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Se lo debemos:




Se lo debemos:

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Volveremos:

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Campos de Castilla:

Campos de Castilla:
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La nieve y el olvido:

La nieve y el olvido:
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Poema de Navidad:

Poema de Navidad:
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Y mientras el tiempo pasa:


Y mientras el tiempo pasa:

Quiero quedarme con ese instante, al despertar, cada mañana,
Cuando los ojos se abren perezosos  y la luz alumbra la conciencia,
Cuando el cuerpo abandona el reposo y los sentidos se alertan,
Cuando los sueños y las sombras  se retiran  para reponer fuerzas
Y cuando la vida se pone su traje de faena y aporrea mi puerta.
Y mientras el tiempo pasa,
Quiero aprovechar desde ese primer instante la mano que me tiendes
Y el abrazo con el que la vida desde siempre me agasaja tan temprano,
Y esos madrugadores besos con los que alimenta mi hambre de afecto.
Y mientras el tiempo pasa,
Quiero elevar mi cara y ver con que expresión cubre el cielo su rostro,
Si con mirada azulada, cálida, o con gesto fruncido, malhumorado.
 Quiero oír esos bostezos que alejan las voces que arrullan la noche
Y quiero sentir cómo mi cuerpo despliega sus alas y emprende el vuelo.
Y mientras el tiempo pasa,
Camino por ese sendero, hacia mi último destino, entre  paisajes  de torres altas,
Pueblos de adoquinados suelos y  calles y plazas adormecidas por el  silencio,
Entre campos labrados por hombres  a los que nunca conoceré por el nombre
Y por parajes de tierra añeja, tierra que solo labra el viento cuando asola y brama,
 Entre montañas cuyas cimas alcanzan altitudes en donde solo los dioses descansan,
Y por valles de desigual belleza coloreados por las manos inocentes de la naturaleza,
Y por las riberas de ríos cuyo canto serenan espíritus alterados por ruidos incivilizados,
Cerca de mares que mansos o inquietos me inducen, al verlos, a recuperar mis sueños.
Caminos de la vida, caminos del día a día, de ida y vuelta, de vía única, con mayúsculas.
Y mientras el tiempo pasa,
Despierto y camino.
Camino y VIVO,  camino y me muevo, camino y pienso y, gracias, camino y siento.




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Mi Camino:

Mi Camino:

Camino mientras transito y mientras camino vivo.

Y vivo porque el camino es la sangre del peregrino.

Del  peregrino que recorre sin descanso sus caminos.

Caminos que solo existen mientras tú te sientas vivo.

No quiero oír los acordes que acompañan el principio.

Ni quiero sentir el cosquilleo de quién da su primer paso.

No quiero torres ni campanas que delaten mi destino.

Ni plazas concurridas que acojan ni mi tristeza ni mi llanto.

Solo quiero caminos que permanezcan siempre en tránsito,

que desafíen leyes que incrédulamente busquen el milagro

de ser infinitos en el espacio y eternos como el tiempo divino.

Caminos que fluyan desde los recovecos más insólitos del alma,

los que se abrigan con la desnudez de quien no esconde nada,

que serpenteen por parajes de colores más allá del blanco y negro,

el azul cegador que alimenta el primer verso de tu despertar,

o los verdes que engalanan esos valles de hipnotizador rostro,

o la estela que nos regala el sol cada vez que nos dice adiós.

Caminos que recuperen las voces que el tiempo ha enterrado,

y mi voz no se sienta sin pasado en mi deambular por la vida.

Voces de reyes, templarios, súbditos y peregrinos descalzos,

voces que esculpieron el aire de siglos de severo peregrinaje.

Caminos que me embriaguen al recorrerlos con sosegada mirada,

y con cada pisada se escuche el pulso acompasado de sus entrañas,

y que me guíen de madrugada y durante la noche que precede al alba.

Caminos que no nazcan ni mueran. El camino eterno del alma.

Mi Camino.


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Ausencias:


Ausencias:


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Aniversario:



Aniversario:
Bajo el aroma fresco de unas flores que cubren la losa que vela tu sepulcral morada,
Y mientras te vas despojando sin quererlo y en silencio de tus mundanales atuendos,
Te has despertado al oír el rumor sigiloso de quienes no querían perturbar tu sueño.
Al cerrar los ojos, entre rezos y silencios, hemos sentido tus manos y contemplado tu rostro
Y la impoluta y quieta mirada de quien transita incansable por celestiales senderos.
Pueblo pequeño, oasis de campos abiertos asolados por los bramidos de `persistentes vientos,
Refugio de historias acabadas que sestean cada tarde bajo la mirada inexpresiva de la nada,
Tu pueblo de nacimiento, de infancia y adolescencia, de miradas perdidas y sublimes deseos,
De corros de niñas que cantan y saltan y sueñan sin más partitura que la misma inocencia,
De seres que reposan agradecidos y consuelan fatigas en el ocaso sobre un poyo de piedra,
De casas que alumbraron vidas y hoy no son más que guardianas de silencios y reliquias.
Tu pueblo, el pueblo que llevamos dentro, el de los primeros sollozos y sonrisas,
El de la vida, el polvo y las cenizas.
Sobre un lecho de pétalos blancos anida una concha con tu nombre y tu epitafio.
VITORINA, CAMINAMOS.




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Camino Primitivo V:

