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Y mientras el tiempo pasa:
Y mientras el tiempo pasa:
Y mientras el tiempo pasa:
Quiero quedarme con ese instante, al despertar, cada mañana,
Cuando los ojos se abren perezosos y la luz alumbra la conciencia,
Cuando el cuerpo abandona el reposo y los sentidos se alertan,
Cuando los sueños y las sombras se retiran para reponer fuerzas
Y cuando la vida se pone su traje de faena y aporrea mi puerta.
Y mientras el tiempo pasa,
Quiero aprovechar desde ese primer instante la mano que me tiendes
Y el abrazo con el que la vida desde siempre me agasaja tan temprano,
Y esos madrugadores besos con los que alimenta mi hambre de afecto.
Y mientras el tiempo pasa,
Quiero elevar mi cara y ver con que expresión cubre el cielo su rostro,
Si con mirada azulada, cálida, o con gesto fruncido, malhumorado.
Quiero oír esos bostezos que alejan las voces que arrullan la noche
Y quiero sentir cómo mi cuerpo despliega sus alas y emprende el vuelo.
Y mientras el tiempo pasa,
Camino por ese sendero, hacia mi último destino, entre paisajes de torres altas,
Pueblos de adoquinados suelos y calles y plazas adormecidas por el silencio,
Entre campos labrados por hombres a los que nunca conoceré por el nombre
Y por parajes de tierra añeja, tierra que solo labra el viento cuando asola y brama,
Entre montañas cuyas cimas alcanzan altitudes en donde solo los dioses descansan,
Y por valles de desigual belleza coloreados por las manos inocentes de la naturaleza,
Y por las riberas de ríos cuyo canto serenan espíritus alterados por ruidos incivilizados,
Cerca de mares que mansos o inquietos me inducen, al verlos, a recuperar mis sueños.
Caminos de la vida, caminos del día a día, de ida y vuelta, de vía única, con mayúsculas.
Y mientras el tiempo pasa,
Despierto y camino.
Camino y VIVO, camino y me muevo, camino y pienso y, gracias, camino y siento.
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Mi Camino:
Mi Camino:
Camino mientras transito y mientras camino vivo.
Y vivo porque el camino es la sangre del peregrino.
Del peregrino que recorre sin descanso sus caminos.
Caminos que solo existen mientras tú te sientas vivo.
No quiero oír los acordes que acompañan el principio.
Ni quiero sentir el cosquilleo de quién da su primer paso.
No quiero torres ni campanas que delaten mi destino.
Ni plazas concurridas que acojan ni mi tristeza ni mi llanto.
Solo quiero caminos que permanezcan siempre en tránsito,
que desafíen leyes que incrédulamente busquen el milagro
de ser infinitos en el espacio y eternos como el tiempo divino.
Caminos que fluyan desde los recovecos más insólitos del alma,
los que se abrigan con la desnudez de quien no esconde nada,
que serpenteen por parajes de colores más allá del blanco y negro,
el azul cegador que alimenta el primer verso de tu despertar,
o los verdes que engalanan esos valles de hipnotizador rostro,
o la estela que nos regala el sol cada vez que nos dice adiós.
Caminos que recuperen las voces que el tiempo ha enterrado,
y mi voz no se sienta sin pasado en mi deambular por la vida.
Voces de reyes, templarios, súbditos y peregrinos descalzos,
voces que esculpieron el aire de siglos de severo peregrinaje.
Caminos que me embriaguen al recorrerlos con sosegada mirada,
y con cada pisada se escuche el pulso acompasado de sus entrañas,
y que me guíen de madrugada y durante la noche que precede al alba.
Caminos que no nazcan ni mueran. El camino eterno del alma.
Mi Camino.
Camino mientras transito y mientras camino vivo.
Y vivo porque el camino es la sangre del peregrino.
Del peregrino que recorre sin descanso sus caminos.
Caminos que solo existen mientras tú te sientas vivo.
No quiero oír los acordes que acompañan el principio.
Ni quiero sentir el cosquilleo de quién da su primer paso.
No quiero torres ni campanas que delaten mi destino.
Ni plazas concurridas que acojan ni mi tristeza ni mi llanto.
Solo quiero caminos que permanezcan siempre en tránsito,
que desafíen leyes que incrédulamente busquen el milagro
de ser infinitos en el espacio y eternos como el tiempo divino.
Caminos que fluyan desde los recovecos más insólitos del alma,
los que se abrigan con la desnudez de quien no esconde nada,
que serpenteen por parajes de colores más allá del blanco y negro,
el azul cegador que alimenta el primer verso de tu despertar,
o los verdes que engalanan esos valles de hipnotizador rostro,
o la estela que nos regala el sol cada vez que nos dice adiós.
Caminos que recuperen las voces que el tiempo ha enterrado,
y mi voz no se sienta sin pasado en mi deambular por la vida.
Voces de reyes, templarios, súbditos y peregrinos descalzos,
voces que esculpieron el aire de siglos de severo peregrinaje.
Caminos que me embriaguen al recorrerlos con sosegada mirada,
y con cada pisada se escuche el pulso acompasado de sus entrañas,
y que me guíen de madrugada y durante la noche que precede al alba.
Caminos que no nazcan ni mueran. El camino eterno del alma.
Mi Camino.
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Aniversario:
Bajo el aroma fresco de unas flores que cubren la losa que vela tu sepulcral morada,
Y mientras te vas despojando sin quererlo y en silencio de tus mundanales atuendos,
Te has despertado al oír el rumor sigiloso de quienes no querían perturbar tu sueño.
Al cerrar los ojos, entre rezos y silencios, hemos sentido tus manos y contemplado tu rostro
Y la impoluta y quieta mirada de quien transita incansable por celestiales senderos.
Pueblo pequeño, oasis de campos abiertos asolados por los bramidos de `persistentes vientos,
Refugio de historias acabadas que sestean cada tarde bajo la mirada inexpresiva de la nada,
Tu pueblo de nacimiento, de infancia y adolescencia, de miradas perdidas y sublimes deseos,
De corros de niñas que cantan y saltan y sueñan sin más partitura que la misma inocencia,
De seres que reposan agradecidos y consuelan fatigas en el ocaso sobre un poyo de piedra,
De casas que alumbraron vidas y hoy no son más que guardianas de silencios y reliquias.
Tu pueblo, el pueblo que llevamos dentro, el de los primeros sollozos y sonrisas,
El de la vida, el polvo y las cenizas.
Sobre un lecho de pétalos blancos anida una concha con tu nombre y tu epitafio.
VITORINA, CAMINAMOS.
Aniversario:
Aniversario:
Bajo el aroma fresco de unas flores que cubren la losa que vela tu sepulcral morada,
Y mientras te vas despojando sin quererlo y en silencio de tus mundanales atuendos,
Te has despertado al oír el rumor sigiloso de quienes no querían perturbar tu sueño.
Al cerrar los ojos, entre rezos y silencios, hemos sentido tus manos y contemplado tu rostro
Y la impoluta y quieta mirada de quien transita incansable por celestiales senderos.
Pueblo pequeño, oasis de campos abiertos asolados por los bramidos de `persistentes vientos,
Refugio de historias acabadas que sestean cada tarde bajo la mirada inexpresiva de la nada,
Tu pueblo de nacimiento, de infancia y adolescencia, de miradas perdidas y sublimes deseos,
De corros de niñas que cantan y saltan y sueñan sin más partitura que la misma inocencia,
De seres que reposan agradecidos y consuelan fatigas en el ocaso sobre un poyo de piedra,
De casas que alumbraron vidas y hoy no son más que guardianas de silencios y reliquias.
Tu pueblo, el pueblo que llevamos dentro, el de los primeros sollozos y sonrisas,
El de la vida, el polvo y las cenizas.
Sobre un lecho de pétalos blancos anida una concha con tu nombre y tu epitafio.
VITORINA, CAMINAMOS.
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Camino Primitivo V:
Salieron de la fortaleza con los rostros heridos, no por
hendiduras de cuchillos, sino por la aflicción que produce la obligación
ineludible de tener que cometer el más punible de los crímenes. Asesinar al
rey. ¡Qué locura! Una locura de unas consecuencias nefastas para la totalidad
del grupo si se descubriese la autoría del magnicidio. No puede ser, no podemos
hacerlo- se repetía una y otra vez con la boca sellada Calón-. Les habían dado
un plazo de siete días. Si Poncio, al cabo de ese plazo, no hubiese recibido
pruebas irrefutables de la muerte de Don Alfonso, los siete invitados, serían
inmediatamente ejecutados.
