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Camino Primitivo IV:

A media mañana, no sabemos si bajo la protección o bajo la amenaza de un cielo cubierto por oscuras nubes que se extendían más allá de cualquier punto del horizonte, el séquito real, cada vez más numeroso, se disponía a abandonar los dominios de un pueblo a cuya historia ha de añadirse los macabros sucesos acontecidos durante una noche con pocas luces y demasiadas sombras. El rey, rodeado por una parte de la guardia del capitán Gilberto,  encabezaba una comitiva que se desplazaba por las enlutadas callejuelas con paso en sordina, desfilando ante la invisible mirada de decenas de lugareños que, tras sus puertas y ventanas selladas, maldecían, entre sollozos o con el rostro enfurecido, la visita de tan distinguidos y civilizados dignatarios. Ahí van, en busca de un sepulcro abierto para ser venerado, aunque el viento haya dejado sin rastro la vida y el polvo del apóstol Santiago.  Ahí van, dejando tras de sí tumbas de todos los tamaños, cerradas, para que solo las venere la tierra que las protege y la mirada  húmeda de a quienes les han arrebatado la vida de sus ángeles más amados.
Al monarca no le tembló la mano al destituir en sus cargos a varios oficiales, degradándolos o expulsándolos directamente de su ejército, y advertido a  algunos de sus consejeros que ante el menor indicio de estar conspirando contra su persona o contra algunos de sus más leales amigos, serán ejecutados o encerrados de por vida. En el mismo Palacio de Jonás, y con la presencia del capitán Gilberto y de otros capitanes de su máxima confianza, fue llamando uno a uno a todos los oficiales involucrados en los asesinatos de las inocentes criaturas. Respecto a sus consejeros, se mostró más indulgente, pero no menos beligerante sobre la vigilancia que desde ese momento iba a recaer sobre sus actos y decisiones. Los consejeros afectados acataron sin réplica la proclama real, pero sus miradas les delataban. No se iban a doblegar tan dócilmente. Querían un monarca a su medida, un pelele que les garantizase un buen estilo de vida y el poder suficiente para que desde la sombra siguieran maniobrando e influyendo en las decisiones que afectaban al reino.
 Al capitán Alaalegre, con medio cráneo hundido, lo han dejado agonizando en una de las habitaciones del palacio, acompañado por dos de sus soldados, esperando que el propio Satanás aparezca y se lo lleve  de mercenario por tierras carbonizadas  por el fuego.
 El Grupo Caminamos , sin haber dormido ni descansado , sigue la estela que el monarca va grabando por la suave ladera, a punto de ser culminada, entre árboles que se agolpan disputándose la misma tierra y el mismo tallo, pero antes de franquearla el rey se para, y con el monarca todo el séquito que lo acompaña, ladea su cabeza y se queda observando con la mirada recia la aldea , empequeñecida por la distancia, y murmura para sí, para que solo su Dios y su conciencia sean testigos de lo que dice y de lo que siente, que ojalá llegue un día en el que ese palacio y esa aldea solo se les conozca por ser el destino  de paso de peregrinos honrados que solo buscan descanso.
Ni Agustino, ni nadie del grupo, conocen  los entresijos de lo ocurrido. Solo se las ha dicho que la fiesta acabó en un desmadre y que es preferible pasar página y mirar hacia adelante. Pero la innata curiosidad del grupo, ahora protegido por guardianes del capitán Gilberto y por el propio monarca, les lleva a preguntarse una y otra vez qué ha podido ocurrir para que el monarca se atreviera a pedir perdón en público y para que nadie se preste a hablarles sobre lo sucedido. Sí fueron testigos de cómo sacaban del palacio bultos pequeñitos envueltos en mantas y cómo se los llevaban  a un recinto trasero anexo al palacio; de cómo se oían gritos de angustia tras las paredes de las casas cuando se estaban preparando para la marcha;  de cómo nadie salió a despedirlos cuando el séquito desfilaba por las estrechas calles hacia las afueras de la aldea, y de cómo el silencio enmudeció los gritos y las palabras,  pero no pudo acallar los sollozos de quienes se resistían a silenciar un dolor con el tendrían que convivir hasta el final de sus días.