Salieron de la fortaleza con los rostros heridos, no por hendiduras de cuchillos, sino por la aflicción que produce la obligación ineludible de tener que cometer el más punible de los crímenes. Asesinar al rey. ¡Qué locura! Una locura de unas consecuencias nefastas para la totalidad del grupo si se descubriese la autoría del magnicidio. No puede ser, no podemos hacerlo- se repetía una y otra vez con la boca sellada Calón-. Les habían dado un plazo de siete días. Si Poncio, al cabo de ese plazo, no hubiese recibido pruebas irrefutables de la muerte de Don Alfonso, los siete invitados, serían inmediatamente ejecutados.
Tres soldados camuflados con ropas similares a las que llevan Calón y sus compañeros, acompañan a aquel comando desarmado que se desplaza turbado por un sendero, camino de la muerte , sea la del rey o la de sus propios cuerpos. Cada soldado lleva bajo su capa un recién afilado cuchillo, listo para ser usado ante el mínimo amago de rebelión. Es poco el tiempo del que disponen, por lo que achuchados por aquellos tres impostores  aceleran el paso atolondradamente sin más paisaje que el de las negras previsiones. El traspié que se dio Nardo bajando por una ladera cubierta por piedras sepultadas por una alfombra de hojas muertas, alteró los ánimos de tal manera que Avelino -  un espigado y consumado aventurero -  no pudiendo contener ni su ira ni su fuerza, cogió por el brazo al más desprevenido de los soldados, retorciéndoselo y fracturándoselo. Uno de los soldados, con su cuchillo en la mano, se abalanzó sobre él empuñándolo en un costado. Avelino le rodeó el cuello con sus manos, apretándoselo con tal ímpetu que cuando quiso aflojar su fuerza se encontró con los ojos desorbitados de un cadáver. El tercer soldado dudó por un instante entre salir corriendo o enfrentarse a aquella asombrosa legión de desesperados y resolutivos combatientes. Calón y el resto del grupo lo cercaron. El soldado daba vueltas blandiendo su cuchillo sin saber a quién atacar primero y sin saber cómo defenderse ante todos a la vez. Como un bicho herido de muerte se movía convulsivamente, agarrándose a una vida que amenazaba con despedirse y dejarlo como un animal disecado. Cuando el cerco se estrechó y se vio sin posibilidades de atacar airosamente optó por defenderse, mostrando su disposición a la rendición lanzando su cuchillo al suelo y su ánimo al infierno, quedándose  más quieto que una estatua de espaldas al viento, ante la enrabietada mirada de quienes le acosaban.
La herida de Avelino afortunadamente fue limpia y no le acarreó ningún peligro. Le rociaron la zona con abundante aguardiente y se la vendaron. No quiso reposo ni consuelo. Se sentía como el peor de los malhechores por haber matado a un hombre. Ni siquiera la disculpa de la legítima defensa atenuaba los latigazos que su turbada conciencia le acarreaba sin descanso. Gina, compañera de andanzas, ni por un momento quiso dejarle solo. Él la oía pero no la escuchaba. Con su mirada perdida por laberintos construidos para que las almas deambulen perdidas  de por vida, se sentía ajeno a todo cuanto en su entorno sucedía.
Con un soldado muerto y dos retenidos, prisioneros de sus rehenes, qué podían hacer, se preguntaba Calón en voz alta, ante la circunspecta mirada de sus afligidos compañeros. Poncio, que perece ser tiene ojos por todas partes, no tardará en enterarse de este percance, y quizás recurra a una ejemplar venganza para que aplaquemos nuestros ánimos y nuestros arrebatos. No tenemos más opción que seguir con los planes previstos, con el añadido de tener que cargar con dos soldados ansiosos de vengarse y con la mala conciencia de haber matado, aunque fuese en defensa propia, a un tercero.
Poncio, nada más marcharse el grupo, ordenó que encerraran a los siete huéspedes en la torre. Allí permanecerían mientras no se tuviese noticia de la suerte del rey. De allí saldrían para retomar el camino interrumpido o bien para ser testigos de sus últimos suspiros de vida. Poncio mantenía firmes esperanzas en que su plan tuviera un buen final. Se reía al pensar que de ser así mataría a dos pájaros de un tiro. Quitaría del medio a un rey al que odiaba exasperadamente y condenaría al Grupo Caminamos de paso a su postración definitiva. Desde sus adentros siempre aborreció el pensamiento y el modo de vida, a su juicio libertino, de esos impertinentes, que en donde quieran que estén osan descaradamente en profanar los dogmas más sagrados de la tradición eclesiástica y cortesana. Mal ejemplo para un pueblo que no necesita de profetas que cuestionen la forma de vida heredada de nuestros más afamados y respetados antepasados. Si él hubiese querido, el rey ya estaría muerto desde hace mucho tiempo. Pero necesitaba tiempo para encontrarle el sustituto ideal. Ahora que ya lo tiene, solo resta que el rey sea asesinado y que ese endiablado grupo, de un modo u otro, desaparezca de la faz del reino y, si todo concluye como él espera, de la faz de la tierra. No se olvida de ese joven capitán al que el rey le ha tomado especial estima. Un escollo serio en su camino hacia el poder absoluto. Qué pena que el más fiero de mis lacayos, el capitán Alaalegre, no haya aprovechado su oportunidad; ahora que ya no podré contar con él, tendré que recurrir a mi querida sobrina. Seguro que ella sabrá envenenarlo con sus palabras y sus caricias.
Agustino contempla aquel mar de nubes sentado sobre una lisa roca al pié de una frondosa ladera que se pierde por las profundidades de un tierra que se eleva callada, verde y salvaje. Quiere que en su mente no quede más rastro que el de la belleza de aquel paisaje que anestesia los males y aviva las ganas de transformarse en una piedra animada y formar parte de tan sublime instantánea. No se ha dado cuenta que tras él sus compañeros de andanzas disfrutan de igual modo de la misma vista y con idéntica dicha. Ballesteros, de pronto, rompe el silencio con una breve exclamación. ¡Mirad!; mientras señala con un dedo hacia un hueco de la ladera en la que se divisa el tejado de lo que parece ser una cabaña de piedra. De ella emerge, danzante, una negra línea de humo que al poco de elevarse se diluye y desaparece. El Leonés mira a su alrededor y no ve a ningún soldado que les esté vigilando. Con voz muy baja le plantea a sus compañeros que alguno de ellos bajen y vean quién es el afortunado que cada mañana se despierta con las voces de aquellos montes y en cada noche se acuesta con los cánticos de sus silencios.
El capitán Gilberto los observa desde la entrada de su tienda. Confía plenamente en ellos y no se inquieta. Habrán visto algo de interés y querrán reconocerlo de cerca, piensa. Además, el grueso del grupo permanece en el mismo sitio. Se acerca y los saluda y desvía la mirada hacia los tres que van descendiendo con todas las cautelas que el resbaladizo y rocoso suelo requiere. Sin pensárselo dos veces inicia su descenso, con las mismas precauciones, siguiendo sus mismos pasos, camino de aquel oasis humano.