Tres soldados camuflados con ropas similares a las que
llevan Calón y sus compañeros, acompañan a aquel comando desarmado que se desplaza
turbado por un sendero, camino de la muerte , sea la del rey o la de sus
propios cuerpos. Cada soldado lleva bajo su capa un recién afilado cuchillo,
listo para ser usado ante el mínimo amago de rebelión. Es poco el tiempo del
que disponen, por lo que achuchados por aquellos tres impostores aceleran el paso atolondradamente sin más
paisaje que el de las negras previsiones. El traspié que se dio Nardo bajando
por una ladera cubierta por piedras sepultadas por una alfombra de hojas
muertas, alteró los ánimos de tal manera que Avelino - un espigado y consumado aventurero - no pudiendo contener ni su ira ni su fuerza,
cogió por el brazo al más desprevenido de los soldados, retorciéndoselo y
fracturándoselo. Uno de los soldados, con su cuchillo en la mano, se abalanzó
sobre él empuñándolo en un costado. Avelino le rodeó el cuello con sus manos,
apretándoselo con tal ímpetu que cuando quiso aflojar su fuerza se encontró con
los ojos desorbitados de un cadáver. El tercer soldado dudó por un instante
entre salir corriendo o enfrentarse a aquella asombrosa legión de desesperados
y resolutivos combatientes. Calón y el resto del grupo lo cercaron. El soldado
daba vueltas blandiendo su cuchillo sin saber a quién atacar primero y sin
saber cómo defenderse ante todos a la vez. Como un bicho herido de muerte se
movía convulsivamente, agarrándose a una vida que amenazaba con despedirse y
dejarlo como un animal disecado. Cuando el cerco se estrechó y se vio sin
posibilidades de atacar airosamente optó por defenderse, mostrando su
disposición a la rendición lanzando su cuchillo al suelo y su ánimo al
infierno, quedándose más quieto que una
estatua de espaldas al viento, ante la enrabietada mirada de quienes le
acosaban.
La herida de Avelino afortunadamente fue limpia y no le
acarreó ningún peligro. Le rociaron la zona con abundante aguardiente y se la
vendaron. No quiso reposo ni consuelo. Se sentía como el peor de los
malhechores por haber matado a un hombre. Ni siquiera la disculpa de la
legítima defensa atenuaba los latigazos que su turbada conciencia le acarreaba
sin descanso. Gina, compañera de andanzas, ni por un momento quiso dejarle
solo. Él la oía pero no la escuchaba. Con su mirada perdida por laberintos
construidos para que las almas deambulen perdidas de por vida, se sentía ajeno a todo cuanto en
su entorno sucedía.
Con un soldado muerto y dos retenidos, prisioneros de sus
rehenes, qué podían hacer, se preguntaba Calón en voz alta, ante la
circunspecta mirada de sus afligidos compañeros. Poncio, que perece ser tiene
ojos por todas partes, no tardará en enterarse de este percance, y quizás
recurra a una ejemplar venganza para que aplaquemos nuestros ánimos y nuestros
arrebatos. No tenemos más opción que seguir con los planes previstos, con el
añadido de tener que cargar con dos soldados ansiosos de vengarse y con la mala
conciencia de haber matado, aunque fuese en defensa propia, a un tercero.
Poncio, nada más marcharse el grupo, ordenó que encerraran a
los siete huéspedes en la torre. Allí permanecerían mientras no se tuviese
noticia de la suerte del rey. De allí saldrían para retomar el camino interrumpido
o bien para ser testigos de sus últimos suspiros de vida. Poncio mantenía
firmes esperanzas en que su plan tuviera un buen final. Se reía al pensar que
de ser así mataría a dos pájaros de un tiro. Quitaría del medio a un rey al que
odiaba exasperadamente y condenaría al Grupo Caminamos de paso a su postración
definitiva. Desde sus adentros siempre aborreció el pensamiento y el modo de
vida, a su juicio libertino, de esos impertinentes, que en donde quieran que
estén osan descaradamente en profanar los dogmas más sagrados de la tradición
eclesiástica y cortesana. Mal ejemplo para un pueblo que no necesita de
profetas que cuestionen la forma de vida heredada de nuestros más afamados y
respetados antepasados. Si él hubiese querido, el rey ya estaría muerto desde
hace mucho tiempo. Pero necesitaba tiempo para encontrarle el sustituto ideal.
Ahora que ya lo tiene, solo resta que el rey sea asesinado y que ese endiablado
grupo, de un modo u otro, desaparezca de la faz del reino y, si todo concluye
como él espera, de la faz de la tierra. No se olvida de ese joven capitán al
que el rey le ha tomado especial estima. Un escollo serio en su camino hacia el
poder absoluto. Qué pena que el más fiero de mis lacayos, el capitán Alaalegre,
no haya aprovechado su oportunidad; ahora que ya no podré contar con él, tendré
que recurrir a mi querida sobrina. Seguro que ella sabrá envenenarlo con sus
palabras y sus caricias.
Agustino contempla aquel mar de nubes sentado sobre una lisa
roca al pié de una frondosa ladera que se pierde por las profundidades de un
tierra que se eleva callada, verde y salvaje. Quiere que en su mente no quede
más rastro que el de la belleza de aquel paisaje que anestesia los males y
aviva las ganas de transformarse en una piedra animada y formar parte de tan
sublime instantánea. No se ha dado cuenta que tras él sus compañeros de
andanzas disfrutan de igual modo de la misma vista y con idéntica dicha.
Ballesteros, de pronto, rompe el silencio con una breve exclamación. ¡Mirad!;
mientras señala con un dedo hacia un hueco de la ladera en la que se divisa el
tejado de lo que parece ser una cabaña de piedra. De ella emerge, danzante, una
negra línea de humo que al poco de elevarse se diluye y desaparece. El Leonés
mira a su alrededor y no ve a ningún soldado que les esté vigilando. Con voz
muy baja le plantea a sus compañeros que alguno de ellos bajen y vean quién es
el afortunado que cada mañana se despierta con las voces de aquellos montes y en
cada noche se acuesta con los cánticos de sus silencios.
El capitán Gilberto los observa desde la entrada de su
tienda. Confía plenamente en ellos y no se inquieta. Habrán visto algo de
interés y querrán reconocerlo de cerca, piensa. Además, el grueso del grupo
permanece en el mismo sitio. Se acerca y los saluda y desvía la mirada hacia
los tres que van descendiendo con todas las cautelas que el resbaladizo y
rocoso suelo requiere. Sin pensárselo dos veces inicia su descenso, con las
mismas precauciones, siguiendo sus mismos pasos, camino de aquel oasis humano.
La puerta está abierta. El olor a asado sacude
placenteramente las fosas nasales de los cuatro intrusos. Una mujer de mediana
edad está atizando sin ensañarse, con la mirada cautivada por aquella
incandescencia, el fuego que asa y dora
la carne de un animal despellejado. La saludan con cortesía, levantando los
cuatro las manos a la vez en señal de su buena voluntad. La mujer los mira
asustada, pero ni grita ni hace ademán de retroceder para protegerse. Agustino
le habla despacito y en voz baja. Le dice que no tenga miedo, que no le van a
hacer nada. Ella relaja su expresión y con una mano titubeante les señala un
banco arrimado a una de las paredes de la cabaña. Ellos se sientan
obedientemente, esperando que ella se tranquilice del todo y les hable.
¿Quiénes son ustedes
y qué quieren?, les pregunta la mujer con
voz temblorosa en una lengua medio asturiana, medio gallega, después de que por
fin se atreviera a soltarlo por aquella boca sin miedo a ser silenciada por
medios violentos. Tuvo que repetirlo varias veces para que la entendieran.
Agustino, procurando no alarmarla, le contestó ayudándose con gestos,
aspavientos y con mucha paciencia. Consiguió apaciguarla pero no que
comprendiera quiénes eran y a qué se debía su presencia. La mujer salió un
momento y volvió acompañada por un hombre de una edad parecida a la de ella y
con un cuerpo que la doblaba en altura y prominencias. Al verlo, los cuatro se
levantaron, se presentaron y le explicaron el motivo de su visita. Él sí los comprendió
desde el primer instante.
Heredia era muchas cosas, pero ante todo se definía como un
apasionado campesino enamorado de la tierra y de la naturaleza. Durante algunos
años vivió en una aldea muy cercana a Galicia. Allí trabajó de herrero y
trabajó la tierra de algunos señores que le pagaban su jornada con una mísera
comida y apenas un breve descanso. Cansado del lugar se marchó a conocer el
mar. Pero lo único que conoció fue el lugar donde una ría doblaba su curso para
recorrer el camino inverso en su salida al mar. El miedo al agua le frenó sus
ansias por enrolarse en algún barco de los que arriban en puertos lejanos o en
alguna barcaza de las que faenan en las rías, siempre con la ribera a la vista.
Allí volvió a ejercer como herrero y
acabó conociendo a la que es su compañera. Me enamoré de ella nada más verla y
cada vez que nos veíamos mi amor por ella crecía, hasta que en una noche de
luna estuvimos a punto de ser sorprendidos por su marido y un puñado de sus vecinos.
Nos alertaron sus voces, que gritaban su nombre y maldecían mi osadía. Mientras
recogíamos apresuradamente las prendas que nos habían servido de lecho y
cubierto y protegido nuestros cuerpos del aire tibio de la noche, oí como la
luna se reía y nos instaba a que sin
pérdida de tiempo huyéramos monte arriba.
