con la lengua enrollando
lo que perecía ser un diminuto ser humano. El señor guardó silencio, mientras
sus ojos rastreaban aquellos fruncidos rostros que lo apremiaban con la mirada.
Tan pronto el enigmático caballero sonreía como se ensombrecía. Calón, que
maldecía entre dientes su mala suerte, harto de esperar de que aquel misterioso
individuo se dignase a aclararles quién era y porqué les habían retenido, elevó
sin permiso su voz y le preguntó en un tono no exento de recochineo, que a qué
se debía el honroso honor de ser recibidos por tan distinguido señor. El
aludido le lanzó una mirada sostenida cargada de ira. Cerró los ojos y esperó a
que su ritmo cardiaco se relajase. Se deslizó a través del asiento y se
incorporó (su estatura no sobrepasaba los hombros de cualquier ser de tamaño
medio). Con un gesto muy ceremonioso, se presentó. Me llamo Poncio. Hace muchos
años viví en la ciudad de Oviedo. Concretamente en la corte. Fui uno de los
encargados de educar al actual monarca. Fui clérigo durante muchos años,
repartidos entre la corte y un monasterio, en el que serví como abad al Dios en
el que creía y a los que fueron mis hermanos de congregación. Ahora, como
podéis presuponer, ni educo a futuros reyes ni visto con hábitos bendecidos por
obispos. Vosotros, hasta el día de hoy, ignorabais mi existencia, pero sabed
que yo estoy muy informado sobre las vuestras. Más aún, estoy al tanto de todo
lo que necesito saber sobre el renombrado Grupo Caminamos. Tengo muy buenos
amigos ocupando altos cargos en las más altas instancias y vasallos vigilando
todos los rincones de nuestras ciudades y aldeas. Amigos leales, dispuestos a
sacrificar sus vidas para preservar la mía… No quiero aburriros con mi
palabrería, pero era necesario que entendierais que vuestra presencia aquí no
obedece a ninguna casualidad. Sé de vuestro paradero desde vuestra salida de
Oviedo. Seré breve; no quiero entreteneros ni entretenerme más de lo preciso.
Os comunico que a partir de este momento me serviréis exclusivamente a mí y a
mis intereses. Solo cuando hayáis cumplido con la misión que os voy a encargar,
os liberaré de vuestra servidumbre y
recuperaréis vuestra condición de hombres libres. Tendréis que asesinar al rey Don Alfonso, soltó, sin preámbulos,
aquel individuo, con la misma entonación con la que se suelta unos buenos días.
Calón, Nardo y el resto del grupo, se quedaron petrificados al oír semejante
mandato. Clarisa se desplomó y Josefina intentaba inútilmente sobreponerse a un
vahído que terminó por derrumbarla y situarla a la misma altura que su
desfallecida hermana. Ambas yacían inconscientes sobre la roja y decorada alfombra que cubría por completo
el empedrado suelo. Poncio ordenó a dos de sus hombres que las refrescaran y
las incorporaran. Restablecidas todas las conciencias, Poncio reanudó su
perorata informando a su espectral audiencia sobre los pormenores de su
endemoniado plan. Para asegurarse de que los encargados de asesinar al monarca
cumplieran con su cometido, con la discreción requerida, Poncio finalizó su
arenga invitando a las dos hermanas y a cinco más del grupo a que se quedaran
en su mansión hasta que el resto del grupo consumase con éxito su misión. Clarisa y Josefina al
oír sus nombres en boca de aquel extraño y sanguinario sujeto, volvieron a
marearse, y, abrazadas, como respondiendo a una coreografía previamente ensayada, sincronizaron sus movimientos
mientras caían lentamente sobre la boca de una de las serpientes que decoraban
inmóviles la extensa y roja alfombra.
Abrió sus ojos y le sonrió. El rubor le ladeo la cara, y se
sintió tan ligero, que se creyó que una nube le transportaba por senderos
floridos al ritmo de una música épica.
Lucas los seguía, en soledad, a una prudencial distancia. Las vendas le ocultaban las hojas
que Pedro le había puesto sobre las llagas. Tenía el aspecto de una momia
resucitada de cintura para arriba, que se movía tentando la suerte con cada
pisada. Abban, unos pasos más adelante, lo vigilaba discretamente por si el
abrupto y húmedo terreno le provocaba una caída y le empeoraba el delicado
estado en el que se encontraba. Pedro, por su parte, también lo vigilaba, pero
unos pasos más atrás. Desde su posición, Lucas, era el vivo retrato de un
condenado que camina tambaleándose en
busca del cadalso. Mateo y su grupo encabezan la marcha por un sendero que
desciende hacia las profundidades de un valle velado por una neblina que enfría
el aire y congela los huesos. Victoriano acompaña a Estela y a Aanisa. Su
amada, parca en palabras, les habla con la mirada y con esa sonrisa, creada por
un Dios para esculpirla en su cara; mientras Estela, experta dicharachera, les
cuenta historias de su juventud por tierras de las que ninguno de los dos nunca
ha tenido referencia. Historias cargadas de nostalgias y de sueños. Nostalgias
que siempre van dejando un rastro de tristeza en el alma y sueños que van
perdiendo tamaño con el paso del tiempo. Victoriano al escucharla quiere
sentirlas como si las hubiera vivido, y quiere que en ellas, al recrearlas,
Aanisa sea su inseparable compañera.