La puerta está abierta. El olor a asado sacude placenteramente las fosas nasales de los cuatro intrusos. Una mujer de mediana edad está atizando sin ensañarse, con la mirada cautivada por aquella incandescencia, el fuego  que asa y dora la carne de un animal despellejado. La saludan con cortesía, levantando los cuatro las manos a la vez en señal de su buena voluntad. La mujer los mira asustada, pero ni grita ni hace ademán de retroceder para protegerse. Agustino le habla despacito y en voz baja. Le dice que no tenga miedo, que no le van a hacer nada. Ella relaja su expresión y con una mano titubeante les señala un banco arrimado a una de las paredes de la cabaña. Ellos se sientan obedientemente, esperando que ella se tranquilice del todo y les hable.
 ¿Quiénes son ustedes y qué quieren?, les pregunta  la mujer con voz temblorosa en una lengua medio asturiana, medio gallega, después de que por fin se atreviera a soltarlo por aquella boca sin miedo a ser silenciada por medios violentos. Tuvo que repetirlo varias veces para que la entendieran. Agustino, procurando no alarmarla, le contestó ayudándose con gestos, aspavientos y con mucha paciencia. Consiguió apaciguarla pero no que comprendiera quiénes eran y a qué se debía su presencia. La mujer salió un momento y volvió acompañada por un hombre de una edad parecida a la de ella y con un cuerpo que la doblaba en altura y prominencias. Al verlo, los cuatro se levantaron, se presentaron y le explicaron el motivo de su visita. Él sí los comprendió desde el primer instante.
Heredia era muchas cosas, pero ante todo se definía como un apasionado campesino enamorado de la tierra y de la naturaleza. Durante algunos años vivió en una aldea muy cercana a Galicia. Allí trabajó de herrero y trabajó la tierra de algunos señores que le pagaban su jornada con una mísera comida y apenas un breve descanso. Cansado del lugar se marchó a conocer el mar. Pero lo único que conoció fue el lugar donde una ría doblaba su curso para recorrer el camino inverso en su salida al mar. El miedo al agua le frenó sus ansias por enrolarse en algún barco de los que arriban en puertos lejanos o en alguna barcaza de las que faenan en las rías, siempre con la ribera a la vista. Allí volvió a ejercer como herrero  y acabó conociendo a la que es su compañera. Me enamoré de ella nada más verla y cada vez que nos veíamos mi amor por ella crecía, hasta que en una noche de luna estuvimos a punto de ser sorprendidos por su marido y un puñado de sus vecinos. Nos alertaron sus voces, que gritaban su nombre y maldecían mi osadía. Mientras recogíamos apresuradamente las prendas que nos habían servido de lecho y cubierto y protegido nuestros cuerpos del aire tibio de la noche, oí como la luna se reía y nos instaba a que  sin pérdida de tiempo huyéramos monte arriba.
No dejamos rastro de la sabrosa carne con la que nos obsequió aquel bondadoso y hospitalario matrimonio. Cuando estábamos  a punto de marcharnos, Heredia quiso enseñarnos una pieza de orfebrería labrada por él mismo, que consideraba un auténtico tesoro y de la que se sentía muy orgulloso. Una extraordinaria campana de plata relucía en el centro de su mísero y sobrio taller. Sus destellos cegaron por un instante los ojos de los cuatro. La rodearon boquiabiertos y la palparon con mucha delicadeza, como si fueran a herirla con sus ásperos dedos. Heredia y su mujer disfrutaban al ver con que admiración contemplaba aquella obra de arte. Gilberto le preguntó de dónde había sacado los materiales. Heredia le guiño un ojo, sonrió y les despidió ofreciéndoles un fuerte abrazo. Agustino le prometió que siempre que pasara por ahí se acercaría a saludarlo. Heredia quiso agradecerle el gesto ofreciéndose a recibirlo a él y a todas las buenas gentes que necesiten agua, comida o simplemente compañía.
Marcos no tardó en recuperarse. Los buenos cuidados de aquellas dos damas enseguida encontraron una buena respuesta por parte de aquel afortunado y bello muchacho. Estela miraba cómo aquellos ojos verdes se clavaban sin disimulo en el azul claro de los ojos recién abiertos del muchacho. A Estela, sabia en amores, le inquietó verla tan volcada en su tarea de activarle la sangre a aquel muchacho recién recuperado para la vida. Y le inquietó ver a Victoriano cómo los observaba y cómo salió de aquella cabaña, con los ojos vidriosos y la mirada perdida. Y miró a Pedro, y con un gesto le instó a que saliera tras él y lo animara.
Victoriano siguió el sendero despejado de piedras y follajes y poco después se encontró al pié de un ladera salpicada de piedras blancas que se perdía en la espesura de la niebla. Sobre una modesta piedra se sentó. Creyéndose solo, dejó que las lagrimas salieran e inundase sus ojos y le velasen la vista, sin miedo a que ninguna mirada les impidiese seguir su trayecto. Pedro que lo observaba escondido tras un árbol, quiso respetar aquel momento de diálogo con el silencio, el dolor  y el pensamiento y, procurando que ni siquiera su aliento meciera las hojas más próximas y alertasen a su afligido amigo y compañero, se volvió, con la idea de hablar con Aanisa y conocer de su propia boca si consideraba a Victoriano solo un buen amigo.
Pedro se acercó a Aanisa y le dijo que quería hablar con ella. Salieron y Pedro la guió hacia un lugar en donde podrían hablar sin ser vistos y oídos. Cuando se acomodaron, Pedro no quiso andarse por las ramas. Le gustaba ser en todo tan claro y directo, que de buenas a primeras le preguntó que sentía por Victoriano. Ella, como de costumbre, se quedó callada y con la cara agachada. Aanisa, continuó Pedro, ese hombre  te ama desesperadamente  y vive permanentemente angustiado porque no sabe a qué atenerse: o decírtelo y rezar para que tu respuesta no le hiera de muerte o callarse y esperar a que tú sencillamente le confieses que lo amas. Ahora se encuentra solo y hundido en un lugar próximo, porque quizás  haya visto cómo miras a Marcos y con qué dulzura te diriges a Mateo. Se le ve muy confuso y desorientado. Creo que deberías aclararle cuanto antes cuáles son tus sentimientos  y si él cuenta realmente con alguna posibilidad de ser correspondido.  Aanisa por fin se decidió a levantar su rostro. Al mirarlo, Pedro divisó cómo una lagrima se iba deslizando por su morena mejilla, zigzagueando como buscando un camino plácido y seguro. Aanisa le pidió que lo guiase hasta él. Pedro le indico el sendero y se alejó de ella y de los amores que solo corresponden a quienes por ellos gozan y sufren.  
Victoriano oyó el ruido de las ramas y supo que alguien venía a interrumpir su recogimiento. Pero al ver que era Aanisa quien se acercaba, sintió como su corazón bombeaba a un ritmo cercano al infarto, y como sus piernas perdían consistencia, y su cuerpo se elevaba hacia alturas cercanas al corazón de un cielo estrellado. Quiso levantarse para recibirla, pero la mala suerte se apoderó de uno de sus pies, trastabillándose y dando con sus huesos en el suelo. Sin tiempo para lamentaciones, se levantó como un rayo dirigido en sentido contrario. Ruborizado pidió mil perdones por su incorregible torpeza. Ella, colocando un dedo en posición vertical sobre sus cerrados labios, le sugirió  que se callara y sin darle tiempo a que reaccionara  lo rodeó  con sus frágiles brazos y lo besó como quizás nunca soñó que podría besarlo.
No siento más que el roce de tus labios y el sabor dulce de tu enamorada lengua. Abro los ojos para cerciorarme de que todo es cierto, de que nada de esto en un sueño. Abro los ojos para leer en tus verdes ojos que no me estás mintiendo, que con tu mirada y tus besos me estás diciendo: Victoriano,  yo te quiero.  