No dejamos rastro de la sabrosa carne con la que nos
obsequió aquel bondadoso y hospitalario matrimonio. Cuando estábamos a punto de marcharnos, Heredia quiso
enseñarnos una pieza de orfebrería labrada por él mismo, que consideraba un
auténtico tesoro y de la que se sentía muy orgulloso. Una extraordinaria
campana de plata relucía en el centro de su mísero y sobrio taller. Sus
destellos cegaron por un instante los ojos de los cuatro. La rodearon
boquiabiertos y la palparon con mucha delicadeza, como si fueran a herirla con
sus ásperos dedos. Heredia y su mujer disfrutaban al ver con que admiración
contemplaba aquella obra de arte. Gilberto le preguntó de dónde había sacado
los materiales. Heredia le guiño un ojo, sonrió y les despidió ofreciéndoles un
fuerte abrazo. Agustino le prometió que siempre que pasara por ahí se acercaría
a saludarlo. Heredia quiso agradecerle el gesto ofreciéndose a recibirlo a él y
a todas las buenas gentes que necesiten agua, comida o simplemente compañía.
Marcos no tardó en recuperarse. Los buenos cuidados de
aquellas dos damas enseguida encontraron una buena respuesta por parte de aquel
afortunado y bello muchacho. Estela miraba cómo aquellos ojos verdes se
clavaban sin disimulo en el azul claro de los ojos recién abiertos del
muchacho. A Estela, sabia en amores, le inquietó verla tan volcada en su
tarea de activarle la sangre a aquel
muchacho recién recuperado para la vida. Y le inquietó ver a Victoriano cómo
los observaba y cómo salió de aquella cabaña, con los ojos vidriosos y la
mirada perdida. Y miró a Pedro, y con un gesto le instó a que saliera tras él y
lo animara.
Victoriano siguió el sendero despejado de piedras y follajes
y poco después se encontró al pié de un ladera salpicada de piedras blancas que
se perdía en la espesura de la niebla. Sobre una modesta piedra se sentó.
Creyéndose solo, dejó que las lagrimas salieran e inundase sus ojos y le velasen la vista, sin miedo a que
ninguna mirada les impidiese seguir su trayecto. Pedro que lo observaba
escondido tras un árbol, quiso respetar aquel momento de diálogo con el
silencio, el dolor y el pensamiento y,
procurando que ni siquiera su aliento meciera las hojas más próximas y
alertasen a su afligido amigo y compañero, se volvió, con la idea de hablar con
Aanisa y conocer de su propia boca si consideraba a Victoriano solo un buen
amigo.
Pedro se acercó a Aanisa y le dijo que quería hablar con
ella. Salieron y Pedro la guió hacia un lugar en donde podrían hablar sin ser
vistos y oídos. Cuando se acomodaron, Pedro no quiso andarse por las ramas. Le
gustaba ser en todo tan claro y directo, que de buenas a primeras le preguntó
que sentía por Victoriano. Ella, como de costumbre, se quedó callada y con la
cara agachada. Aanisa, continuó Pedro, ese hombre te ama desesperadamente y vive permanentemente angustiado porque no
sabe a qué atenerse: o decírtelo y rezar para que tu respuesta no le hiera de
muerte o callarse y esperar a que tú sencillamente le confieses que lo amas.
Ahora se encuentra solo y hundido en un lugar próximo, porque quizás haya visto cómo miras a Marcos y con qué
dulzura te diriges a Mateo. Se le ve muy confuso y desorientado. Creo que deberías
aclararle cuanto antes cuáles son tus sentimientos y si él cuenta realmente con alguna posibilidad
de ser correspondido. Aanisa por fin se
decidió a levantar su rostro. Al mirarlo, Pedro divisó cómo una lagrima se iba
deslizando por su morena mejilla, zigzagueando como buscando un camino plácido
y seguro. Aanisa le pidió que lo guiase hasta él. Pedro le indico el sendero y
se alejó de ella y de los amores que solo corresponden a quienes por ellos
gozan y sufren.
Victoriano oyó el ruido de las ramas y supo que alguien
venía a interrumpir su recogimiento. Pero al ver que era Aanisa quien se
acercaba, sintió como su corazón bombeaba a un ritmo cercano al infarto, y como
sus piernas perdían consistencia, y su cuerpo se elevaba hacia alturas cercanas
al corazón de un cielo estrellado. Quiso levantarse para recibirla, pero la
mala suerte se apoderó de uno de sus pies, trastabillándose y dando con sus
huesos en el suelo. Sin tiempo para lamentaciones, se levantó como un rayo
dirigido en sentido contrario. Ruborizado pidió mil perdones por su
incorregible torpeza. Ella, colocando un dedo en posición vertical sobre sus
cerrados labios, le sugirió que se
callara y sin darle tiempo a que reaccionara
lo rodeó con sus frágiles brazos
y lo besó como quizás nunca soñó que podría besarlo.
No siento más que el roce de tus labios y el sabor dulce de
tu enamorada lengua. Abro los ojos para cerciorarme de que todo es cierto, de
que nada de esto en un sueño. Abro los ojos para leer en tus verdes ojos que no
me estás mintiendo, que con tu mirada y tus besos me estás diciendo:
Victoriano, yo te quiero.
2
Camino Primitivo IV:
A media mañana, no sabemos si bajo la protección o bajo la
amenaza de un cielo cubierto por oscuras nubes que se extendían más allá de
cualquier punto del horizonte, el séquito real, cada vez más numeroso, se
disponía a abandonar los dominios de un pueblo a cuya historia ha de añadirse
los macabros sucesos acontecidos durante una noche con pocas luces y demasiadas
sombras. El rey, rodeado por una parte de la guardia del capitán Gilberto, encabezaba una comitiva que se desplazaba por
las enlutadas callejuelas con paso en sordina, desfilando ante la invisible
mirada de decenas de lugareños que, tras sus puertas y ventanas selladas,
maldecían, entre sollozos o con el rostro enfurecido, la visita de tan
distinguidos y civilizados dignatarios. Ahí van, en busca de un sepulcro abierto
para ser venerado, aunque el viento haya dejado sin rastro la vida y el polvo
del apóstol Santiago. Ahí van, dejando
tras de sí tumbas de todos los tamaños, cerradas, para que solo las venere la
tierra que las protege y la mirada
húmeda de a quienes les han arrebatado la vida de sus ángeles más
amados.
Al monarca no le tembló la mano al destituir en sus cargos a
varios oficiales, degradándolos o expulsándolos directamente de su ejército, y
advertido a algunos de sus consejeros
que ante el menor indicio de estar conspirando contra su persona o contra
algunos de sus más leales amigos, serán ejecutados o encerrados de por vida. En
el mismo Palacio de Jonás, y con la presencia del capitán Gilberto y de otros
capitanes de su máxima confianza, fue llamando uno a uno a todos los oficiales
involucrados en los asesinatos de las inocentes criaturas. Respecto a sus
consejeros, se mostró más indulgente, pero no menos beligerante sobre la
vigilancia que desde ese momento iba a recaer sobre sus actos y decisiones. Los
consejeros afectados acataron sin réplica la proclama real, pero sus miradas
les delataban. No se iban a doblegar tan dócilmente. Querían un monarca a su
medida, un pelele que les garantizase un buen estilo de vida y el poder
suficiente para que desde la sombra siguieran maniobrando e influyendo en las
decisiones que afectaban al reino.
Al capitán Alaalegre,
con medio cráneo hundido, lo han dejado agonizando en una de las habitaciones
del palacio, acompañado por dos de sus soldados, esperando que el propio
Satanás aparezca y se lo lleve de
mercenario por tierras carbonizadas por
el fuego.
El Grupo Caminamos ,
sin haber dormido ni descansado , sigue la estela que el monarca va grabando
por la suave ladera, a punto de ser culminada, entre árboles que se agolpan
disputándose la misma tierra y el mismo tallo, pero antes de franquearla el rey
se para, y con el monarca todo el séquito que lo acompaña, ladea su cabeza y se
queda observando con la mirada recia la aldea , empequeñecida por la distancia,
y murmura para sí, para que solo su Dios y su conciencia sean testigos de lo
que dice y de lo que siente, que ojalá llegue un día en el que ese palacio y
esa aldea solo se les conozca por ser el destino de paso de peregrinos honrados que solo
buscan descanso.
Ni Agustino, ni nadie del grupo, conocen los entresijos de lo ocurrido. Solo se las ha
dicho que la fiesta acabó en un desmadre y que es preferible pasar página y
mirar hacia adelante. Pero la innata curiosidad del grupo, ahora protegido por
guardianes del capitán Gilberto y por el propio monarca, les lleva a
preguntarse una y otra vez qué ha podido ocurrir para que el monarca se
atreviera a pedir perdón en público y para que nadie se preste a hablarles
sobre lo sucedido. Sí fueron testigos de cómo sacaban del palacio bultos pequeñitos
envueltos en mantas y cómo se los llevaban
a un recinto trasero anexo al palacio; de cómo se oían gritos de
angustia tras las paredes de las casas cuando se estaban preparando para la
marcha; de cómo nadie salió a despedirlos
cuando el séquito desfilaba por las estrechas calles hacia las afueras de la
aldea, y de cómo el silencio enmudeció los gritos y las palabras, pero no pudo acallar los sollozos de quienes
se resistían a silenciar un dolor con el tendrían que convivir hasta el final
de sus días.
El rey les ha dado la bienvenida, pero por el momento no se
ha dirigido personalmente a ninguno de ellos. Ni siquiera el capitán Gilberto,
tan dicharachero en su primer encuentro, se mostraba dispuesto a soltar prenda.