El rey les ha dado la bienvenida, pero por el momento no se ha dirigido personalmente a ninguno de ellos. Ni siquiera el capitán Gilberto, tan dicharachero en su primer encuentro, se mostraba dispuesto a soltar prenda. Los componentes del Grupo Caminamos optaron por mantener la máxima prudencia y  visualizar una actitud de supuesta indiferencia. Su situación era una incógnita. ¿Estaban arrestados? No llevaban mordazas ni a nadie a su alrededor que les amenazase con sus armas. Pero si advirtieron  las miradas de recelo de algún que otro consejero y la de algún oficial que no acababan de asumir y aceptar que formaran nuevamente parte de la comitiva. Tiempo habrá para que las dudas dejen de serlo y para que las incógnitas queden despejadas y resueltas.
El monarca miraba asombrado las diferentes panorámicas que se iban sucediendo a lo largo de un camino que ondulaba empinándose hacia cotas cercanas al mismo cielo, sino se adentraban por sus mismas  entrañas por senderos construidos por las mismas manos  que esculpieron la belleza en su inmaculado estado. En la madrugada, su corazón compungido ardía en deseos de volar y alejarse de aquella pesadilla, de aquella cloaca humana en la que se convirtió aquel infernal palacio; y ahora, cuando la tarde avanza precipitada por un viento enrabietado que azota sin miramientos todo cuanto se cruza a su paso, desea que su vuelo gravite perpetuamente  sobre aquel espacio privilegiado.
Malena sigue, según ella, con su hombro dolorido. Podría caminar al lado de sus compañeros, pero el capitán Gilberto no quiere que el dolor la distraiga y le provoque un accidente de funestas consecuencias. Se muestra muy preocupado por su salud. Le ha habilitado un cómodo espacio en una de las carretas. Cada poco tiempo él se acerca para interesarse sobre la evolución de sus dolores. A ella esos gestos de deferencia le estimulan de tal manera, que con tal de tenerlo cerca y sin testigos que la incomoden, se queja desmesuradamente de un dolor que ya hace tiempo que desapareció de su hombro y de su memoria. El capitán, que se considera un buen mozo y un contrastado galán, le pone cara de preocupación y de pena. Y mientras ella le suplica con su mirada que la trate con especial delicadeza, a él le gusta arrullarla con dulces palabras de aliento y de esperanza. Ella permanece echada sobre un mullido lienzo con la cabeza ligeramente alzada. El se acerca pausadamente atraído por aquellos ojos que le van despojando sin remedio de todas sus capas y resistencias. Ella le rodea con sus brazos, cierra sus ojos  y posa sus labios sobre los del seducido capitán, ya dispuesto a dejarse amar... La carreta se agita, movida por una poderosa fuerza que la zarandea bruscamente. La lona se desprende empujada por el huracanado viento. Varios soldados intentan coger las bridas de los caballos. La lluvia arrecia y tanto el capitán como Malena salen de la carreta, él con el torso al descubierto, ella con la túnica medio puesta. Gilberto la tiene entre sus brazos y la arropa con una manta seca que le tienden y la deja en el interior de otra carreta que aún permanece con la lona puesta. Todo sucede precipitadamente. El viento se va calmando y la tormenta amainando su fuerza. Las nubes avanzan a una velocidad de vértigo, bajo el látigo implacable de unos rayos que van espaciando su frecuencia. El agua ha construido lagunas y elevado el caudal de los arroyos, inundando los pastos, los caminos y el aire que golpea los rostros de quienes caminan con la cara descubierta. Ni siquiera la fuerza del viento ni la severidad del aguacero mitigaron el embelesamiento con el que los caminantes contemplaban aquellos sublimes parajes de ensueño. En el alto de la Carca, el rey ordenó que levantaran el campamento. Gervasio, el médico, y su ayudante Deva fueron informados de que algunos peregrinos habían llegado maltrechos. Acondicionaron una de las tiendas como hospital. Eran muy pocos los medios, pero muchos los conocimientos que arropaban a tan singular médico y a su inseparable enfermera. 