  

     






   

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Camino Primitivo IV:

A media mañana, no sabemos si bajo la protección o bajo la amenaza de un cielo cubierto por oscuras nubes que se extendían más allá de cualquier punto del horizonte, el séquito real, cada vez más numeroso, se disponía a abandonar los dominios de un pueblo a cuya historia ha de añadirse los macabros sucesos acontecidos durante una noche con pocas luces y demasiadas sombras. El rey, rodeado por una parte de la guardia del capitán Gilberto,  encabezaba una comitiva que se desplazaba por las enlutadas callejuelas con paso en sordina, desfilando ante la invisible mirada de decenas de lugareños que, tras sus puertas y ventanas selladas, maldecían, entre sollozos o con el rostro enfurecido, la visita de tan distinguidos y civilizados dignatarios. Ahí van, en busca de un sepulcro abierto para ser venerado, aunque el viento haya dejado sin rastro la vida y el polvo del apóstol Santiago.  Ahí van, dejando tras de sí tumbas de todos los tamaños, cerradas, para que solo las venere la tierra que las protege y la mirada  húmeda de a quienes les han arrebatado la vida de sus ángeles más amados.
Al monarca no le tembló la mano al destituir en sus cargos a varios oficiales, degradándolos o expulsándolos directamente de su ejército, y advertido a  algunos de sus consejeros que ante el menor indicio de estar conspirando contra su persona o contra algunos de sus más leales amigos, serán ejecutados o encerrados de por vida. En el mismo Palacio de Jonás, y con la presencia del capitán Gilberto y de otros capitanes de su máxima confianza, fue llamando uno a uno a todos los oficiales involucrados en los asesinatos de las inocentes criaturas. Respecto a sus consejeros, se mostró más indulgente, pero no menos beligerante sobre la vigilancia que desde ese momento iba a recaer sobre sus actos y decisiones. Los consejeros afectados acataron sin réplica la proclama real, pero sus miradas les delataban. No se iban a doblegar tan dócilmente. Querían un monarca a su medida, un pelele que les garantizase un buen estilo de vida y el poder suficiente para que desde la sombra siguieran maniobrando e influyendo en las decisiones que afectaban al reino.
 Al capitán Alaalegre, con medio cráneo hundido, lo han dejado agonizando en una de las habitaciones del palacio, acompañado por dos de sus soldados, esperando que el propio Satanás aparezca y se lo lleve  de mercenario por tierras carbonizadas  por el fuego.
 El Grupo Caminamos , sin haber dormido ni descansado , sigue la estela que el monarca va grabando por la suave ladera, a punto de ser culminada, entre árboles que se agolpan disputándose la misma tierra y el mismo tallo, pero antes de franquearla el rey se para, y con el monarca todo el séquito que lo acompaña, ladea su cabeza y se queda observando con la mirada recia la aldea , empequeñecida por la distancia, y murmura para sí, para que solo su Dios y su conciencia sean testigos de lo que dice y de lo que siente, que ojalá llegue un día en el que ese palacio y esa aldea solo se les conozca por ser el destino  de paso de peregrinos honrados que solo buscan descanso.
Ni Agustino, ni nadie del grupo, conocen  los entresijos de lo ocurrido. Solo se las ha dicho que la fiesta acabó en un desmadre y que es preferible pasar página y mirar hacia adelante. Pero la innata curiosidad del grupo, ahora protegido por guardianes del capitán Gilberto y por el propio monarca, les lleva a preguntarse una y otra vez qué ha podido ocurrir para que el monarca se atreviera a pedir perdón en público y para que nadie se preste a hablarles sobre lo sucedido. Sí fueron testigos de cómo sacaban del palacio bultos pequeñitos envueltos en mantas y cómo se los llevaban  a un recinto trasero anexo al palacio; de cómo se oían gritos de angustia tras las paredes de las casas cuando se estaban preparando para la marcha;  de cómo nadie salió a despedirlos cuando el séquito desfilaba por las estrechas calles hacia las afueras de la aldea, y de cómo el silencio enmudeció los gritos y las palabras,  pero no pudo acallar los sollozos de quienes se resistían a silenciar un dolor con el tendrían que convivir hasta el final de sus días.
El rey les ha dado la bienvenida, pero por el momento no se ha dirigido personalmente a ninguno de ellos. Ni siquiera el capitán Gilberto, tan dicharachero en su primer encuentro, se mostraba dispuesto a soltar prenda. Los componentes del Grupo Caminamos optaron por mantener la máxima prudencia y  visualizar una actitud de supuesta indiferencia. Su situación era una incógnita. ¿Estaban arrestados? No llevaban mordazas ni a nadie a su alrededor que les amenazase con sus armas. Pero si advirtieron  las miradas de recelo de algún que otro consejero y la de algún oficial que no acababan de asumir y aceptar que formaran nuevamente parte de la comitiva. Tiempo habrá para que las dudas dejen de serlo y para que las incógnitas queden despejadas y resueltas.
El monarca miraba asombrado las diferentes panorámicas que se iban sucediendo a lo largo de un camino que ondulaba empinándose hacia cotas cercanas al mismo cielo, sino se adentraban por sus mismas  entrañas por senderos construidos por las mismas manos  que esculpieron la belleza en su inmaculado estado. En la madrugada, su corazón compungido ardía en deseos de volar y alejarse de aquella pesadilla, de aquella cloaca humana en la que se convirtió aquel infernal palacio; y ahora, cuando la tarde avanza precipitada por un viento enrabietado que azota sin miramientos todo cuanto se cruza a su paso, desea que su vuelo gravite perpetuamente  sobre aquel espacio privilegiado.
Malena sigue, según ella, con su hombro dolorido. Podría caminar al lado de sus compañeros, pero el capitán Gilberto no quiere que el dolor la distraiga y le provoque un accidente de funestas consecuencias. Se muestra muy preocupado por su salud. Le ha habilitado un cómodo espacio en una de las carretas. Cada poco tiempo él se acerca para interesarse sobre la evolución de sus dolores. A ella esos gestos de deferencia le estimulan de tal manera, que con tal de tenerlo cerca y sin testigos que la incomoden, se queja desmesuradamente de un dolor que ya hace tiempo que desapareció de su hombro y de su memoria. El capitán, que se considera un buen mozo y un contrastado galán, le pone cara de preocupación y de pena. Y mientras ella le suplica con su mirada que la trate con especial delicadeza, a él le gusta arrullarla con dulces palabras de aliento y de esperanza. Ella permanece echada sobre un mullido lienzo con la cabeza ligeramente alzada. El se acerca pausadamente atraído por aquellos ojos que le van despojando sin remedio de todas sus capas y resistencias. Ella le rodea con sus brazos, cierra sus ojos  y posa sus labios sobre los del seducido capitán, ya dispuesto a dejarse amar... La carreta se agita, movida por una poderosa fuerza que la zarandea bruscamente. La lona se desprende empujada por el huracanado viento. Varios soldados intentan coger las bridas de los caballos. La lluvia arrecia y tanto el capitán como Malena salen de la carreta, él con el torso al descubierto, ella con la túnica medio puesta. Gilberto la tiene entre sus brazos y la arropa con una manta seca que le tienden y la deja en el interior de otra carreta que aún permanece con la lona puesta. Todo sucede precipitadamente. El viento se va calmando y la tormenta amainando su fuerza. Las nubes avanzan a una velocidad de vértigo, bajo el látigo implacable de unos rayos que van espaciando su frecuencia. El agua ha construido lagunas y elevado el caudal de los arroyos, inundando los pastos, los caminos y el aire que golpea los rostros de quienes caminan con la cara descubierta. Ni siquiera la fuerza del viento ni la severidad del aguacero mitigaron el embelesamiento con el que los caminantes contemplaban aquellos sublimes parajes de ensueño. En el alto de la Carca, el rey ordenó que levantaran el campamento. Gervasio, el médico, y su ayudante Deva fueron informados de que algunos peregrinos habían llegado maltrechos. Acondicionaron una de las tiendas como hospital. Eran muy pocos los medios, pero muchos los conocimientos que arropaban a tan singular médico y a su inseparable enfermera. 
Con la primera luz del día, Calón y sus compañeros reemprendieron la marcha. Cruzaron en barca el rio Nalotium. Tardaron mucho más de lo esperado en atravesarlo. Gracias a la pericia del vetusto y experimentado barquero y a las buenas intenciones de las revueltas aguas, consiguieron alcanzar la otra orilla. Querían llegar a Valdesalas sobre el medio día y a la aldea de Aleo antes del anochecer. Iba a ser una jornada muy dura. Si no surgían contratiempos no tendrían por qué tener problemas en conseguirlo. Pero la suerte, además de buscarla, ha de buscarte. Nada más arribar en la orilla, un hatajo de supuestos soldados con una indumentaria irreconocible, les rodearon con sus espadas desenvainadas. El grupo no hizo nada para defenderse, dejándose conducir por la escueta guarnición. Un caserón flanqueado por dos torres apareció tras un pequeño pero frondoso bosquecillo. Con gestos elocuentes y comedidamente intimidatorios fueron invitados a entrar. Una gran sala completamente desnuda y muy fría les recibió. Sin tiempo para las presentaciones, un soldado les abrió una puerta que conducía  a una estancia mucho más pudorosa y acogedora. Al fondo, sentado sobre un enorme sillón y custodiado por dos soldados a ambos lados, les recibió un señor vestido con una llamativa capa en la se dibujaba un símbolo que hasta entonces ninguno de los apresados había visto. Se trataba de una serpiente con dos cabezas y con la lengua enrollando lo que perecía ser un diminuto ser humano. El señor guardó silencio, mientras sus ojos rastreaban aquellos fruncidos rostros que lo apremiaban