El grupo se inquietó al oír cercanos unos aullidos. Mateo se paró en seco y
levantando una mano instó al resto del grupo a que se quedaran quietos y en
silencio. Los aullidos parecían proceder de un lugar próximo, más allá de un
recodo del camino que estaba a punto de franquear. Mateo y dos de sus
compañeros treparon sigilosamente por unas rocas hacia la cima de un pequeño
montículo, desde la que se suponía podrían ver de qué animal se trataba. Un
perro de grandes dimensiones aullaba ante la puerta cerrada de una destartalada
cabaña. Sus alaridos se dirigían a alguien que se encontraba dentro,
posiblemente su dueño. Pero su
insistencia no recibió más respuesta que la de un absoluto silencio. Mateo y su escolta se acercaron, no sin antes
prevenirse con sus cuchillos en la mano. El perro, al verlos, ladró con tanta
fuerza que decenas de pájaros salieron en espantada, surcando caóticamente una
atmósfera aterida por la neblina. Por allí apareció Pedro que, con un simple
ademán con la mano, calmó la intensa ansiedad con la que aquel pobre animal
transmitía su miedo y su soledad. Se acercó al perro y le acarició el lomo. El
perro lanzó su último aullido, se echó y dejó que aquellas amigables manos le
proporcionaran el calor que aquel aire gélido y aquella puerta cerrada le
habían arrancado. Mateo aporreó la puerta. Al ver que nadie respondía, de una
patada la derribó. El perro salió lanzado hacia el interior de aquella choza,
que después de haber recibido aquel golpe, no se derrumbó, pero quedó
notablemente resentida. Sobre una cama hecha de hojas y de paja yacía un hombre
de mediana edad, no se sabe si vivo o muerto. Mateo acercó su oído al corazón y
percibió el sonido de unos lejanos
latidos. La palidez de aquel rostro le hizo recordar a unos actores que
recubrían sus caras con cal para interpretar a personajes que deseaban vivir
sin maquillajes. Cogió un recipiente que conservaba un poco de agua y, con la
ayuda de Pedro, se la introdujo con mucha delicadeza por aquella ulcerada boca.
Aquel individuo no respondía. Sus ojos permanecían cerrados y su cuerpo tan
inerte como lo habían encontrado. El
perro de un salto se puso sobre el cuerpo de su supuesto amo, sacó su larga
lengua y empezó a lamer las mejillas de aquel pobre sujeto, sin descanso y con
todo su afecto. Un ligero temblor
sacudió la inmovilidad de aquel cuerpo.
Mateo volvió a darle agua. Una entrecortada tos les alertó de que aquel hombre
aún estaba vivo.
Marcos llevaba inconsciente varios días. La fiebre lo había
debilitado de tal modo que perdió el apetito, la fuerza y el sentido. No hacía
mucho tiempo que se había escapado de una fortaleza en la que cumplía condena
por haber poseído a la esposa de un despótico y rico caballero. El propio
caballero ejerció de juez y quiso ser su
verdugo. Pero las desesperadas súplicas de su infiel esposa removieron su
corazón y su sospechada sentencia. Se
pudriría hasta perecer en las mazmorras de su fortaleza. Pero un buen día, la
entristecida dama, ignorada y maltratada por su marido y presa de un amor que
no duró más que un suspiro, quiso vengar su deshonra y volver a ver al único
hombre que la amó con pasión. Una noche,
aprovechando la ausencia de su esposo y de una buena parte de la
guarnición, bajó hasta la subterránea galería en donde se hallaban los
calabozos. Se acercó al carcelero, que roncaba a pierna suelta, y, sin más
contemplaciones que la de asegurarse que llevaba las llaves atadas a su
cinturón, le sajó el pescuezo de una sola pasada con un cuchillo que relumbraba
como la luna llena en una noche de tinieblas. Ella, que conocía perfectamente
el laberinto de galerías que surcaban los subterráneos del castillo, lo condujo
afanosamente al exterior. Un arquero, que se hallaba en una de las torres, los
divisó. Al percatarse de que el reo huía con la esposa de su señor, lanzó una
flecha para detener las ansias de libertad del preso, pero justo en ese preciso
momento la dama se interpuso entre la flecha y su Cupido. Su cuerpo quedó
tendido, sin aliento, con el corazón dormido. Una segunda flecha salió,
convencida de su infalibilidad, en su busca. La diosa Fortuna la interceptó y
permitió que la fuga se consumara. Se escondía durante el día y erraba perdido
durante la noche, hasta que se sintió a salvo de sus supuestos perseguidores,
pero no del hambre, del frío y de los
depredadores. En su calvario solo encontró la compañía de un perro extraviado y
el calor de una cabaña que rezaba para que el viento no la derribara…
Y quiso el destino que en su huida Victoriano se fuera
encontrando con personajes tan extraños, pintorescos y tan humanamente bellos;
de ahí que se sintiera el hombre más rico y afortunado entre aquella gente y en
aquel momento. Y quiso el destino que no fuera un espejismo sino una realidad
de ensueño que aquellos ojos verdes le
acompañaran en su periplo por aquellos seductores y verdes caminos.
Interesante lectura, engancha como el camino
ResponderEliminarGRACIAS
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