Los componentes del Grupo Caminamos optaron por mantener la máxima prudencia y visualizar una actitud de supuesta
indiferencia. Su situación era una incógnita. ¿Estaban arrestados? No llevaban
mordazas ni a nadie a su alrededor que les amenazase con sus armas. Pero si
advirtieron las miradas de recelo de
algún que otro consejero y la de algún oficial que no acababan de asumir y
aceptar que formaran nuevamente parte de la comitiva. Tiempo habrá para que las
dudas dejen de serlo y para que las incógnitas queden despejadas y resueltas.
El monarca miraba asombrado las diferentes panorámicas que
se iban sucediendo a lo largo de un camino que ondulaba empinándose hacia cotas
cercanas al mismo cielo, sino se adentraban por sus mismas entrañas por senderos construidos por las
mismas manos que esculpieron la belleza
en su inmaculado estado. En la madrugada, su corazón compungido ardía en deseos
de volar y alejarse de aquella pesadilla, de aquella cloaca humana en la que se
convirtió aquel infernal palacio; y ahora, cuando la tarde avanza precipitada
por un viento enrabietado que azota sin miramientos todo cuanto se cruza a su
paso, desea que su vuelo gravite perpetuamente
sobre aquel espacio privilegiado.
Malena sigue, según ella, con su hombro dolorido. Podría caminar
al lado de sus compañeros, pero el
capitán Gilberto no quiere que el dolor la distraiga y le provoque un accidente
de funestas consecuencias. Se muestra muy preocupado por su salud. Le ha
habilitado un cómodo espacio en una de las carretas. Cada poco tiempo él se
acerca para interesarse sobre la evolución de sus dolores. A ella esos gestos
de deferencia le estimulan de tal manera, que con tal de tenerlo cerca y sin
testigos que la incomoden, se queja desmesuradamente de un dolor que ya hace
tiempo que desapareció de su hombro y de su memoria. El capitán, que se
considera un buen mozo y un contrastado galán, le pone cara de preocupación y
de pena. Y mientras ella le suplica con su mirada que la trate con especial
delicadeza, a él le gusta arrullarla con dulces palabras de aliento y de
esperanza. Ella permanece echada sobre un mullido lienzo con la cabeza
ligeramente alzada. El se acerca pausadamente atraído por aquellos ojos que le
van despojando sin remedio de todas sus capas y resistencias. Ella le rodea con
sus brazos, cierra sus ojos y posa sus
labios sobre los del seducido capitán, ya dispuesto a dejarse amar... La
carreta se agita, movida por una poderosa fuerza que la zarandea bruscamente.
La lona se desprende empujada por el huracanado viento. Varios soldados
intentan coger las bridas de los caballos. La lluvia arrecia y tanto el capitán
como Malena salen de la carreta, él con el torso al descubierto, ella con la
túnica medio puesta. Gilberto la tiene entre sus brazos y la arropa con una manta
seca que le tienden y la deja en el interior de otra carreta que aún permanece
con la lona puesta. Todo sucede precipitadamente. El viento se va calmando y la
tormenta amainando su fuerza. Las nubes avanzan a una velocidad de vértigo,
bajo el látigo implacable de unos rayos que van espaciando su frecuencia. El
agua ha construido lagunas y elevado el caudal de los arroyos, inundando los
pastos, los caminos y el aire que golpea los rostros de quienes caminan con la
cara descubierta. Ni siquiera la fuerza del viento ni la severidad del aguacero
mitigaron el embelesamiento con el que los caminantes contemplaban aquellos
sublimes parajes de ensueño. En el alto de la Carca, el rey ordenó que
levantaran el campamento. Gervasio, el médico, y su ayudante Deva fueron
informados de que algunos peregrinos habían llegado maltrechos. Acondicionaron
una de las tiendas como hospital. Eran muy pocos los medios, pero muchos los
conocimientos que arropaban a tan singular médico y a su inseparable enfermera.
Con la primera luz del día, Calón y sus compañeros
reemprendieron la marcha. Cruzaron en barca el rio Nalotium. Tardaron mucho más
de lo esperado en atravesarlo. Gracias a la pericia del vetusto y experimentado
barquero y a las buenas intenciones de las revueltas aguas, consiguieron
alcanzar la otra orilla. Querían llegar a Valdesalas sobre el medio día y a la
aldea de Aleo antes del anochecer. Iba a ser una jornada muy dura. Si no
surgían contratiempos no tendrían por qué tener problemas en conseguirlo. Pero
la suerte, además de buscarla, ha de buscarte. Nada más arribar en la orilla,
un hatajo de supuestos soldados con una indumentaria irreconocible, les
rodearon con sus espadas desenvainadas. El grupo no hizo nada para defenderse,
dejándose conducir por la escueta guarnición. Un caserón flanqueado por dos
torres apareció tras un pequeño pero frondoso bosquecillo. Con gestos
elocuentes y comedidamente intimidatorios fueron invitados a entrar. Una gran
sala completamente desnuda y muy fría les recibió. Sin tiempo para las
presentaciones, un soldado les abrió una puerta que conducía a una estancia mucho más pudorosa y
acogedora. Al fondo, sentado sobre un enorme sillón y custodiado por dos
soldados a ambos lados, les recibió un señor vestido con una llamativa capa en
la se dibujaba un símbolo que hasta entonces ninguno de los apresados había
visto. Se trataba de una serpiente con dos cabezas y con la lengua enrollando
lo que perecía ser un diminuto ser humano. El señor guardó silencio, mientras
sus ojos rastreaban aquellos fruncidos rostros que lo apremiaban con la mirada.
Tan pronto el enigmático caballero sonreía como se ensombrecía. Calón, que
maldecía entre dientes su mala suerte, harto de esperar de que aquel misterioso
individuo se dignase a aclararles quién era y porqué les habían retenido, elevó
sin permiso su voz y le preguntó en un tono no exento de recochineo, que a qué
se debía el honroso honor de ser recibidos por tan distinguido señor. El
aludido le lanzó una mirada sostenida cargada de ira. Cerró los ojos y esperó a
que su ritmo cardiaco se relajase. Se deslizó a través del asiento y se
incorporó (su estatura no sobrepasaba los hombros de cualquier ser de tamaño
medio). Con un gesto muy ceremonioso, se presentó. Me llamo Poncio. Hace muchos
años viví en la ciudad de Oviedo. Concretamente en la corte. Fui uno de los
encargados de educar al actual monarca. Fui clérigo durante muchos años,
repartidos entre la corte y un monasterio, en el que serví como abad al Dios en
el que creía y a los que fueron mis hermanos de congregación. Ahora, como
podéis presuponer, ni educo a futuros reyes ni visto con hábitos bendecidos por
obispos. Vosotros, hasta el día de hoy, ignorabais mi existencia, pero sabed
que yo estoy muy informado sobre las vuestras. Más aún, estoy al tanto de todo
lo que necesito saber sobre el renombrado Grupo Caminamos. Tengo muy buenos
amigos ocupando altos cargos en las más altas instancias y vasallos vigilando
todos los rincones de nuestras ciudades y aldeas. Amigos leales, dispuestos a
sacrificar sus vidas para preservar la mía… No quiero aburriros con mi
palabrería, pero era necesario que entendierais que vuestra presencia aquí no
obedece a ninguna casualidad. Sé de vuestro paradero desde vuestra salida de
Oviedo. Seré breve; no quiero entreteneros ni entretenerme más de lo preciso.
Os comunico que a partir de este momento me serviréis exclusivamente a mí y a
mis intereses. Solo cuando hayáis cumplido con la misión que os voy a encargar,
os liberaré de vuestra servidumbre y
recuperaréis vuestra condición de hombres libres. Tendréis que asesinar al rey Don Alfonso, soltó, sin preámbulos,
aquel individuo, con la misma entonación con la que se suelta unos buenos días.
Calón, Nardo y el resto del grupo, se quedaron petrificados al oír semejante
mandato. Clarisa se desplomó y Josefina intentaba inútilmente sobreponerse a un
vahído que terminó por derrumbarla y situarla a la misma altura que su
desfallecida hermana. Ambas yacían inconscientes sobre la roja y decorada alfombra que cubría por completo
el empedrado suelo. Poncio ordenó a dos de sus hombres que las refrescaran y
las incorporaran. Restablecidas todas las conciencias, Poncio reanudó su
perorata informando a su espectral audiencia sobre los pormenores de su
endemoniado plan. Para asegurarse de que los encargados de asesinar al monarca
cumplieran con su cometido, con la discreción requerida, Poncio finalizó su
arenga invitando a las dos hermanas y a cinco más del grupo a que se quedaran
en su mansión hasta que el resto del grupo consumase con éxito su misión. Clarisa y Josefina al
oír sus nombres en boca de aquel extraño y sanguinario sujeto, volvieron a
marearse, y, abrazadas, como respondiendo a una coreografía previamente ensayada, sincronizaron sus movimientos
mientras caían lentamente sobre la boca de una de las serpientes que decoraban
inmóviles la extensa y roja alfombra.
Abrió sus ojos y le sonrió. El rubor le ladeo la cara, y se
sintió tan ligero, que se creyó que una nube le transportaba por senderos
floridos al ritmo de una música épica.