con la mirada. Tan pronto el enigmático caballero sonreía como se ensombrecía. Calón, que maldecía entre dientes su mala suerte, harto de esperar de que aquel misterioso individuo se dignase a aclararles quién era y porqué les habían retenido, elevó sin permiso su voz y le preguntó en un tono no exento de recochineo, que a qué se debía el honroso honor de ser recibidos por tan distinguido señor. El aludido le lanzó una mirada sostenida cargada de ira. Cerró los ojos y esperó a que su ritmo cardiaco se relajase. Se deslizó a través del asiento y se incorporó (su estatura no sobrepasaba los hombros de cualquier ser de tamaño medio). Con un gesto muy ceremonioso, se presentó. Me llamo Poncio. Hace muchos años viví en la ciudad de Oviedo. Concretamente en la corte. Fui uno de los encargados de educar al actual monarca. Fui clérigo durante muchos años, repartidos entre la corte y un monasterio, en el que serví como abad al Dios en el que creía y a los que fueron mis hermanos de congregación. Ahora, como podéis presuponer, ni educo a futuros reyes ni visto con hábitos bendecidos por obispos. Vosotros, hasta el día de hoy, ignorabais mi existencia, pero sabed que yo estoy muy informado sobre las vuestras. Más aún, estoy al tanto de todo lo que necesito saber sobre el renombrado Grupo Caminamos. Tengo muy buenos amigos ocupando altos cargos en las más altas instancias y vasallos vigilando todos los rincones de nuestras ciudades y aldeas. Amigos leales, dispuestos a sacrificar sus vidas para preservar la mía… No quiero aburriros con mi palabrería, pero era necesario que entendierais que vuestra presencia aquí no obedece a ninguna casualidad. Sé de vuestro paradero desde vuestra salida de Oviedo. Seré breve; no quiero entreteneros ni entretenerme más de lo preciso. Os comunico que a partir de este momento me serviréis exclusivamente a mí y a mis intereses. Solo cuando hayáis cumplido con la misión que os voy a encargar, os liberaré  de vuestra servidumbre y recuperaréis vuestra condición de hombres libres. Tendréis que  asesinar al rey Don Alfonso, soltó, sin preámbulos, aquel individuo, con la misma entonación con la que se suelta unos buenos días. Calón, Nardo  y el resto del grupo, se  quedaron petrificados al oír semejante mandato. Clarisa se desplomó y Josefina intentaba inútilmente sobreponerse a un vahído que terminó por derrumbarla y situarla a la misma altura que su desfallecida hermana. Ambas yacían inconscientes sobre la roja  y decorada alfombra que cubría por completo el empedrado suelo. Poncio ordenó a dos de sus hombres que las refrescaran y las incorporaran. Restablecidas todas las conciencias, Poncio reanudó su perorata informando a su espectral audiencia sobre los pormenores de su endemoniado plan. Para asegurarse de que los encargados de asesinar al monarca cumplieran con su cometido, con la discreción requerida, Poncio finalizó su arenga invitando a las dos hermanas y a cinco más del grupo a que se quedaran en su mansión hasta que el resto del grupo consumase  con éxito su misión. Clarisa y Josefina al oír sus nombres en boca de aquel extraño y sanguinario sujeto, volvieron a marearse, y, abrazadas, como respondiendo a una coreografía previamente ensayada, sincronizaron sus movimientos mientras caían lentamente sobre la boca de una de las serpientes que decoraban inmóviles la extensa y roja alfombra.
Abrió sus ojos y le sonrió. El rubor le ladeo la cara, y se sintió tan ligero, que se creyó que una nube le transportaba por senderos floridos al ritmo de una música épica.
Lucas los seguía, en soledad, a una prudencial  distancia. Las vendas le ocultaban las hojas que Pedro le había puesto sobre las llagas. Tenía el aspecto de una momia resucitada de cintura para arriba, que se movía tentando la suerte con cada pisada. Abban, unos pasos más adelante, lo vigilaba discretamente por si el abrupto y húmedo terreno le provocaba una caída y le empeoraba el delicado estado en el que se encontraba. Pedro, por su parte, también lo vigilaba, pero unos pasos más atrás. Desde su posición, Lucas, era el vivo retrato de un condenado que camina tambaleándose  en busca del cadalso. Mateo y su grupo encabezan la marcha por un sendero que desciende hacia las profundidades de un valle velado por una neblina que enfría el aire y congela los huesos. Victoriano acompaña a Estela y a Aanisa. Su amada, parca en palabras, les habla con la mirada y con esa sonrisa, creada por un Dios para esculpirla en su cara; mientras Estela, experta dicharachera, les cuenta historias de su juventud por tierras de las que ninguno de los dos nunca ha tenido referencia. Historias cargadas de nostalgias y de sueños. Nostalgias que siempre van dejando un rastro de tristeza en el alma y sueños que van perdiendo tamaño con el paso del tiempo. Victoriano al escucharla quiere sentirlas como si las hubiera vivido, y quiere que en ellas, al recrearlas, Aanisa sea su inseparable compañera.
El grupo se inquietó al oír cercanos  unos aullidos. Mateo se paró en seco y levantando una mano instó al resto del grupo a que se quedaran quietos y en silencio. Los aullidos parecían proceder de un lugar próximo, más allá de un recodo del camino que estaba a punto de franquear. Mateo y dos de sus compañeros treparon sigilosamente por unas rocas hacia la cima de un pequeño montículo, desde la que se suponía podrían ver de qué animal se trataba. Un perro de grandes dimensiones aullaba ante la puerta cerrada de una destartalada cabaña. Sus alaridos se dirigían a alguien que se encontraba dentro, posiblemente  su dueño. Pero su insistencia no recibió más respuesta que la de un absoluto silencio.  Mateo y su escolta se acercaron, no sin antes prevenirse con sus cuchillos en la mano. El perro, al verlos, ladró con tanta fuerza que decenas de pájaros salieron en espantada, surcando caóticamente una atmósfera aterida por la neblina. Por allí apareció Pedro que, con un simple ademán con la mano, calmó la intensa ansiedad con la que aquel pobre animal transmitía su miedo y su soledad. Se acercó al perro y le acarició el lomo. El perro lanzó su último aullido, se echó y dejó que aquellas amigables manos le proporcionaran el calor que aquel aire gélido y aquella puerta cerrada le habían arrancado. Mateo aporreó la puerta. Al ver que nadie respondía, de una patada la derribó. El perro salió lanzado hacia el interior de aquella choza, que después de haber recibido aquel golpe, no se derrumbó, pero quedó notablemente resentida. Sobre una cama hecha de hojas y de paja yacía un hombre de mediana edad, no se sabe si vivo o muerto. Mateo acercó su oído al corazón y percibió el sonido de unos lejanos latidos. La palidez de aquel rostro le hizo recordar a unos actores que recubrían sus caras con cal para interpretar a personajes que deseaban vivir sin maquillajes. Cogió un recipiente que conservaba un poco de agua y, con la ayuda de Pedro, se la introdujo con mucha delicadeza por aquella ulcerada boca. Aquel individuo no respondía. Sus ojos permanecían cerrados y su cuerpo tan inerte como lo habían encontrado.  El perro de un salto se puso sobre el cuerpo de su supuesto amo, sacó su larga lengua y empezó a lamer las mejillas de aquel pobre sujeto, sin descanso y con todo su afecto.  Un ligero temblor sacudió  la inmovilidad de aquel cuerpo. Mateo volvió a darle agua. Una entrecortada tos les alertó de que aquel hombre aún estaba vivo.
Marcos llevaba inconsciente varios días. La fiebre lo había debilitado de tal modo que perdió el apetito, la fuerza y el sentido. No hacía mucho tiempo que se había escapado de una fortaleza en la que cumplía condena por haber poseído a la esposa de un despótico y rico caballero. El propio caballero  ejerció de juez y quiso ser su verdugo. Pero las desesperadas súplicas de su infiel esposa removieron su corazón  y su sospechada sentencia. Se pudriría hasta perecer en las mazmorras de su fortaleza. Pero un buen día, la entristecida dama, ignorada y maltratada por su marido y presa de un amor que no duró más que un suspiro, quiso vengar su deshonra y volver a ver al único hombre que la amó con pasión. Una noche,  aprovechando la ausencia de su esposo y de una buena parte de la guarnición, bajó hasta la subterránea galería en donde se hallaban los calabozos. Se acercó al carcelero, que roncaba a pierna suelta, y, sin más contemplaciones que la de asegurarse que llevaba las llaves atadas a su cinturón, le sajó el pescuezo de una sola pasada con un cuchillo que relumbraba como la luna llena en una noche de tinieblas. Ella, que conocía perfectamente el laberinto de galerías que surcaban los subterráneos del castillo, lo condujo afanosamente al exterior. Un arquero, que se hallaba en una de las torres, los divisó. Al percatarse de que el reo huía con la esposa de su señor, lanzó una flecha para detener las ansias de libertad del preso, pero justo en ese preciso momento la dama se interpuso entre la flecha y su Cupido. Su cuerpo quedó tendido, sin aliento, con el corazón dormido. Una segunda flecha salió, convencida de su infalibilidad, en su busca. La diosa Fortuna la interceptó y permitió que la fuga se consumara. Se escondía durante el día y erraba perdido durante la noche, hasta que se sintió a salvo de sus supuestos perseguidores, pero no del hambre, del  frío y de los depredadores. En su calvario solo encontró la compañía de un perro extraviado y el calor de una cabaña que rezaba para que el viento no la derribara…
Y quiso el destino que en su huida Victoriano se fuera encontrando con personajes tan extraños, pintorescos y tan humanamente bellos; de ahí que se sintiera el hombre más rico y afortunado entre aquella gente y en aquel momento. Y quiso el destino que no fuera un espejismo sino una realidad de ensueño que  aquellos ojos verdes le acompañaran en su periplo por aquellos seductores y verdes caminos.