Con la primera luz del día, Calón y sus compañeros reemprendieron la marcha. Cruzaron en barca el rio Nalotium. Tardaron mucho más de lo esperado en atravesarlo. Gracias a la pericia del vetusto y experimentado barquero y a las buenas intenciones de las revueltas aguas, consiguieron alcanzar la otra orilla. Querían llegar a Valdesalas sobre el medio día y a la aldea de Aleo antes del anochecer. Iba a ser una jornada muy dura. Si no surgían contratiempos no tendrían por qué tener problemas en conseguirlo. Pero la suerte, además de buscarla, ha de buscarte. Nada más arribar en la orilla, un hatajo de supuestos soldados con una indumentaria irreconocible, les rodearon con sus espadas desenvainadas. El grupo no hizo nada para defenderse, dejándose conducir por la escueta guarnición. Un caserón flanqueado por dos torres apareció tras un pequeño pero frondoso bosquecillo. Con gestos elocuentes y comedidamente intimidatorios fueron invitados a entrar. Una gran sala completamente desnuda y muy fría les recibió. Sin tiempo para las presentaciones, un soldado les abrió una puerta que conducía  a una estancia mucho más pudorosa y acogedora. Al fondo, sentado sobre un enorme sillón y custodiado por dos soldados a ambos lados, les recibió un señor vestido con una llamativa capa en la se dibujaba un símbolo que hasta entonces ninguno de los apresados había visto. Se trataba de una serpiente con dos cabezas y con la lengua enrollando lo que perecía ser un diminuto ser humano. El señor guardó silencio, mientras sus ojos rastreaban aquellos fruncidos rostros que lo apremiaban con la mirada. Tan pronto el enigmático caballero sonreía como se ensombrecía. Calón, que maldecía entre dientes su mala suerte, harto de esperar de que aquel misterioso individuo se dignase a aclararles quién era y porqué les habían retenido, elevó sin permiso su voz y le preguntó en un tono no exento de recochineo, que a qué se debía el honroso honor de ser recibidos por tan distinguido señor. El aludido le lanzó una mirada sostenida cargada de ira. Cerró los ojos y esperó a que su ritmo cardiaco se relajase. Se deslizó a través del asiento y se incorporó (su estatura no sobrepasaba los hombros de cualquier ser de tamaño medio). Con un gesto muy ceremonioso, se presentó. Me llamo Poncio. Hace muchos años viví en la ciudad de Oviedo. Concretamente en la corte. Fui uno de los encargados de educar al actual monarca. Fui clérigo durante muchos años, repartidos entre la corte y un monasterio, en el que serví como abad al Dios en el que creía y a los que fueron mis hermanos de congregación. Ahora, como podéis presuponer, ni educo a futuros reyes ni visto con hábitos bendecidos por obispos. Vosotros, hasta el día de hoy, ignorabais mi existencia, pero sabed que yo estoy muy informado sobre las vuestras. Más aún, estoy al tanto de todo lo que necesito saber sobre el renombrado Grupo Caminamos. Tengo muy buenos amigos ocupando altos cargos en las más altas instancias y vasallos vigilando todos los rincones de nuestras ciudades y aldeas. Amigos leales, dispuestos a sacrificar sus vidas para preservar la mía… No quiero aburriros con mi palabrería, pero era necesario que entendierais que vuestra presencia aquí no obedece a ninguna casualidad. Sé de vuestro