Lucas los seguía, en soledad, a una prudencial distancia. Las vendas le ocultaban las hojas
que Pedro le había puesto sobre las llagas. Tenía el aspecto de una momia
resucitada de cintura para arriba, que se movía tentando la suerte con cada
pisada. Abban, unos pasos más adelante, lo vigilaba discretamente por si el
abrupto y húmedo terreno le provocaba una caída y le empeoraba el delicado
estado en el que se encontraba. Pedro, por su parte, también lo vigilaba, pero
unos pasos más atrás. Desde su posición, Lucas, era el vivo retrato de un
condenado que camina tambaleándose en
busca del cadalso. Mateo y su grupo encabezan la marcha por un sendero que
desciende hacia las profundidades de un valle velado por una neblina que enfría
el aire y congela los huesos. Victoriano acompaña a Estela y a Aanisa. Su
amada, parca en palabras, les habla con la mirada y con esa sonrisa, creada por
un Dios para esculpirla en su cara; mientras Estela, experta dicharachera, les
cuenta historias de su juventud por tierras de las que ninguno de los dos nunca
ha tenido referencia. Historias cargadas de nostalgias y de sueños. Nostalgias
que siempre van dejando un rastro de tristeza en el alma y sueños que van
perdiendo tamaño con el paso del tiempo. Victoriano al escucharla quiere
sentirlas como si las hubiera vivido, y quiere que en ellas, al recrearlas,
Aanisa sea su inseparable compañera.
El grupo se inquietó al oír cercanos unos aullidos. Mateo se paró en seco y
levantando una mano instó al resto del grupo a que se quedaran quietos y en
silencio. Los aullidos parecían proceder de un lugar próximo, más allá de un
recodo del camino que estaba a punto de franquear. Mateo y dos de sus
compañeros treparon sigilosamente por unas rocas hacia la cima de un pequeño
montículo, desde la que se suponía podrían ver de qué animal se trataba. Un
perro de grandes dimensiones aullaba ante la puerta cerrada de una destartalada
cabaña. Sus alaridos se dirigían a alguien que se encontraba dentro,
posiblemente su dueño. Pero su
insistencia no recibió más respuesta que la de un absoluto silencio. Mateo y su escolta se acercaron, no sin antes
prevenirse con sus cuchillos en la mano. El perro, al verlos, ladró con tanta
fuerza que decenas de pájaros salieron en espantada, surcando caóticamente una
atmósfera aterida por la neblina. Por allí apareció Pedro que, con un simple
ademán con la mano, calmó la intensa ansiedad con la que aquel pobre animal
transmitía su miedo y su soledad. Se acercó al perro y le acarició el lomo. El
perro lanzó su último aullido, se echó y dejó que aquellas amigables manos le
proporcionaran el calor que aquel aire gélido y aquella puerta cerrada le
habían arrancado. Mateo aporreó la puerta. Al ver que nadie respondía, de una
patada la derribó. El perro salió lanzado hacia el interior de aquella choza,
que después de haber recibido aquel golpe, no se derrumbó, pero quedó
notablemente resentida. Sobre una cama hecha de hojas y de paja yacía un hombre
de mediana edad, no se sabe si vivo o muerto. Mateo acercó su oído al corazón y
percibió el sonido de unos lejanos
latidos. La palidez de aquel rostro le hizo recordar a unos actores que
recubrían sus caras con cal para interpretar a personajes que deseaban vivir
sin maquillajes. Cogió un recipiente que conservaba un poco de agua y, con la
ayuda de Pedro, se la introdujo con mucha delicadeza por aquella ulcerada boca.
Aquel individuo no respondía. Sus ojos permanecían cerrados y su cuerpo tan
inerte como lo habían encontrado. El
perro de un salto se puso sobre el cuerpo de su supuesto amo, sacó su larga
lengua y empezó a lamer las mejillas de aquel pobre sujeto, sin descanso y con
todo su afecto. Un ligero temblor
sacudió la inmovilidad de aquel cuerpo.
Mateo volvió a darle agua. Una entrecortada tos les alertó de que aquel hombre
aún estaba vivo.
Marcos llevaba inconsciente varios días. La fiebre lo había
debilitado de tal modo que perdió el apetito, la fuerza y el sentido. No hacía
mucho tiempo que se había escapado de una fortaleza en la que cumplía condena
por haber poseído a la esposa de un despótico y rico caballero. El propio
caballero ejerció de juez y quiso ser su
verdugo. Pero las desesperadas súplicas de su infiel esposa removieron su
corazón y su sospechada sentencia. Se
pudriría hasta perecer en las mazmorras de su fortaleza. Pero un buen día, la
entristecida dama, ignorada y maltratada por su marido y presa de un amor que
no duró más que un suspiro, quiso vengar su deshonra y volver a ver al único
hombre que la amó con pasión. Una noche,
aprovechando la ausencia de su esposo y de una buena parte de la
guarnición, bajó hasta la subterránea galería en donde se hallaban los
calabozos. Se acercó al carcelero, que roncaba a pierna suelta, y, sin más
contemplaciones que la de asegurarse que llevaba las llaves atadas a su
cinturón, le sajó el pescuezo de una sola pasada con un cuchillo que relumbraba
como la luna llena en una noche de tinieblas. Ella, que conocía perfectamente
el laberinto de galerías que surcaban los subterráneos del castillo, lo condujo
afanosamente al exterior. Un arquero, que se hallaba en una de las torres, los
divisó. Al percatarse de que el reo huía con la esposa de su señor, lanzó una
flecha para detener las ansias de libertad del preso, pero justo en ese preciso
momento la dama se interpuso entre la flecha y su Cupido. Su cuerpo quedó
tendido, sin aliento, con el corazón dormido. Una segunda flecha salió,
convencida de su infalibilidad, en su busca. La diosa Fortuna la interceptó y
permitió que la fuga se consumara. Se escondía durante el día y erraba perdido
durante la noche, hasta que se sintió a salvo de sus supuestos perseguidores,
pero no del hambre, del frío y de los
depredadores. En su calvario solo encontró la compañía de un perro extraviado y
el calor de una cabaña que rezaba para que el viento no la derribara…
Y quiso el destino que en su huida Victoriano se fuera
encontrando con personajes tan extraños, pintorescos y tan humanamente bellos;
de ahí que se sintiera el hombre más rico y afortunado entre aquella gente y en
aquel momento. Y quiso el destino que no fuera un espejismo sino una realidad
de ensueño que aquellos ojos verdes le
acompañaran en su periplo por aquellos seductores y verdes caminos.
1
Camino Primitivo III - Epílogo:
El alboroto en el Palacio de Jonás quedó ostensiblemente
amortiguado porque amortiguadas quedaron las fuerzas y los ánimos de quienes se
habían desbocado buscando saciar hasta el último de sus apetitos. Por los mismos salones, por las colindantes habitaciones
y por cualquier rincón disponible y espaciado, los cuerpos, no sus voluntades,
yacían desparramados, impertérritos, algunos, o sacudidos por sus postreros
coletazos, otros. Los jadeos mortecinos de quienes aún se sometían a los imperativos
de Eros marcaban los últimos acordes de una noche entregada a la euforia y al
desenfreno.
Llegaron hasta las mismas puertas del palacio en fila de
dos, en silencio, respetando la
intimidad con la que los lugareños
necesitan construir sus sueños. Los dos soldados que supuestamente vigilaban la
entrada al reino de los que no necesitan soñar para que sus sueños se
conviertan en realidad, permanecían en su sitio, pero no de pié sino sentados,
apoyados sobre el muro, con los ojos cerrados y la boca abierta, recitando ante
una fantasmal audiencia un largo poema de ronquidos, bufidos y silbidos. El
capitán Gilberto, que encabezaba el grupo, se dirigió a un estanque cercano
donde solía beber el ganado. Cogió un cubo, lo llenó y arrojó su contenido
sobre los dos inofensivos soldados. Estaban tan profundamente dormidos que tuvo
que volver a lanzarles un segundo cubo. Se levantaron como perseguidos por
fieros enemigos, zarandeando piernas y brazos, lanzando puñetazos al aire y profiriendo toda clase de insultos
y amenazas. Cuatro de los soldados que acompañaban al capitán los cogieron y
los inmovilizaron. Soy el capitán de la guardia real Gilberto de Asís. Quiero
saber porqué permanecían ustedes dormidos en su tiempo de guardia. ¿No hay
nadie custodiando los alrededores del palacio? ¡Respondan! El más despierto de los
soldados no daba crédito a lo que veía y escuchaba. Pero quién era aquel
miserable, con ropas pordioseras, para obligarles a darle explicaciones. Pero
cómo osaba a hablarles con semejante autoridad y chulería. Porque lo habían
sujetado, si no, le hubiese cortado con su cuchillo la lengua allí mismo. Así
se lo hizo saber. El capitán se acercó a ellos, iluminó su rostro con el
resplandor de una antorcha. ¿Me conocéis?
Los dos se quedaron atónitos al comprobar que efectivamente aquella cara
respondía a la del capitán. Se quedaron sin habla y sin aliento. Hubo que
auxiliarlos para que no se derrumbaran. Les dieron de beber agua y esperaron a que se recompusieran. Se disculparon y
alegaron en su defensa que llevaban muchas horas de guardia sin que nadie les sustituyera.
El sueño les venció y se quedaron profundamente dormidos. El capitán les instó
a que abriesen la puerta y comunicaran su llegada. El menos tímido de los dos
le informó que quizás nadie se hallase en condiciones de recibirlo. La fiesta
ha sido memorable y todo el mundo debe estar durmiendo a pierna suelta, incluso
la guardia de seguridad del interior del
palacio.