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Camino Primitivo III - Epílogo:

El alboroto en el Palacio de Jonás quedó ostensiblemente amortiguado porque amortiguadas quedaron las fuerzas y los ánimos de quienes se habían desbocado buscando saciar hasta el último de sus apetitos. Por los  mismos salones, por las colindantes habitaciones y por cualquier rincón disponible y espaciado, los cuerpos, no sus voluntades, yacían desparramados, impertérritos, algunos, o sacudidos por sus postreros coletazos, otros. Los jadeos mortecinos de quienes aún se sometían a los imperativos de Eros marcaban los últimos acordes de una noche entregada a la euforia y al desenfreno.
Llegaron hasta las mismas puertas del palacio en fila de dos, en silencio,  respetando la intimidad  con la que los lugareños necesitan construir sus sueños. Los dos soldados que supuestamente vigilaban la entrada al reino de los que no necesitan soñar para que sus sueños se conviertan en realidad, permanecían en su sitio, pero no de pié sino sentados, apoyados sobre el muro, con los ojos cerrados y la boca abierta, recitando ante una fantasmal audiencia un largo poema de ronquidos, bufidos y silbidos. El capitán Gilberto, que encabezaba el grupo, se dirigió a un estanque cercano donde solía beber el ganado. Cogió un cubo, lo llenó y arrojó su contenido sobre los dos inofensivos soldados. Estaban tan profundamente dormidos que tuvo que volver a lanzarles un segundo cubo. Se levantaron como perseguidos por fieros enemigos, zarandeando piernas y brazos, lanzando puñetazos  al aire y profiriendo toda clase de insultos y amenazas. Cuatro de los soldados que acompañaban al capitán los cogieron y los inmovilizaron. Soy el capitán de la guardia real Gilberto de Asís. Quiero saber porqué permanecían ustedes dormidos en su tiempo de guardia. ¿No hay nadie custodiando los alrededores del palacio? ¡Respondan! El más despierto de los soldados no daba crédito a lo que veía y escuchaba. Pero quién era aquel miserable, con ropas pordioseras, para obligarles a darle explicaciones. Pero cómo osaba a hablarles con semejante autoridad y chulería. Porque lo habían sujetado, si no, le hubiese cortado con su cuchillo la lengua allí mismo. Así se lo hizo saber. El capitán se acercó a ellos, iluminó su rostro con el resplandor de una antorcha. ¿Me conocéis?  Los dos se quedaron atónitos al comprobar que efectivamente aquella cara respondía a la del capitán. Se quedaron sin habla y sin aliento. Hubo que auxiliarlos para que no se derrumbaran. Les dieron de beber agua y esperaron  a que se recompusieran. Se disculparon y alegaron en su defensa que llevaban muchas horas de guardia sin que nadie les sustituyera. El sueño les venció y se quedaron profundamente dormidos. El capitán les instó a que abriesen la puerta y comunicaran su llegada. El menos tímido de los dos le informó que quizás nadie se hallase en condiciones de recibirlo. La fiesta ha sido memorable y todo el mundo debe estar durmiendo a pierna suelta, incluso la guardia de  seguridad del interior del palacio.
 El capitán, seguido por dos de sus hombres, los apartó bruscamente y se encaminó hacia el interior. El espectáculo no podía ser más grotesco y bochornoso. Por doquier yacían cuerpos ligeros de ropas o completamente desnudos. Algunos aún mantenían la posición de apareamiento, aunque en ninguno de ellos se percibía más movimiento que los espasmos que les provocaba sus respiraciones ruidosas y el recuerdo de unos orgasmos rudamente alcanzados. Más de un rostro dormitaba semienterrado por una papilla orgánica, asquerosamente acompañada por un líquido entre verdoso y amarillento que exhalaba el más horripilante de los hedores. Tinajas de vino hechas añicos, otras volcadas  desparramando las últimas gotas, restos de comidas esparcidas por los suelos, muebles y paredes, completaban un cuadro que posiblemente  hubiese  transgredido los límites admitidos como fuente de inspiración del primer borrador de la Divina Comedia del visionario  Dante. Todos los salones de la planta baja ofrecían el mismo escenario. Encontraron soldados con las guerreras ocultando sus vergüenzas y sus armas al descubierto, sin defensas, expuestas a que el primer iluminado en despertase, por mandato del Dios Dionisio, le dé por perpetrar una carnicería de alcance histórica. Mujeres de todas las edades mostrando sin pudor sus atributos; unas, con un rictus de repugnancia en sus rostros; otras, con la mordaza propia de quien ha hecho de la indiferencia su herramienta de defensa;  y aquellas, algunas muertas, querubines desgarradas, con la cara con la que yo retrataría a la mancillada inocencia. El capitán,  al mirarlas, no pudo contener ni sus lágrimas ni su rabia. Encargó a uno de sus soldados que buscara ayuda y las sacasen inmediatamente de allí. Le enfatizó que ningún miembro del Grupo Caminamos fuera informado y que permaneciesen a la espera. Siguió escaleras arriba buscando los aposentos del rey y sus consejeros. Al primero en encontrarse fue su compañero de armas el capitán Alaalegre,  que dormía plácidamente acompañado por un numeroso grupo de soldados. Lo zarandeó hasta despertarlo. Alaalegre abrió un ojo bañado en sangre y al instante lo cerró y lo precintó con la intención de seguir con su sueño de caballero andante. Espantó un supuesto mosquito que al parecer solo él era capaz de oír su molesto zumbido y volvió a relajarse y a resoplar, aventando un aire que se hacía irrespirable. Un fuerte manotazo sobre el hombro lo espabiló de tal manera que según se levantaba desenvainó su espada  y la acercó al cuello de Gilberto. Su aliento apestaba y de sus dientes sobresalían  hilos de carne en estado putrefacto. Lo reconoció a pesar de su embobamiento y del aspecto tan andrajoso que presentaba aquel sujeto. Mantuvo su espada de paseo por aquel cuello que curiosamente permanecía sereno. Lo paseaba sin presionarlo mientras le sonreía con aquellos ojos que centelleaban de placer y que reclamaban venganza. Cómo estaba disfrutando de aquel momento. Podría haberlo degollado, justificándose que por sus trazas y por su abordaje traicionero ni tuvo tiempo para reaccionar con sosiego ni tiempo para reconocerlo. Oportunidad como está tardará en presentarse. El niñato este se ha ganado el favor del rey sin más mérito que el de ser un encantador de serpientes e hijo de un distinguido señor. Yo he estado en más campos de batalla que ninguno de mis compañeros de armas y solo he conseguido la indiferencia del monarca. Menos mal que para algunos de sus consejeros más cercanos no solo soy un simple oficial, sino su más leal aliado. Arde en deseos de pincharle o abrirle una fina y profunda grieta y provocarle una hemorragia de mortales consecuencias. Pero no es tonto. Sabrá esperar una mejor oportunidad. Si le hace daño, el rey ordenaría sin contemplaciones que le mostrasen sobre una bandeja su cabeza. Dejó de sonreír, fue retirando, retándolo con la mirada, su espada y,  sin darle en ningún momento la espalda, fue pateando a cada uno de sus hombres hasta despertarlos, espabilarlos  y ponerlos en guardia. Gilberto no se amedrantó. Depositando  su dura mirada en los ojos sanguinolentos del capitán Alaalegre, le exigió ver al mismísimo monarca. El monarca no puede atenderte en estos momentos, le contestó con recochineo un crecido Alaalegre.  Ha dado orden de que nadie le molestara. Se retiró temprano pero muy agotado y necesita como todos nosotros de un largo y tranquilo descanso. La fiesta ha sido devastadora…  Ya he tenido la desgracia de ver en que han empleado sus esfuerzos y su tiempo, respondió un enfurecido Gilberto. No se ha respetado nada, ni siquiera han tenido en cuenta la edad de algunas muchachas. ¿Este es el ejemplo que se quiere dar desde el entorno de la corona? Quiero creer que Don Alfonso desconoce el alcance de los excesos y  atrocidades aquí cometidas, pero quisiera que él mismo me acompañara y fuera testigo directo de cómo se hallan las estancias de la planta de abajo. Nunca he visto unas imágenes tan deprimentes. Eres una deshonra para el ejército. Solo tus vinculaciones conspiratorias con algunos desaprensivos y amorales consejeros te mantienen vivo y al frente de una importante guarnición. Literalmente los ojos del capitán ofendido duplicaron su diámetro  y su corpulento cuerpo se multiplicó por diez. Sus poderosas manos abrazaron el cuello de Gilberto presionándolo con la dureza de quien ya ha dictado la peor de las sentencias…
De pronto se abrió la puerta de la alcoba del monarca. El rey saludó con un grito de horror al ver cómo su más apreciado capitán se retorcía bajo las garras del capitán que estaba al mando de su guardia de seguridad. ¡Deténganlo! Repetía una y otra vez. ¡Deténganlo! Un buen golpe asestado sobre su cabeza con una silla de madera maciza, consiguió que aquel hombretón se derrumbara  y perdiese, no se sabe si temporalmente  o para siempre, su fuerza, su consciencia y su mala leche. Don Alfonso se acercó a Gilberto y le ayudó a incorporarse. Con una dificultosa respiración y con la marca sonrojada sobre el perímetro de su cuello, el capitán consiguió saludar a Don Alfonso y explicarle pausadamente el motivo de su disputa con el capitán Alaalegre. Le narró con pelos y señales todo cuanto había visto y sentido desde su llegada al palacio. El rey le señaló el camino y ambos bajaron, acompañados por los soldados, las escaleras que descendían a las mismas entrañas del infierno. Nadie pronunció palabra. Iban recorriendo con la mirada suelos y rincones, rostros y emanaciones. El nauseabundo olor no aceleró el ritmo de su recorrido. Se detenían, se fijaban  en un determinado objetivo y proseguían su camino. Por fin salieron de aquel inmundo lugar y respiraron aíre limpio. La niebla había hecho acto de presencia ocultando tres cuartas partes de la plaza. Aún así el monarca pudo ver el rostro de algunas de las personas allí congregadas. Agustino le sonrió cuando sus miradas se cruzaron  y le mostró su respeto inclinando profundamente su cabeza. Como un acto reflejo encadenado, el resto de los presentes se sumaron al homenaje inclinando sus cuerpos y doblegando sus voluntades. El silencio sepulcral en aquella atmósfera humeante que envolvía  rostros espectrales, convertía a los hombres en fantasmas  y a la vida en un espeluznante  sueño... El rey se arrodilló, unió las palmas de sus manos, miró al cielo primero y a sus súbditos después, y, con los ojos enrojecidos por el dolor y el arrepentimiento, suplicó el perdón de su Dios y el perdón de su pueblo y, sobre todo, el perdón de su herida conciencia.


La noche se sintió avergonzada. Así misma  se confesó defraudada y  quiso sentirse humana y llorar su pena y clamar su dolor. Y quiso que la emotividad que abrigaba la plaza la arropara  para que la frialdad no helara su alma.  La noche quiso irse de prisa. Avanzó su reloj acelerando su tiempo y esperó impacientemente a que el alba madrugase y la relegase hacia un espacio inalcanzable para las maldades. Quería alejarse y olvidarse de la condición más depravada del hombre. Irse definitivamente,  para que las tinieblas dejaran de ser las habituales aliadas de quien perpetra los más ignominiosos crímenes, las más ignominiosas barbaridades. Irse y dejar que el día invada su territorio y se apropie de su tiempo y de su patrimonio.
Las últimas sombras se van alejando. Conviven durante un breve tiempo con las primeras claridades de una madrugada que se resiste perezosa a desplegar todas sus alas. Esta vez no hay saludos, solo miradas. La mirada de quien se va apesadumbrada, reteniendo, sin quererlo, en su retina las peores secuencias de la condición humana, y la mirada de quien llega con la digna misión de alumbrar un mundo con innumerables y bellos caminos.
Ella aún duerme. Él no puede dejar de mirarla. La ha soñado durante toda la noche y no puede dejar de soñarla ahora que está despierto. Quiere verla despertar y quiere, que sus ojos verdes, al verlo, le sonrían y le digan, aunque le mientan, te quiero.  