paradero desde vuestra salida de Oviedo. Seré breve; no quiero entreteneros ni entretenerme más de lo preciso. Os comunico que a partir de este momento me serviréis exclusivamente a mí y a mis intereses. Solo cuando hayáis cumplido con la misión que os voy a encargar, os liberaré  de vuestra servidumbre y recuperaréis vuestra condición de hombres libres. Tendréis que  asesinar al rey Don Alfonso, soltó, sin preámbulos, aquel individuo, con la misma entonación con la que se suelta unos buenos días. Calón, Nardo  y el resto del grupo, se  quedaron petrificados al oír semejante mandato. Clarisa se desplomó y Josefina intentaba inútilmente sobreponerse a un vahído que terminó por derrumbarla y situarla a la misma altura que su desfallecida hermana. Ambas yacían inconscientes sobre la roja  y decorada alfombra que cubría por completo el empedrado suelo. Poncio ordenó a dos de sus hombres que las refrescaran y las incorporaran. Restablecidas todas las conciencias, Poncio reanudó su perorata informando a su espectral audiencia sobre los pormenores de su endemoniado plan. Para asegurarse de que los encargados de asesinar al monarca cumplieran con su cometido, con la discreción requerida, Poncio finalizó su arenga invitando a las dos hermanas y a cinco más del grupo a que se quedaran en su mansión hasta que el resto del grupo consumase  con éxito su misión. Clarisa y Josefina al oír sus nombres en boca de aquel extraño y sanguinario sujeto, volvieron a marearse, y, abrazadas, como respondiendo a una coreografía previamente ensayada, sincronizaron sus movimientos mientras caían lentamente sobre la boca de una de las serpientes que decoraban inmóviles la extensa y roja alfombra.
Abrió sus ojos y le sonrió. El rubor le ladeo la cara, y se sintió tan ligero, que se creyó que una nube le transportaba por senderos floridos al ritmo de una música épica.
Lucas los seguía, en soledad, a una prudencial  distancia. Las vendas le ocultaban las hojas que Pedro le había puesto sobre las llagas. Tenía el aspecto de una momia resucitada de cintura para arriba, que se movía tentando la suerte con cada pisada. Abban, unos pasos más adelante, lo vigilaba discretamente por si el abrupto y húmedo terreno le provocaba una caída y le empeoraba el delicado estado en el que se encontraba. Pedro, por su parte, también lo vigilaba, pero unos pasos más atrás. Desde su posición, Lucas, era el vivo retrato de un condenado que camina tambaleándose  en busca del cadalso. Mateo y su grupo encabezan la marcha por un sendero que desciende hacia las profundidades de un valle velado por una neblina que enfría el aire y congela los huesos. Victoriano acompaña a Estela y a Aanisa. Su amada, parca en palabras, les habla con la mirada y con esa sonrisa, creada por un Dios para esculpirla en su cara; mientras Estela, experta dicharachera, les cuenta historias de su juventud por tierras de las que ninguno de los dos nunca ha tenido referencia. Historias cargadas de nostalgias y de sueños. Nostalgias que siempre van dejando un rastro de tristeza en el alma y sueños que van perdiendo tamaño con el paso del tiempo. Victoriano al escucharla quiere sentirlas como si las hubiera vivido, y quiere que en ellas, al recrearlas, Aanisa sea su inseparable compañera.