El capitán, seguido
por dos de sus hombres, los apartó bruscamente y se encaminó hacia el interior.
El espectáculo no podía ser más grotesco y bochornoso. Por doquier yacían
cuerpos ligeros de ropas o completamente desnudos. Algunos aún mantenían la
posición de apareamiento, aunque en ninguno de ellos se percibía más movimiento
que los espasmos que les provocaba sus respiraciones ruidosas y el recuerdo de
unos orgasmos rudamente alcanzados. Más de un rostro dormitaba semienterrado
por una papilla orgánica, asquerosamente acompañada por un líquido entre
verdoso y amarillento que exhalaba el más horripilante de los hedores. Tinajas
de vino hechas añicos, otras volcadas desparramando las últimas gotas, restos de
comidas esparcidas por los suelos, muebles y paredes, completaban un cuadro que
posiblemente hubiese transgredido los límites admitidos como
fuente de inspiración del primer borrador de la Divina Comedia del
visionario Dante. Todos los salones de
la planta baja ofrecían el mismo escenario. Encontraron soldados con las
guerreras ocultando sus vergüenzas y sus armas al descubierto, sin defensas,
expuestas a que el primer iluminado en despertase, por mandato del Dios
Dionisio, le dé por perpetrar una carnicería de alcance histórica. Mujeres de
todas las edades mostrando sin pudor sus atributos; unas, con un rictus de
repugnancia en sus rostros; otras, con la mordaza propia de quien ha hecho de
la indiferencia su herramienta de defensa;
y aquellas, algunas muertas, querubines desgarradas, con la cara con la
que yo retrataría a la mancillada inocencia. El capitán, al mirarlas, no pudo contener ni sus lágrimas
ni su rabia. Encargó a uno de sus soldados que buscara ayuda y las sacasen
inmediatamente de allí. Le enfatizó que ningún miembro del Grupo Caminamos
fuera informado y que permaneciesen a la espera. Siguió escaleras arriba
buscando los aposentos del rey y sus consejeros. Al primero en encontrarse fue
su compañero de armas el capitán Alaalegre,
que dormía plácidamente acompañado por un numeroso grupo de soldados. Lo
zarandeó hasta despertarlo. Alaalegre abrió un ojo bañado en sangre y al
instante lo cerró y lo precintó con la intención de seguir con su sueño de
caballero andante. Espantó un supuesto mosquito que al parecer solo él era
capaz de oír su molesto zumbido y volvió a relajarse y a resoplar, aventando un
aire que se hacía irrespirable. Un fuerte manotazo sobre el hombro lo espabiló
de tal manera que según se levantaba desenvainó su espada y la acercó al cuello de Gilberto. Su aliento
apestaba y de sus dientes sobresalían
hilos de carne en estado putrefacto. Lo reconoció a pesar de su
embobamiento y del aspecto tan andrajoso que presentaba aquel sujeto. Mantuvo
su espada de paseo por aquel cuello que curiosamente permanecía sereno. Lo
paseaba sin presionarlo mientras le sonreía con aquellos ojos que centelleaban
de placer y que reclamaban venganza. Cómo estaba disfrutando de aquel momento.
Podría haberlo degollado, justificándose que por sus trazas y por su abordaje
traicionero ni tuvo tiempo para reaccionar con sosiego ni tiempo para
reconocerlo. Oportunidad como está tardará en presentarse. El niñato este se ha
ganado el favor del rey sin más mérito que el de ser un encantador de
serpientes e hijo de un distinguido señor. Yo he estado en más campos de
batalla que ninguno de mis compañeros de armas y solo he conseguido la
indiferencia del monarca. Menos mal que para algunos de sus consejeros más
cercanos no solo soy un simple oficial, sino su más leal aliado. Arde en deseos
de pincharle o abrirle una fina y profunda grieta y provocarle una hemorragia
de mortales consecuencias. Pero no es tonto. Sabrá esperar una mejor oportunidad.
Si le hace daño, el rey ordenaría sin contemplaciones que le mostrasen sobre
una bandeja su cabeza. Dejó de sonreír, fue retirando, retándolo con la mirada,
su espada y, sin darle en ningún momento
la espalda, fue pateando a cada uno de sus hombres hasta despertarlos,
espabilarlos y ponerlos en guardia.
Gilberto no se amedrantó. Depositando su
dura mirada en los ojos sanguinolentos del capitán Alaalegre, le exigió ver al
mismísimo monarca. El monarca no puede atenderte en estos momentos, le contestó
con recochineo un crecido Alaalegre. Ha
dado orden de que nadie le molestara. Se retiró temprano pero muy agotado y
necesita como todos nosotros de un largo y tranquilo descanso. La fiesta ha
sido devastadora… Ya he tenido la
desgracia de ver en que han empleado sus esfuerzos y su tiempo, respondió un
enfurecido Gilberto. No se ha respetado nada, ni siquiera han tenido en cuenta
la edad de algunas muchachas. ¿Este es el ejemplo que se quiere dar desde el
entorno de la corona? Quiero creer que Don Alfonso desconoce el alcance de los
excesos y atrocidades aquí cometidas,
pero quisiera que él mismo me acompañara y fuera testigo directo de cómo se
hallan las estancias de la planta de abajo. Nunca he visto unas imágenes tan
deprimentes. Eres una deshonra para el ejército. Solo tus vinculaciones
conspiratorias con algunos desaprensivos y amorales consejeros te mantienen
vivo y al frente de una importante guarnición. Literalmente los ojos del
capitán ofendido duplicaron su diámetro
y su corpulento cuerpo se multiplicó por diez. Sus poderosas manos
abrazaron el cuello de Gilberto presionándolo con la dureza de quien ya ha
dictado la peor de las sentencias…
De pronto se abrió la puerta de la alcoba del monarca. El
rey saludó con un grito de horror al ver cómo su más apreciado capitán se
retorcía bajo las garras del capitán que estaba al mando de su guardia de
seguridad. ¡Deténganlo! Repetía una y otra vez. ¡Deténganlo! Un buen golpe
asestado sobre su cabeza con una silla de madera maciza, consiguió que aquel
hombretón se derrumbara y perdiese, no
se sabe si temporalmente o para siempre,
su fuerza, su consciencia y su mala leche. Don Alfonso se acercó a Gilberto y
le ayudó a incorporarse. Con una dificultosa respiración y con la marca
sonrojada sobre el perímetro de su cuello, el capitán consiguió saludar a Don
Alfonso y explicarle pausadamente el motivo de su disputa con el capitán
Alaalegre. Le narró con pelos y señales todo cuanto había visto y sentido desde
su llegada al palacio. El rey le señaló el camino y ambos bajaron, acompañados
por los soldados, las escaleras que descendían a las mismas entrañas del infierno.
Nadie pronunció palabra. Iban recorriendo con la mirada suelos y rincones,
rostros y emanaciones. El nauseabundo olor no aceleró el ritmo de su recorrido.
Se detenían, se fijaban en un
determinado objetivo y proseguían su camino. Por fin salieron de aquel inmundo
lugar y respiraron aíre limpio. La niebla había hecho acto de presencia
ocultando tres cuartas partes de la plaza. Aún así el monarca pudo ver el
rostro de algunas de las personas allí congregadas. Agustino le sonrió cuando
sus miradas se cruzaron y le mostró su
respeto inclinando profundamente su cabeza. Como un acto reflejo encadenado, el
resto de los presentes se sumaron al homenaje inclinando sus cuerpos y
doblegando sus voluntades. El silencio sepulcral en aquella atmósfera humeante
que envolvía rostros espectrales,
convertía a los hombres en fantasmas y a
la vida en un espeluznante sueño... El
rey se arrodilló, unió las palmas de sus manos, miró al cielo primero y a sus
súbditos después, y, con los ojos enrojecidos por el dolor y el
arrepentimiento, suplicó el perdón de su Dios y el perdón de su pueblo y, sobre
todo, el perdón de su herida conciencia.
La noche se sintió avergonzada. Así misma se confesó defraudada y quiso sentirse humana y llorar su pena y
clamar su dolor. Y quiso que la emotividad que abrigaba la plaza la
arropara para que la frialdad no helara
su alma. La noche quiso irse de prisa.
Avanzó su reloj acelerando su tiempo y esperó impacientemente a que el alba
madrugase y la relegase hacia un espacio inalcanzable para las maldades. Quería
alejarse y olvidarse de la condición más depravada del hombre. Irse
definitivamente, para que las tinieblas
dejaran de ser las habituales aliadas de quien perpetra los más ignominiosos
crímenes, las más ignominiosas barbaridades. Irse y dejar que el día invada su
territorio y se apropie de su tiempo y de su patrimonio.
Las últimas sombras se van alejando. Conviven durante un
breve tiempo con las primeras claridades de una madrugada que se resiste
perezosa a desplegar todas sus alas. Esta vez no hay saludos, solo miradas. La
mirada de quien se va apesadumbrada, reteniendo, sin quererlo, en su retina las
peores secuencias de la condición humana, y la mirada de quien llega con la
digna misión de alumbrar un mundo con innumerables y bellos caminos.