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Camino Primitivo III:Tercera parte

Las antorchas iluminan la entrada del palacio. Un par de soldados apostados  a ambos lados del arco de piedra por el que se accede al amplio y bullicioso vestíbulo constituye todo el despliegue de vigilancia. La fiesta se encuentra en su pleno apogeo y por los aledaños del recinto no se observa más movimiento que el de las hojas muertas persiguiendo fantasmales ramas y el de puertas y ventanas mal cerradas, que golpean sin batuta sus  martirizados quicios y el quicio de quienes la vigilia les ha convertido en resignados  espectadores de tan desquiciada danza. Es la noche la que impone sus ordenanzas, la que nos desnuda y arrebata disfraces, exponiendo  a sus criaturas  sin vestidos que las ultraje, dejándolas a solas con sus raíces e instintos al amparo de unos sueños que expiraran con la madrugada. Y es la noche con sus silencios y pausas la que nos susurra verdades como que más allá que la piel que nos cubre hay muchos  desiertos sin un solo oasis y pocos vergeles a donde arrimarse  y que más acá solo cabe la lucha estoica de quién afronta su sino a solas. Y es esa misma noche, con esas tonalidades naturales de variopintas  oscuridades,  la que nos invita con su seductora mirada a encender esas lucecitas festivas que iluminan nuestros anhelos y avivan nuestra alma. De ahí que en Aleo con las primeras claridades de la noche unos opten por resguardarse en sus casas y prepararse para enfilar unas horas de descanso en donde no cabe más que interrumpir con una pausa sus sacrificadas labores diarias y dejar que la nada los aloje en su morada, o bien que los sueños los conviertan en gentes de condición más holgada o en héroes de aventuras condenadas a convertirse en polvo con la llegada del alba. Otros, prefieren renunciar al sueño o posponerlo y dejarse arrastrar por todas las bondades con que la noche agasaja a sus  moradores, ofreciéndoles un marco en donde poder dar rienda suelta a sus más razonables y   enloquecidos deseos…
El rey preside una inmensa mesa en la que no falta de nada. En torno a él se han sentado sus más cercanos asesores. La mesa la completan oficiales, soldados y algunos lugareños que por su condición fueron invitados al banquete. Las carnes son devoradas, con la exquisitez  de quien solo desea complacer un estómago hambriento, a dos manos y con la grasa embadurnando pieles y barbas. Hay más tinajas de vino que comensales, por lo que se puede asegurar que cuando todo toque a su fin habrá más vino que agua en la composición de cada uno de ellos. Los cánticos se mezclan con conversaciones cruzadas y los danzarines se mueven al ritmo de una partitura que nadie más que ellos escuchan. También hay quienes bailan por su cuenta, solos o emparejados, con una mano libre para sostener la copa o, en no pocos casos, para palpar enérgicamente las nalgas… del acompañante, o de quien se pasea ciego de vino buscando un alma caritativa que se preste a ser testigo de sus incontenibles delirios o que le complazca los sentidos, sin preocuparse por el sexo, la edad y los encantos de quien está dispuesto a concedérselo… Don Alfonso se halla al margen de todo cuanto le circunda. Apenas ha comido y conversado. Digamos que intencionadamente rehúye cualquier conato de charla por parte de sus vecinos de mesa mirando abstraídamente a su interlocutor sin responder nada, obligandolo a apartar la mirada y callarse o buscar un contertulio más receptivo. El rey había pretendido homenajear  a su séquito y de paso celebrar su repentina y prodigiosa recuperación, pero la ausencia de determinadas personas,  como su más querido capitán y algunos de los miembros del Grupo Caminamos,  le  está impidiendo disfrutar a su antojo. La euforia inicial se había transformado en una tristeza que amenaza con acompañarlo durante todo el festín. El bullicio y el comportamiento  desatado de una buena parte de los invitados aturden su vista  y turban sus nervios.  Desea retirarse a su habitación y enfrentarse en soledad a sus múltiples preocupaciones. Pero no quiere desairar a un séquito que por primera vez desde que han iniciado el viaje se encuentran  extremadamente relajado e inmensamente feliz. Llamó al capitán responsable de la seguridad interna y le instó a que pusiera discretamente orden en los salones. No quería que el banquete acabase siendo una representación local de Sodoma y Gomorra. No lo dice pero lo piensa. Como peregrino no puede consentir conductas tan descaradamente disolutas. Desea que el tiempo pase y todo se termine. Necesita oír como el silencio lo envuelve todo y deje a cada cual a merced de su destino…
Emiliano, Ballesteros,  Miguel  y Moisés formaban la comitiva que por decisión del grupo se encargaría de ir a buscar a los supuestos viajeros que les habían pedido continuar el camino hacia Galicia juntos. Después de un acalorado pero comedido debate se optó por aceptar la petición. Norberto les esperaba en el mismo lugar en el que encontraron a Emiliano. Eran un grupo de unos quince hombres jóvenes, con el aspecto desaliñado y con unas míseras alforjas como único patrimonio. Se quedaron mirándose los unos a los otros, inspeccionándose sin prisas y sin perder detalle, con el recelo instintivo de quienes debían dar el visto bueno  y el semblante teatralmente caracterizado de quien se siente observado y necesita ser aprobado. Cuando la tensa espera encontró su punto y final, Emiliano se acercó a Norberto y sonriéndole le comunicó las palabras que esperaba. En silencio se pusieron en movimiento  a través de un sendero paralelo a un arroyo  que discurría bullicioso. Agustino nada más ver a Norberto se quedó petrificado. Reaccionó al poco tiempo, arrojando un nombre por aquella boca que desmembró  toda su comisura y removió todo el aire. ¡Gilberto! se le oyó gritar una y otra vez. ¡Gilberto! ¡Gilberto!… Ya lo decía yo. Os lo dije… ¡Madre mía! ¿No lo conocéis? Es Gilberto, capitán del rey. Su más apreciado oficial. Su amigo. Su íntimo amigo… Y nosotros lo hemos traído aquí. Solitos, sin que nadie nos empujara nos hemos metido solitos en la boca del lobo… ¿Qué va a ser de nosotros? Nos ha atrapado… ¡Dios mío!  …El Leones y otros miembros del grupo enseguida reconocieron el rostro del capitán. Gilberto levantó la mano,  más para solicitar premiso para hablar que para intimidar con su gesto a un grupo visiblemente alterado. Como no había manera de que Agustino cortara su repertorio de lamentos, levantó también su otra mano y pidió enérgicamente calma. Alzo la voz para hacerse oír y poco a poco las voces se fueron apagando hasta que el último sonido dio su adiós. Momento que el capitán aprovechó para emitir un discurso que él ya se había oído. Bien hallado Agustino. Bien hallados todos. No estoy aquí para prenderos bruscamente, con armas y zarandeos. Mi rey solo quiere que os incorporéis a su séquito  y reemprendáis el camino con él. Es verdad que oficialmente sois unos proscritos, que habéis colaborado en la fuga de Victoriano y que vosotros mismos os marchasteis del campamento reduciendo violentamente a vuestros guardianes. Pero yo mismo, en vuestro lugar, hubiera hecho lo mismo. Es verdad que algunos  miembros de la corte os quisieran ver desterrados o cómo os consumís en las mazmorras, incluso alguno ha manifestado su preferencia de veros guillotinados o ahorcados,  pero con la absolución del rey, nadie, absolutamente nadie, podrá mover un dedo en contra de vosotros. El  pueblo os quiere en el fondo, aunque haya voces discordantes, pero ya sabéis que al pueblo es muy fácil  convencerle sobre lo que tiene que amar y odiar, a quién tiene que admirar y a quién tiene que destestar. Venid conmigo. Yo os garantizo plena seguridad. Al principio, hasta que el rey elija el mejor momento para pronunciarse sobre vuestro destino, quedaréis bajo mi vigilancia personal. Se trata de guardar las formas para que nadie proteste airadamente. Pero en la práctica no os vais sentir cautivos. Vosotros decidís. En el supuesto de que no secundéis mi propuesta no os obligaremos a venir con nosotros, pero si os pediríamos que nos dejaseis llegar a Compostela juntos. Estas últimas palabras contrariaron a la totalidad del grupo. ¿Quién es este capitán que tan educadamente nos invita a seguirle o a continuar nuestro camino? Agustino y el Leones eran conocedores de las bondades de su carácter y del odio que dicho carácter suscitaba entre algunos compañeros de armas. Nadie mejor que el capitán conocía las intimidades del rey, el cual no ocultaba su debilidad y adoración por el joven oficial. Cuando el despecho exacerbado se manifiesta,  las normas de convivencia quedan derogadas y se declara la guerra. Y en la guerra todo vale, las mentiras y la violencia. De ahí que a nuestro capitán lo hayan puesto, las malas lenguas, como protagonista de variopintas leyendas negras y en el punto de mira de