El grupo se inquietó al oír cercanos  unos aullidos. Mateo se paró en seco y levantando una mano instó al resto del grupo a que se quedaran quietos y en silencio. Los aullidos parecían proceder de un lugar próximo, más allá de un recodo del camino que estaba a punto de franquear. Mateo y dos de sus compañeros treparon sigilosamente por unas rocas hacia la cima de un pequeño montículo, desde la que se suponía podrían ver de qué animal se trataba. Un perro de grandes dimensiones aullaba ante la puerta cerrada de una destartalada cabaña. Sus alaridos se dirigían a alguien que se encontraba dentro, posiblemente  su dueño. Pero su insistencia no recibió más respuesta que la de un absoluto silencio.  Mateo y su escolta se acercaron, no sin antes prevenirse con sus cuchillos en la mano. El perro, al verlos, ladró con tanta fuerza que decenas de pájaros salieron en espantada, surcando caóticamente una atmósfera aterida por la neblina. Por allí apareció Pedro que, con un simple ademán con la mano, calmó la intensa ansiedad con la que aquel pobre animal transmitía su miedo y su soledad. Se acercó al perro y le acarició el lomo. El perro lanzó su último aullido, se echó y dejó que aquellas amigables manos le proporcionaran el calor que aquel aire gélido y aquella puerta cerrada le habían arrancado. Mateo aporreó la puerta. Al ver que nadie respondía, de una patada la derribó. El perro salió lanzado hacia el interior de aquella choza, que después de haber recibido aquel golpe, no se derrumbó, pero quedó notablemente resentida. Sobre una cama hecha de hojas y de paja yacía un hombre de mediana edad, no se sabe si vivo o muerto. Mateo acercó su oído al corazón y percibió el sonido de unos lejanos latidos. La palidez de aquel rostro le hizo recordar a unos actores que recubrían sus caras con cal para interpretar a personajes que deseaban vivir sin maquillajes. Cogió un recipiente que conservaba un poco de agua y, con la ayuda de Pedro, se la introdujo con mucha delicadeza por aquella ulcerada boca. Aquel individuo no respondía. Sus ojos permanecían cerrados y su cuerpo tan inerte como lo habían encontrado.  El perro de un salto se puso sobre el cuerpo de su supuesto amo, sacó su larga lengua y empezó a lamer las mejillas de aquel pobre sujeto, sin descanso y con todo su afecto.  Un ligero temblor sacudió  la inmovilidad de aquel cuerpo. Mateo volvió a darle agua. Una entrecortada tos les alertó de que aquel hombre aún estaba vivo.
Marcos llevaba inconsciente varios días. La fiebre lo había debilitado de tal modo que perdió el apetito, la fuerza y el sentido. No hacía mucho tiempo que se había escapado de una fortaleza en la que cumplía condena por haber poseído a la esposa de un despótico y rico caballero. El propio caballero  ejerció de juez y quiso ser su verdugo. Pero las desesperadas súplicas de su infiel esposa removieron su corazón  y su sospechada sentencia. Se pudriría hasta perecer en las mazmorras de su fortaleza. Pero un buen día, la entristecida dama, ignorada y maltratada por su marido y presa de un amor que no duró más que un suspiro, quiso vengar su deshonra y volver a ver al único hombre que la amó con pasión. Una noche,  aprovechando la ausencia de su esposo y de una buena parte de la guarnición, bajó hasta la subterránea galería en donde se hallaban los calabozos. Se acercó al carcelero, que roncaba a pierna suelta, y, sin más contemplaciones que la de asegurarse que llevaba las llaves atadas a su cinturón, le sajó el pescuezo de una sola pasada con un cuchillo que relumbraba como la luna llena en una noche de tinieblas. Ella, que conocía perfectamente el laberinto de galerías que surcaban los subterráneos del castillo, lo condujo afanosamente al exterior. Un arquero, que se hallaba en una de las torres, los divisó. Al percatarse de que el reo huía con la esposa de su señor, lanzó una flecha para detener las ansias de libertad del preso, pero justo en ese preciso momento la dama se interpuso entre la flecha y su Cupido. Su cuerpo quedó tendido, sin aliento, con el corazón dormido. Una segunda flecha salió, convencida de su infalibilidad, en su busca. La diosa Fortuna la interceptó y permitió que la fuga se consumara. Se escondía durante el día y erraba perdido durante la noche, hasta que se sintió a salvo de sus supuestos perseguidores, pero no del hambre, del  frío y de los depredadores. En su calvario solo encontró la compañía de un perro extraviado y el calor de una cabaña que rezaba para que el viento no la derribara…
Y quiso el destino que en su huida Victoriano se fuera encontrando con personajes tan extraños, pintorescos y tan humanamente bellos; de ahí que se sintiera el hombre más rico y afortunado entre aquella gente y en aquel momento. Y quiso el destino que no fuera un espejismo sino una realidad de ensueño que  aquellos ojos verdes le acompañaran en su periplo por aquellos seductores y verdes caminos.


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