Ella aún duerme. Él no puede dejar de mirarla. La ha soñado
durante toda la noche y no puede dejar de soñarla ahora que está despierto.
Quiere verla despertar y quiere, que sus ojos verdes, al verlo, le sonrían y le
digan, aunque le mientan, te quiero.
1
Camino Primitivo III:Tercera parte
Las antorchas iluminan la entrada del palacio. Un par de
soldados apostados a ambos lados del arco
de piedra por el que se accede al amplio y bullicioso vestíbulo constituye todo
el despliegue de vigilancia. La fiesta se encuentra en su pleno apogeo y por
los aledaños del recinto no se observa más movimiento que el de las hojas
muertas persiguiendo fantasmales ramas y el de puertas y ventanas mal cerradas,
que golpean sin batuta sus martirizados
quicios y el quicio de quienes la vigilia les ha convertido en resignados espectadores de tan desquiciada danza. Es la
noche la que impone sus ordenanzas, la que nos desnuda y arrebata disfraces, exponiendo a sus criaturas sin vestidos que las ultraje, dejándolas a
solas con sus raíces e instintos al amparo de unos sueños que expiraran con la
madrugada. Y es la noche con sus silencios y pausas la que nos susurra verdades
como que más allá que la piel que nos cubre hay muchos desiertos sin un solo oasis y pocos vergeles a
donde arrimarse y que más acá solo cabe
la lucha estoica de quién afronta su sino a solas. Y es esa misma noche, con
esas tonalidades naturales de variopintas
oscuridades, la que nos invita
con su seductora mirada a encender esas lucecitas festivas que iluminan
nuestros anhelos y avivan nuestra alma. De ahí que en Aleo con las primeras
claridades de la noche unos opten por resguardarse en sus casas y prepararse
para enfilar unas horas de descanso en donde no cabe más que interrumpir con
una pausa sus sacrificadas labores diarias y dejar que la nada los aloje en su
morada, o bien que los sueños los conviertan en gentes de condición más holgada
o en héroes de aventuras condenadas a convertirse en polvo con la llegada del
alba. Otros, prefieren renunciar al sueño o posponerlo y dejarse arrastrar por
todas las bondades con que la noche agasaja a sus moradores, ofreciéndoles un marco en donde
poder dar rienda suelta a sus más razonables y
enloquecidos deseos…
El rey preside una inmensa mesa en la que no falta de nada.
En torno a él se han sentado sus más cercanos asesores. La mesa la completan
oficiales, soldados y algunos lugareños que por su condición fueron invitados
al banquete. Las carnes son devoradas, con la exquisitez de quien solo desea complacer un estómago
hambriento, a dos manos y con la grasa embadurnando pieles y barbas. Hay más
tinajas de vino que comensales, por lo que se puede asegurar que cuando todo
toque a su fin habrá más vino que agua en la composición de cada uno de ellos.
Los cánticos se mezclan con conversaciones cruzadas y los danzarines se mueven
al ritmo de una partitura que nadie más que ellos escuchan. También hay quienes
bailan por su cuenta, solos o emparejados, con una mano libre para sostener la
copa o, en no pocos casos, para palpar enérgicamente las nalgas… del acompañante,
o de quien se pasea ciego de vino buscando un alma caritativa que se preste a
ser testigo de sus incontenibles delirios o que le complazca los sentidos, sin
preocuparse por el sexo, la edad y los encantos de quien está dispuesto a
concedérselo… Don Alfonso se halla al margen de todo cuanto le circunda. Apenas
ha comido y conversado. Digamos que intencionadamente rehúye cualquier conato
de charla por parte de sus vecinos de mesa mirando abstraídamente a su
interlocutor sin responder nada, obligandolo a apartar la mirada y callarse o
buscar un contertulio más receptivo. El rey había pretendido homenajear a su séquito y de paso celebrar su repentina y
prodigiosa recuperación, pero la ausencia de determinadas personas, como su más querido capitán y algunos de los
miembros del Grupo Caminamos, le está impidiendo disfrutar a su antojo. La
euforia inicial se había transformado en una tristeza que amenaza con
acompañarlo durante todo el festín. El bullicio y el comportamiento desatado de una buena parte de los invitados
aturden su vista y turban sus
nervios. Desea retirarse a su habitación
y enfrentarse en soledad a sus múltiples preocupaciones. Pero no quiere
desairar a un séquito que por primera vez desde que han iniciado el viaje se
encuentran extremadamente relajado e
inmensamente feliz. Llamó al capitán responsable de la seguridad interna y le
instó a que pusiera discretamente orden en los salones. No quería que el
banquete acabase siendo una representación local de Sodoma y Gomorra. No lo dice
pero lo piensa. Como peregrino no puede consentir conductas tan descaradamente
disolutas. Desea que el tiempo pase y todo se termine. Necesita oír como el
silencio lo envuelve todo y deje a cada cual a merced de su destino…
Emiliano, Ballesteros,
Miguel y Moisés formaban la
comitiva que por decisión del grupo se encargaría de ir a buscar a los
supuestos viajeros que les habían pedido continuar el camino hacia Galicia
juntos. Después de un acalorado pero comedido debate se optó por aceptar la
petición. Norberto les esperaba en el mismo lugar en el que encontraron a
Emiliano. Eran un grupo de unos quince hombres jóvenes, con el aspecto
desaliñado y con unas míseras alforjas como único patrimonio. Se quedaron
mirándose los unos a los otros, inspeccionándose sin prisas y sin perder
detalle, con el recelo instintivo de quienes debían dar el visto bueno y el semblante teatralmente caracterizado de
quien se siente observado y necesita ser aprobado. Cuando la tensa espera
encontró su punto y final, Emiliano se acercó a Norberto y sonriéndole le
comunicó las palabras que esperaba. En silencio se pusieron en movimiento a través de un sendero paralelo a un
arroyo que discurría bullicioso.
Agustino nada más ver a Norberto se quedó petrificado. Reaccionó al poco tiempo,
arrojando un nombre por aquella boca que desmembró toda su comisura y removió todo el aire.
¡Gilberto! se le oyó gritar una y otra vez. ¡Gilberto! ¡Gilberto!… Ya lo decía
yo. Os lo dije… ¡Madre mía! ¿No lo conocéis? Es Gilberto, capitán del rey. Su
más apreciado oficial. Su amigo. Su íntimo amigo… Y nosotros lo hemos traído
aquí. Solitos, sin que nadie nos empujara nos hemos metido solitos en la boca
del lobo… ¿Qué va a ser de nosotros? Nos ha atrapado… ¡Dios mío! …El Leones y otros miembros del grupo
enseguida reconocieron el rostro del capitán. Gilberto levantó la mano, más para solicitar premiso para hablar que
para intimidar con su gesto a un grupo visiblemente alterado. Como no había
manera de que Agustino cortara su repertorio de lamentos, levantó también su
otra mano y pidió enérgicamente calma. Alzo la voz para hacerse oír y poco a
poco las voces se fueron apagando hasta que el último sonido dio su adiós.
Momento que el capitán aprovechó para emitir un discurso que él ya se había
oído. Bien hallado Agustino. Bien hallados todos. No estoy aquí para prenderos
bruscamente, con armas y zarandeos. Mi rey solo quiere que os incorporéis a su
séquito y reemprendáis el camino con él.
Es verdad que oficialmente sois unos proscritos, que habéis colaborado en la
fuga de Victoriano y que vosotros mismos os marchasteis del campamento
reduciendo violentamente a vuestros guardianes. Pero yo mismo, en vuestro
lugar, hubiera hecho lo mismo. Es verdad que algunos miembros de la corte os quisieran ver
desterrados o cómo os consumís en las mazmorras, incluso alguno ha manifestado
su preferencia de veros guillotinados o ahorcados, pero con la absolución del rey, nadie,
absolutamente nadie, podrá mover un dedo en contra de vosotros. El pueblo os quiere en el fondo, aunque haya
voces discordantes, pero ya sabéis que al pueblo es muy fácil convencerle sobre lo que tiene que amar y
odiar, a quién tiene que admirar y a quién tiene que destestar. Venid conmigo.
Yo os garantizo plena seguridad. Al principio, hasta que el rey elija el mejor
momento para pronunciarse sobre vuestro destino, quedaréis bajo mi vigilancia
personal. Se trata de guardar las formas para que nadie proteste airadamente.