alguna flecha que afortunadamente no atinó en el blanco señalado… ¿Qué hacer? Una elección vital más. Desde hacía un tiempo, no había día que no tuvieran que someterse a dicha cuestión. ¿Qué hacer? ¿Seguir por un tiempo como perseguidos o reintegrase a un séquito en el que una buena parte de sus integrantes los desprecian y los consideran unos bandidos ? Si seguían a solas su camino, Don Alfonso se podría sentir ofendido y variar su propósito de concederles el perdón. Si volvían con el capitán voluntariamente se verían expuestos a burlas y ofensas, pero le demostrarían a todos los miembros de la corte la buena voluntad y  la predisposición del grupo de recuperar la confianza y la amistad o al menos el respeto, amén de que reforzaría la delicada posición del monarca. Estás preguntas  y consideraciones y otras menores son las que mantuvieron al grupo ocupado durante un largo rato. Cuando todo indicaba que ya se había resuelto el dilema, Agustino, El Leones e Israel se acercaron al capitán y su guarnición. Gilberto esperó que la respuesta saliera por sí sola, sin miradas que la amedrantase ni gestos que la condicionase. Sonrió al oírla y se abalanzó sobre cada uno de ellos, abrazándolos con tal fuerza que más de un hueso vociferó su dolor… Recién emprendida la marcha hacia Aleo, Malena, al pisar sobre una piedra que evitaba ser observada por el  resplandor de las antorchas, se cayó sobre la dura tierra golpeándose un hombro. El capitán Gilberto, que se hallaba muy cerca, la socorrió con la velocidad con la que la pantera persigue a su presa, levantándola con sus fornidos brazos y acostándola sobre un lecho de hierba a la orilla del camino. Por la expresión de su rostro supuso que el malestar era intenso, aunque ella ni se quejaba ni pronunciaba palabra. Atónita e ensimismada,  se limitaba a mirarlo sin pestañeos, para que ni siquiera un instante su mirada  se cegara, para que el tiempo se quedara quieto y para que el dolor que sentía se transformase en suspiros de placer…
  Y es la noche la que nos acuna, la que mece los sueños que aún conservan crédito, la que nos aventura por vidas imaginarias o la que multiplica nuestras pesadillas, la que apaga amores arrinconados  o enciende corazones esperanzados; es la noche la que nos envuelve cuando el día se duerme  y nuestra madre nos da el beso de despedida, su último beso,  el que nos deja a solas con la vida y con la muerte.
Dos jóvenes entran en la única posada que sigue abierta. El viejo posadero que la regenta se despierta con el ruido de la puerta. Suele aprovechar los momentos que se queda sin clientela para echarse un sueñecito. Se dirige a la barra y les sirve dos vinos. Les pregunta si quieren comer algo. Ellos responden que sí, cualquier cosa les vale con tal de llevarse al estómago algo que avive unas tripas acostumbradas al ayuno. Cualquier cosa no, les dice el posadero, solo tengo potaje. Les señala una mesa y les invita con desgana a sentarse. Calentado el potaje les acerca una fuente bien nutrida y les pregunta, con la naturalidad de quien acostumbra a tratar con extraños, a dónde se dirigen. A Oviedo,  le responde uno de ellos. Venimos de una aldea marinera en tierras de Galicia. El posadero menea la cabeza y se ríe. Ustedes vienen y el rey con casi toda la corte a su espalda para allá van. ¿El rey? Pregunta contrariado el mismo joven que habló antes. Sí, el mismo rey. Ahora se encuentra presidiendo un gran banquete con todo su séquito en el Palacio de Jonás. ¿Acaso no habéis oído la música y el monumental ruido que desde hace horas ensordece la aldea? Dicen que pasarán aquí la noche  y que mañana, si la comida y la bebida no les pasan una buena factura, se marcharán. En  las afueras han levantado un campamento para cobijar a la numerosa tropa que les acompañan. Muchos de ellos reclutados a la fuerza, según me han dicho, por las aldeas del camino. Los dos jóvenes se miraron con visibles señales de nerviosismo. Al posadero, viejo y experimentado  comunicador, no le pasó inadvertido, pero cauto él, prefirió seguir hablando con la naturalidad de quien sabe apreciar la vida. Siguió su perorata aludiendo a los comentarios de dos cortesanos sedientos de vino que habían tenido el detalle de visitar su humilde posada. Parece ser que no se hallan muy lejos un grupo de ciudadanos que huyeron después de agredir gravemente a dos soldados. Creo recordar que responden al nombre de Caminamos, o algo parecido, si no mal recuerdo. Los dos jóvenes, rebañados su platos, y con el vino recorriendo caminos que solo un forense es capaz de verlos, le preguntaron al parlanchín posadero si podía abastecerlos de comida para unos cuantos días. Con algún que otro reparo les vendió lo que necesitaban, no sin antes percatarse de que los dos jovenzuelos callaban verdades. Salieron cargando sobre sus espaldas un peso que ni siquiera un par de mulas lo soportarían en silencio. El posadero cerró la puerta y dio por terminada su jornada. A mí me van a engañar este par de mocosos, mascullaba sonriendo, mientras buscaba un camastro en donde extender su corto cuerpo y su abultada panza. ¡Ojalá les vaya bien! Fue lo último que se oyó decir antes que sus ojos se abrieran a los recuerdos de una infancia archivada en el laberinto de su dilatada vida.
Un leproso con muy malas pulgas deambula  perdido  por un bosque  que la noche lo ha extendido hasta infinito. Lo han dejado tirado, sin comida, a merced de que cualquier lobo le dé por comérselo sin previo aviso. ¡Miserables! ¡Mal nacidos! Va gritando desesperado, buscando un refugio o un lugar donde pueda expulsar toda su ira. Su familia lo ha abandonado sin misericordia alguna por miedo a que ellos también fueran encerrados en lugares apartados en donde confinan a los leprosos y a sus familias. Soy muy joven todavía. ¡Quiero vivir! ¡Por favor, que alguien me ayude!… Los gritos que retumbaban bajo un cielo que  lo observaba impasible, fueron escuchados por los oídos finos de Victoriano que, retirado del grupo, aliviaba su peso en un linde del bosque con el camino. La reiteración de los alaridos espabiló al relajado Victoriano, que corrió en busca de sus acompañantes para alertarlos  de que algo estaba pasando en el interior del bosque. Enseguida unos cuantos se dirigieron a un lugar próximo desde el que Victoriano oyó los escandalizadores gritos. Se seguían oyendo, por lo que sin tiempo que perder y con todas las precauciones posibles, se adentraron en la oscura espesura intentando adivinar de donde provenían. No tardaron en dar con el paradero de aquella criatura que enloquecida daba vueltas sin sentido alrededor de unos árboles víctimas del mareo y de los chillidos de aquel condenado. Lo agarraron entre dos para inmovilizarlo y calmarlo, pero hubo de pasar un tiempo para que la histeria cediera y su fuerza la arrastrara la brisa hacia parajes más tranquilos. Solo cuando el joven se sosegó del todo y se retiraron unos pasos, advirtieron que las llagas cubrían parte del rostro y de uno de sus brazos. Abban se acercó al joven y le preguntó por su nombre. Lucas, respondió después de una breve espera. Lucas me llamo. Vivo en Aleo. Muy cerca de aquí. Mi familia me ha arrastrado hasta aquí, aprovechando la noche, y me han dejado solo y sin alimento. No quieren volver a verme. Dicen que estoy muy enfermo, que tengo lepra, y que si los quiero, debo sacrificarme permaneciendo solo por estos bosques y que no se me ocurra volver al hogar. Pedro se dirigió al grupo y les habló de una planta milagrosa capaz de detener el curso de esta enfermedad, incluso, en algunos casos,  de curarla. Afortunadamente  por estas tierras sobran ejemplares. Había que darse prisa en buscarla. Mientras tanto no podían correr riesgos, aunque con lo hecho la suerte ya seguía su marcha. Quizás medió el cielo que cambió de parecer, o los mismos árboles, qué quizás se apenan más que muchos humanos, pero al poco rato apareció Pedro, el gitano, con unas hojas. Las embadurnó con su saliva y las extendió por las partes afectadas. Victoriano volvió con Mateo a su campamento para recoger unas mantas y algo de comida. Esa noche Pedro y Abban se quedaron acompañando a Lucas. No lo iban a dejar, mientras de ellos dependiera, solo.
Cuando Mateo y Victoriano volvieron de nuevo al campamento ya habían llegado los dos jóvenes procedentes de Aleo. No eran muchos los víveres, pero sí los suficientes como para despreocuparse unos cuantos días. Cada vez eran más bocas que alimentar, pero estaban en unas tierras de buena caza y buena pesca. Fueron informados de los pormenores de su encuentro con el posadero,  y dado que la noche avanzaba sin pausas, decidieron no retrasar y pausar más sus sueños.
Qué tiene la noche que con su negro velo nos despierta los instintos y enciende corazones. Y son sus ojos verdes los que velan tu sueño y avivan tus ilusiones…














 

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