Pero en la práctica no os vais sentir cautivos. Vosotros decidís. En el supuesto
de que no secundéis mi propuesta no os obligaremos a venir con nosotros, pero
si os pediríamos que nos dejaseis llegar a Compostela juntos. Estas últimas
palabras contrariaron a la totalidad del grupo. ¿Quién es este capitán que tan
educadamente nos invita a seguirle o a continuar nuestro camino? Agustino y el
Leones eran conocedores de las bondades de su carácter y del odio que dicho
carácter suscitaba entre algunos compañeros de armas. Nadie mejor que el
capitán conocía las intimidades del rey, el cual no ocultaba su debilidad y
adoración por el joven oficial. Cuando el despecho exacerbado se
manifiesta, las normas de convivencia
quedan derogadas y se declara la guerra. Y en la guerra todo vale, las mentiras
y la violencia. De ahí que a nuestro capitán lo hayan puesto, las malas
lenguas, como protagonista de variopintas leyendas negras y en el punto de mira
de alguna flecha que afortunadamente no atinó en el blanco señalado… ¿Qué
hacer? Una elección vital más. Desde hacía un tiempo, no había día que no tuvieran
que someterse a dicha cuestión. ¿Qué hacer? ¿Seguir por un tiempo como
perseguidos o reintegrase a un séquito en el que una buena parte de sus
integrantes los desprecian y los consideran unos bandidos ? Si seguían a solas
su camino, Don Alfonso se podría sentir ofendido y variar su propósito de
concederles el perdón. Si volvían con el capitán voluntariamente se verían
expuestos a burlas y ofensas, pero le demostrarían a todos los miembros de la
corte la buena voluntad y la
predisposición del grupo de recuperar la confianza y la amistad o al menos el
respeto, amén de que reforzaría la delicada posición del monarca. Estás
preguntas y consideraciones y otras
menores son las que mantuvieron al grupo ocupado durante un largo rato. Cuando
todo indicaba que ya se había resuelto el dilema, Agustino, El Leones e Israel
se acercaron al capitán y su guarnición. Gilberto esperó que la respuesta
saliera por sí sola, sin miradas que la amedrantase ni gestos que la
condicionase. Sonrió al oírla y se abalanzó sobre cada uno de ellos,
abrazándolos con tal fuerza que más de un hueso vociferó su dolor… Recién
emprendida la marcha hacia Aleo, Malena, al pisar sobre una piedra que evitaba
ser observada por el resplandor de las
antorchas, se cayó sobre la dura tierra golpeándose un hombro. El capitán
Gilberto, que se hallaba muy cerca, la socorrió con la velocidad con la que la
pantera persigue a su presa, levantándola con sus fornidos brazos y acostándola
sobre un lecho de hierba a la orilla del camino. Por la expresión de su rostro
supuso que el malestar era intenso, aunque ella ni se quejaba ni pronunciaba
palabra. Atónita e ensimismada, se
limitaba a mirarlo sin pestañeos, para que ni siquiera un instante su
mirada se cegara, para que el tiempo se
quedara quieto y para que el dolor que sentía se transformase en suspiros de
placer…
Y es la noche la que
nos acuna, la que mece los sueños que aún conservan crédito, la que nos
aventura por vidas imaginarias o la que multiplica nuestras pesadillas, la que
apaga amores arrinconados o enciende
corazones esperanzados; es la noche la que nos envuelve cuando el día se
duerme y nuestra madre nos da el beso de
despedida, su último beso, el que nos
deja a solas con la vida y con la muerte.
Dos jóvenes entran en la única posada que sigue abierta. El
viejo posadero que la regenta se despierta con el ruido de la puerta. Suele
aprovechar los momentos que se queda sin clientela para echarse un sueñecito.
Se dirige a la barra y les sirve dos vinos. Les pregunta si quieren comer algo.
Ellos responden que sí, cualquier cosa les vale con tal de llevarse al estómago
algo que avive unas tripas acostumbradas al ayuno. Cualquier cosa no, les dice
el posadero, solo tengo potaje. Les señala una mesa y les invita con desgana a
sentarse. Calentado el potaje les acerca una fuente bien nutrida y les
pregunta, con la naturalidad de quien acostumbra a tratar con extraños, a dónde
se dirigen. A Oviedo, le responde uno de
ellos. Venimos de una aldea marinera en tierras de Galicia. El posadero menea
la cabeza y se ríe. Ustedes vienen y el rey con casi toda la corte a su espalda
para allá van. ¿El rey? Pregunta contrariado el mismo joven que habló antes.
Sí, el mismo rey. Ahora se encuentra presidiendo un gran banquete con todo su
séquito en el Palacio de Jonás. ¿Acaso no habéis oído la música y el monumental
ruido que desde hace horas ensordece la aldea? Dicen que pasarán aquí la
noche y que mañana, si la comida y la
bebida no les pasan una buena factura, se marcharán. En las afueras han levantado un campamento para
cobijar a la numerosa tropa que les acompañan. Muchos de ellos reclutados a la
fuerza, según me han dicho, por las aldeas del camino. Los dos jóvenes se
miraron con visibles señales de nerviosismo. Al posadero, viejo y
experimentado comunicador, no le pasó
inadvertido, pero cauto él, prefirió seguir hablando con la naturalidad de quien
sabe apreciar la vida. Siguió su perorata aludiendo a los comentarios de dos
cortesanos sedientos de vino que habían tenido el detalle de visitar su humilde
posada. Parece ser que no se hallan muy lejos un grupo de ciudadanos que
huyeron después de agredir gravemente a dos soldados. Creo recordar que
responden al nombre de Caminamos, o algo parecido, si no mal recuerdo. Los dos
jóvenes, rebañados su platos, y con el vino recorriendo caminos que solo un
forense es capaz de verlos, le preguntaron al parlanchín posadero si podía
abastecerlos de comida para unos cuantos días. Con algún que otro reparo les
vendió lo que necesitaban, no sin antes percatarse de que los dos jovenzuelos
callaban verdades. Salieron cargando sobre sus espaldas un peso que ni siquiera
un par de mulas lo soportarían en silencio. El posadero cerró la puerta y dio
por terminada su jornada. A mí me van a engañar este par de mocosos, mascullaba
sonriendo, mientras buscaba un camastro en donde extender su corto cuerpo y su
abultada panza. ¡Ojalá les vaya bien! Fue lo último que se oyó decir antes que
sus ojos se abrieran a los recuerdos de una infancia archivada en el laberinto
de su dilatada vida.
Un leproso con muy malas pulgas deambula perdido
por un bosque que la noche lo ha
extendido hasta infinito. Lo han dejado tirado, sin comida, a merced de que
cualquier lobo le dé por comérselo sin previo aviso. ¡Miserables! ¡Mal nacidos!
Va gritando desesperado, buscando un refugio o un lugar donde pueda expulsar
toda su ira. Su familia lo ha abandonado sin misericordia alguna por miedo a
que ellos también fueran encerrados en lugares apartados en donde confinan a
los leprosos y a sus familias. Soy muy joven todavía. ¡Quiero vivir! ¡Por
favor, que alguien me ayude!… Los gritos que retumbaban bajo un cielo que lo observaba impasible, fueron escuchados por
los oídos finos de Victoriano que, retirado del grupo, aliviaba su peso en un
linde del bosque con el camino. La reiteración de los alaridos espabiló al
relajado Victoriano, que corrió en busca de sus acompañantes para
alertarlos de que algo estaba pasando en
el interior del bosque. Enseguida unos cuantos se dirigieron a un lugar próximo
desde el que Victoriano oyó los escandalizadores gritos. Se seguían oyendo, por
lo que sin tiempo que perder y con todas las precauciones posibles, se
adentraron en la oscura espesura intentando adivinar de donde provenían. No tardaron
en dar con el paradero de aquella criatura que enloquecida daba vueltas sin
sentido alrededor de unos árboles víctimas del mareo y de los chillidos de
aquel condenado. Lo agarraron entre dos para inmovilizarlo y calmarlo, pero
hubo de pasar un tiempo para que la histeria cediera y su fuerza la arrastrara
la brisa hacia parajes más tranquilos. Solo cuando el joven se sosegó del todo
y se retiraron unos pasos, advirtieron que las llagas cubrían parte del rostro
y de uno de sus brazos. Abban se acercó al joven y le preguntó por su nombre.
Lucas, respondió después de una breve espera. Lucas me llamo. Vivo en Aleo. Muy
cerca de aquí. Mi familia me ha arrastrado hasta aquí, aprovechando la noche, y
me han dejado solo y sin alimento. No quieren volver a verme. Dicen que estoy
muy enfermo, que tengo lepra, y que si los quiero, debo sacrificarme
permaneciendo solo por estos bosques y que no se me ocurra volver al hogar.
Pedro se dirigió al grupo y les habló de una planta milagrosa capaz de detener
el curso de esta enfermedad, incluso, en algunos casos, de curarla. Afortunadamente por estas tierras sobran ejemplares. Había
que darse prisa en buscarla. Mientras tanto no podían correr riesgos, aunque
con lo hecho la suerte ya seguía su marcha. Quizás medió el cielo que cambió de
parecer, o los mismos árboles, qué quizás se apenan más que muchos humanos,
pero al poco rato apareció Pedro, el gitano, con unas hojas. Las embadurnó con
su saliva y las extendió por las partes afectadas. Victoriano volvió con Mateo
a su campamento para recoger unas mantas y algo de comida. Esa noche Pedro y
Abban se quedaron acompañando a Lucas. No lo iban a dejar, mientras de ellos
dependiera, solo.
Cuando Mateo y Victoriano volvieron de nuevo al campamento
ya habían llegado los dos jóvenes procedentes de Aleo. No eran muchos los
víveres, pero sí los suficientes como para despreocuparse unos cuantos días.
Cada vez eran más bocas que alimentar, pero estaban en unas tierras de buena
caza y buena pesca. Fueron informados de los pormenores de su encuentro con el
posadero, y dado que la noche avanzaba
sin pausas, decidieron no retrasar y pausar más sus sueños.
Qué tiene la noche que con su negro velo nos despierta los
instintos y enciende corazones. Y son sus ojos verdes los que velan tu sueño y
avivan tus ilusiones…
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